Por Paul Kennedy. Ocupa la cátedra J. Richardson de Historia y es director del Instituto de Estudios sobre Seguridad Internacional en la Universidad de Yale. © 2008, Tribune Media Services, INC. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 28/05/08):
La descripción del puesto de trabajo debe de ser una de las menos atractivas del mundo; dice más o menos lo siguiente: “Se necesita una persona de muchas cualidades para administrar y reformar una entidad formada por unos 17 millones de kilómetros cuadrados (en su mayor parte inhabitable), con una población en grave descenso, un ejército debilitado, grandes problemas sociales y ambientales, discordias étnicas internas y numerosos vecinos envidiosos”. No se apresuren con sus solicitudes. Entre las cualidades exigidas deben de incluirse, cabe presumir, una enorme tenacidad personal y falta de imaginación (o tal vez un exceso de imaginación). Porque el trabajo consiste en dirigir Rusia.
Es posible que muchos observadores no tuvieran pensamientos tan pesimistas al leer la noticia de la toma de posesión de Dmitri Medvédev como presidente de Rusia el pasado 9 de mayo. Las muchedumbres moscovitas, gran parte de los medios de comunicación nacionales y diversos grupos patrióticos bien orquestados aplaudieron el acontecimiento, que fue acompañado inmediatamente del nombramiento de Vladímir Putin para el cargo de (súper) primer ministro de Rusia y rematado con un desfile tradicional en la Plaza Roja.
Este estallido de confianza no se debe sólo a los éxitos políticos del propio Putin, con unos índices nacionales de popularidad que avergonzarían a líderes occidentales como Bush, Brown y Sarkozy. La nueva fuerza de Rusia se basa también en sus vastas reservas de petróleo y gas natural, que como el precio del crudo supera los 120 dólares por barril, otorgan al país un enorme poder de negociación, no sólo en sus relaciones con países directamente dependientes de sus suministros como Ucrania, Alemania y Hungría, sino, en general, por la capacidad de influencia que le dan esas entradas de capital. En los asuntos de política internacional, ya sea Irán, Corea del Norte o los Balcanes, Rusia tiene mucho que decir. Así que Moscú ha vuelto.
Ante tal situación, ¿por qué hay que ser pesimistas sobre el futuro de Rusia? La respuesta está en las perspectivas del país “a largo plazo”. A medida que avanza 2008, la situación general de Rusia parece más bien favorable, por todos los motivos expuestos. Pero existe el peligro de que nuestros hábitos periodísticos de centrarnos en las últimas noticias de Moscú o el Cáucaso no nos dejen ver las graves deficiencias estructurales que padece esta gran nación.
Dos deficiencias deberían saltar a la vista para cualquier estudioso de las tendencias geopolíticas. La primera la ha mencionado este autor en otros artículos: el asombroso descenso demográfico de la sociedad rusa. Pero pocos observadores externos parecen darse cuenta de este hecho: Rusia se va empequeñeciendo poco a poco, mes tras mes y año tras año.
Hace ya casi 30 años que el gran especialista en demografía de la URSS Murray Feshbach, de la Universidad de Georgetown, llamó la atención sobre estos síntomas de enfermedad y, a estas alturas, todavía no nos hemos hecho cargo del todo. El mes pasado, Nicholas Eberstadt, del American Enterprise Institute, y Hans Groth, director general de Pfizer en Suiza, trataron de transmitir más claramente el mensaje con un artículo publicado en The Wall Street Journal y titulado Rusia moribunda.
En mi limitada experiencia como lector en este campo, los demógrafos son especialistas muy cautelosos, porque las causas de que varíen los índices de fecundidad y mortalidad -que son los dos motores que influyen en el futuro de la población de un país- son muy difíciles de diseccionar. Sin embargo, el lenguaje que emplean Eberstadt y Groth es espeluznante: “Una explosión verdaderamente aterradora de enfermedades y muertes”, “un aumento increíble de la mortalidad por heridas y enfermedades cardiovasculares”. El número de muertes entre los hombres en edad laboral es hoy nada menos que un 100% superior al de 1965. En resumen, los rusos no dejan de desaparecer; son hoy muchos menos millones que cuando cayó la Unión Soviética.
Si el país está aquejado de una disminución del número de personas en edad laboral, también le perjudica la maldición de tener demasiada tierra marginal e inhabitable. La verdad es que los 142 millones de rusos que aún quedan, y que siguen disminuyendo, estarían mucho mejor con la quinta parte de la tierra que controlan en la actualidad; las otras cuatro quintas partes podrían declararse patrimonio mundial de la Unesco y destinarse a albergar búfalos, yaks y águilas de la estepa. Los grandes exploradores rusos de los siglos XVII y XVIII que adquirieron Siberia no eran, por desgracia, los colonos norteamericanos que en la misma época avanzaban hacia el Oeste desde los Apalaches. Los norteamericanos obtuvieron Kansas y California; los rusos consiguieron Omsk y Tomsk. No es justo, la verdad.
Ante estos dos enormes obstáculos a la competitividad de Rusia a largo plazo, los recientes beneficios del aumento de los precios del gas y del petróleo impresionan menos. Desde luego, han permitido a Putin y Medvédev financiar la reconstrucción de las infraestructuras, la educación y el ejército, al menos en una medida que nunca habría sido posible sin los ingresos del petróleo.
Pero cualquier sociedad cuyo bienestar depende en exceso de una sola materia prima se vuelve muy vulnerable a la posibilidad de que la materia en cuestión pierda valor en el mercado, a las interrupciones de la producción y el suministro y a que las reservas se acaben. Si Indonesia y Brasil siguen consintiendo el agotamiento de sus bosques, pronto descubrirán esa cruda realidad; los pescadores de todo el mundo ya la han descubierto.
Puede que la producción de petróleo ruso no haya alcanzado su máximo, aunque casi todas las informaciones sobre la existencia de vastos yacimientos en Rusia sitúan esas reservas en climas y topografías que exigen inversiones muy costosas. En cualquier caso, lo importante es que no es prudente jugárselo todo a una sola carta, una sola fuente de ingresos poco segura. Si se le quitan los ingresos del petróleo a la Rusia de Putin, ¿con qué se queda?
Se queden con lo que se queden, lo que es indudable es que Medvédev y él tienen una serie de problemas étnicos, geopolíticos y de política exterior que no van a desvanecerse así como así. El futuro demográfico de Rusia es todavía más negro cuando se miden exclusivamente los índices de natalidad de los rusos, sin contar con todas las minorías que habitan dentro de sus fronteras. Luego hay que ver lo que está ocurriendo al otro lado de dichas fronteras: pocos o ningún vecino de Moscú -los Estados bálticos, Polonia, Ucrania, Georgia- aprecian y confían en sus tendencias casi imperiales. Todos se alegran de haber escapado de sus garras y resistirán a cualquier presión para cumplir las normas del Kremlin.
Por último, hay un vecino que debe de resultar aterrador para cualquier ruso que piense en el largo plazo, y es China. Todos los acuerdos comerciales, transferencias de tecnología y esfuerzos diplomáticos para impedir la actuación de los autoritarios estadounidenses en los casos de Irán y otros problemas de Oriente Próximo no impiden que China se esté convirtiendo en la potencia predominante en el centro del mundo, y que los dos siglos en los que Rusia ha ocupado ese papel estén llegando a su fin.
En resumen, en cuanto uno aparta la mirada de la pompa y circunstancia de los desfiles y tomas de posesión en la Plaza Roja, no tiene más remedio que preguntarse dónde estará el país de aquí a 15, 30 o 50 años. Sigo pensando que las tendencias demográficas, económicas y geopolíticas son poco prometedoras. Ésos son los mayores retos que afrontan Medvédev y Putin (de modo que ¿para qué inmiscuirse en Abjazia?), y seguramente los dos son lo bastante listos como para saberlo. No obstante, cuando intenten volver la situación a favor de Rusia, les convendría recordar una famosa frase del agudo observador político que fue Karl Marx: “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen como quieren; no la hacen en circunstancias escogidas por ellos mismos, sino en circunstancias encontradas, circunstancias transmitidas desde el pasado”.
La descripción del puesto de trabajo debe de ser una de las menos atractivas del mundo; dice más o menos lo siguiente: “Se necesita una persona de muchas cualidades para administrar y reformar una entidad formada por unos 17 millones de kilómetros cuadrados (en su mayor parte inhabitable), con una población en grave descenso, un ejército debilitado, grandes problemas sociales y ambientales, discordias étnicas internas y numerosos vecinos envidiosos”. No se apresuren con sus solicitudes. Entre las cualidades exigidas deben de incluirse, cabe presumir, una enorme tenacidad personal y falta de imaginación (o tal vez un exceso de imaginación). Porque el trabajo consiste en dirigir Rusia.
Es posible que muchos observadores no tuvieran pensamientos tan pesimistas al leer la noticia de la toma de posesión de Dmitri Medvédev como presidente de Rusia el pasado 9 de mayo. Las muchedumbres moscovitas, gran parte de los medios de comunicación nacionales y diversos grupos patrióticos bien orquestados aplaudieron el acontecimiento, que fue acompañado inmediatamente del nombramiento de Vladímir Putin para el cargo de (súper) primer ministro de Rusia y rematado con un desfile tradicional en la Plaza Roja.
Este estallido de confianza no se debe sólo a los éxitos políticos del propio Putin, con unos índices nacionales de popularidad que avergonzarían a líderes occidentales como Bush, Brown y Sarkozy. La nueva fuerza de Rusia se basa también en sus vastas reservas de petróleo y gas natural, que como el precio del crudo supera los 120 dólares por barril, otorgan al país un enorme poder de negociación, no sólo en sus relaciones con países directamente dependientes de sus suministros como Ucrania, Alemania y Hungría, sino, en general, por la capacidad de influencia que le dan esas entradas de capital. En los asuntos de política internacional, ya sea Irán, Corea del Norte o los Balcanes, Rusia tiene mucho que decir. Así que Moscú ha vuelto.
Ante tal situación, ¿por qué hay que ser pesimistas sobre el futuro de Rusia? La respuesta está en las perspectivas del país “a largo plazo”. A medida que avanza 2008, la situación general de Rusia parece más bien favorable, por todos los motivos expuestos. Pero existe el peligro de que nuestros hábitos periodísticos de centrarnos en las últimas noticias de Moscú o el Cáucaso no nos dejen ver las graves deficiencias estructurales que padece esta gran nación.
Dos deficiencias deberían saltar a la vista para cualquier estudioso de las tendencias geopolíticas. La primera la ha mencionado este autor en otros artículos: el asombroso descenso demográfico de la sociedad rusa. Pero pocos observadores externos parecen darse cuenta de este hecho: Rusia se va empequeñeciendo poco a poco, mes tras mes y año tras año.
Hace ya casi 30 años que el gran especialista en demografía de la URSS Murray Feshbach, de la Universidad de Georgetown, llamó la atención sobre estos síntomas de enfermedad y, a estas alturas, todavía no nos hemos hecho cargo del todo. El mes pasado, Nicholas Eberstadt, del American Enterprise Institute, y Hans Groth, director general de Pfizer en Suiza, trataron de transmitir más claramente el mensaje con un artículo publicado en The Wall Street Journal y titulado Rusia moribunda.
En mi limitada experiencia como lector en este campo, los demógrafos son especialistas muy cautelosos, porque las causas de que varíen los índices de fecundidad y mortalidad -que son los dos motores que influyen en el futuro de la población de un país- son muy difíciles de diseccionar. Sin embargo, el lenguaje que emplean Eberstadt y Groth es espeluznante: “Una explosión verdaderamente aterradora de enfermedades y muertes”, “un aumento increíble de la mortalidad por heridas y enfermedades cardiovasculares”. El número de muertes entre los hombres en edad laboral es hoy nada menos que un 100% superior al de 1965. En resumen, los rusos no dejan de desaparecer; son hoy muchos menos millones que cuando cayó la Unión Soviética.
Si el país está aquejado de una disminución del número de personas en edad laboral, también le perjudica la maldición de tener demasiada tierra marginal e inhabitable. La verdad es que los 142 millones de rusos que aún quedan, y que siguen disminuyendo, estarían mucho mejor con la quinta parte de la tierra que controlan en la actualidad; las otras cuatro quintas partes podrían declararse patrimonio mundial de la Unesco y destinarse a albergar búfalos, yaks y águilas de la estepa. Los grandes exploradores rusos de los siglos XVII y XVIII que adquirieron Siberia no eran, por desgracia, los colonos norteamericanos que en la misma época avanzaban hacia el Oeste desde los Apalaches. Los norteamericanos obtuvieron Kansas y California; los rusos consiguieron Omsk y Tomsk. No es justo, la verdad.
Ante estos dos enormes obstáculos a la competitividad de Rusia a largo plazo, los recientes beneficios del aumento de los precios del gas y del petróleo impresionan menos. Desde luego, han permitido a Putin y Medvédev financiar la reconstrucción de las infraestructuras, la educación y el ejército, al menos en una medida que nunca habría sido posible sin los ingresos del petróleo.
Pero cualquier sociedad cuyo bienestar depende en exceso de una sola materia prima se vuelve muy vulnerable a la posibilidad de que la materia en cuestión pierda valor en el mercado, a las interrupciones de la producción y el suministro y a que las reservas se acaben. Si Indonesia y Brasil siguen consintiendo el agotamiento de sus bosques, pronto descubrirán esa cruda realidad; los pescadores de todo el mundo ya la han descubierto.
Puede que la producción de petróleo ruso no haya alcanzado su máximo, aunque casi todas las informaciones sobre la existencia de vastos yacimientos en Rusia sitúan esas reservas en climas y topografías que exigen inversiones muy costosas. En cualquier caso, lo importante es que no es prudente jugárselo todo a una sola carta, una sola fuente de ingresos poco segura. Si se le quitan los ingresos del petróleo a la Rusia de Putin, ¿con qué se queda?
Se queden con lo que se queden, lo que es indudable es que Medvédev y él tienen una serie de problemas étnicos, geopolíticos y de política exterior que no van a desvanecerse así como así. El futuro demográfico de Rusia es todavía más negro cuando se miden exclusivamente los índices de natalidad de los rusos, sin contar con todas las minorías que habitan dentro de sus fronteras. Luego hay que ver lo que está ocurriendo al otro lado de dichas fronteras: pocos o ningún vecino de Moscú -los Estados bálticos, Polonia, Ucrania, Georgia- aprecian y confían en sus tendencias casi imperiales. Todos se alegran de haber escapado de sus garras y resistirán a cualquier presión para cumplir las normas del Kremlin.
Por último, hay un vecino que debe de resultar aterrador para cualquier ruso que piense en el largo plazo, y es China. Todos los acuerdos comerciales, transferencias de tecnología y esfuerzos diplomáticos para impedir la actuación de los autoritarios estadounidenses en los casos de Irán y otros problemas de Oriente Próximo no impiden que China se esté convirtiendo en la potencia predominante en el centro del mundo, y que los dos siglos en los que Rusia ha ocupado ese papel estén llegando a su fin.
En resumen, en cuanto uno aparta la mirada de la pompa y circunstancia de los desfiles y tomas de posesión en la Plaza Roja, no tiene más remedio que preguntarse dónde estará el país de aquí a 15, 30 o 50 años. Sigo pensando que las tendencias demográficas, económicas y geopolíticas son poco prometedoras. Ésos son los mayores retos que afrontan Medvédev y Putin (de modo que ¿para qué inmiscuirse en Abjazia?), y seguramente los dos son lo bastante listos como para saberlo. No obstante, cuando intenten volver la situación a favor de Rusia, les convendría recordar una famosa frase del agudo observador político que fue Karl Marx: “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen como quieren; no la hacen en circunstancias escogidas por ellos mismos, sino en circunstancias encontradas, circunstancias transmitidas desde el pasado”.
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