Por Mateo Madridejos, periodista e historiador (EL PERIÓDICO, 17/05/08):
De nuevo en el precipicio de la guerra civil, al que se asoma periódicamente desde 1975, los últimos acontecimientos en el Líbano, en los que el Gobierno pro occidental de Fuad Siniora se ha enfrentado con la oposición dirigida por Hizbulá, el movimiento político-militar respaldado por Siria e Irán, confirman que la en otro tiempo Suiza del Próximo Oriente, admirable mosaico político y religioso, plaza financiera del mundo árabe, se encamina vertiginosamente hacia el Estado fallido, según la terminología anglosajona.
En otros países, la desintegración del Estado corre pareja con la neutralización e ineficacia del ejército y, consecuentemente, con la pérdida del monopolio en el uso legítimo de la violencia y la aparición simultánea de señores de la guerra, milicias al servicio de opciones políticas o de comunidades étnicas o tribales, pero también religiosas, e incluso de organizaciones terroristas que desbordan las fronteras internacionales. El Estado capitula, como acaba de hacer el libanés ante Hizbulá, y no garantiza la seguridad ni menos el bienestar. La pobreza y el hambre crecen de manera incontrolada.
EN ÁFRICA, el Estado precario surgido de la tumultuosa descolonización de los años 60 falla y se volatiliza, pierde su razón de ser sin necesidad de una oposición armada que desafíe su autoridad. El Estado deviene ineficaz, y en el vacío que genera su caótica actuación proliferan el crimen organizado, la violencia endémica, la corrupción política y la división de la sociedad en grupos culturales o comunitarios que se rigen por sus propias normas, aboliendo de facto las leyes estatales en beneficio de normas particulares o simplemente suplantándolas por la más completa arbitrariedad.
Desde el 2005, la Fundación para la Paz, norteamericana, y la revista Foreign Policy publican una lista anual de los estados fallidos, según unos indicadores de vulnerabilidad que miden desde las presiones demográficas y el atraso económico hasta el funcionamiento de los aparatos de seguridad, la presencia de ejércitos privados o la violación masiva de los derechos humanos. La clasificación fatídica solo concierne a los estados de la ONU, de manera que están excluidos territorios conflictivos (Taiwán, Palestina, el Sáhara Occidental, el norte de Chipre y Kosovo) que son un ejemplo permanente de la crisis del orden internacional.
En la última lista, 32 estados aparecen en la categoría de “alerta”, y 20 de ellos pueden reputarse fallidos. Siete son asiáticos (Irak, Afganistán, Bangladés, Pakistán, Birmania, Corea del Norte y Timor-Este); uno, americano (Haití), y los otros 12, africanos, con especial incidencia en el Cuerno de África y el vasto triángulo que se extiende desde Sudán hasta el Congo, Sierra Leona y Nigeria. Las plagas que padecen son muy variadas: violencia étnica o religiosa; tráfico de drogas, armas, diamantes y hasta seres humanos; delincuencia transnacional y piratería; terrorismo, pandemias varias, refugiados, señores de la guerra, degradación ambiental.
La inseguridad en el siglo XXI no proviene tanto del enfrentamiento entre estados poderosos, como ocurrió en el pasado siglo, sino de la desintegración de las estructuras estatales o su utilización despótica y sin escrúpulos por dictaduras de variado signo que no ocultan su designio de subvertir el orden internacional. La estrategia nacional de EEUU, codificada en el 2002, estableció que “la seguridad está amenazada más por los estados fallidos que por los expansionistas”, y en sentido similar se expresó el entonces secretario general de la ONU, Kofi Annan.
Los estados fallidos o en camino de serlo han protagonizado un azaroso periplo desde la periferia del orden internacional, sometidos a la dinámica de los dos bloques antagónicos de la guerra fría, tanto en Asia como en África, hasta el centro neurálgico de la geopolítica. Los activistas de la ayuda incondicional, la intervención humanitaria o de la justicia universal mitigan sus filípicas, confiesan el fracaso o llegan a la conclusión, como el ministro francés de Exteriores, Bernard Kouchner, de que la injerencia frente al principio de la soberanía nacional es problemática, propicia al doble rasero y casi siempre resulta decepcionante.
¿Cuál debe ser la respuesta ante el desafío a escala planetaria de estos nuevos actores del desorden internacional? Los estados fallidos surgen por doquier, exportan terrorismo y drogas, alimentan el tráfico de armas y mantienen abyectas dictaduras sobre poblaciones aherrojadas por la miseria. Los realistas, en la estela de Henry Kissinger, abogan por una estrategia de manos fuera, salvo colisión con intereses cruciales, para no distraer la atención de los problemas del equilibrio geopolítico. Otros piensan que la solución requiere una nueva forma de imperialismo con rostro humano.
DIVERSOS factores aconsejan una rápida reflexión y concertación para evitar que el desorden mundial se propague. Más allá de la ONU ineficaz. Las guerras regionales se eternizan, se disparan todos los tráficos ilegales y las presiones demográficas empiezan a ser insoportables, encarecen los recursos y alimentan migraciones caóticas. El estrés demográfico se concentra en ese arco que desde Pakistán y Afganistán llega hasta el Yemen, Palestina y el norte de África, sociedades islámicas donde se incuba el extremismo antioccidental.
De nuevo en el precipicio de la guerra civil, al que se asoma periódicamente desde 1975, los últimos acontecimientos en el Líbano, en los que el Gobierno pro occidental de Fuad Siniora se ha enfrentado con la oposición dirigida por Hizbulá, el movimiento político-militar respaldado por Siria e Irán, confirman que la en otro tiempo Suiza del Próximo Oriente, admirable mosaico político y religioso, plaza financiera del mundo árabe, se encamina vertiginosamente hacia el Estado fallido, según la terminología anglosajona.
En otros países, la desintegración del Estado corre pareja con la neutralización e ineficacia del ejército y, consecuentemente, con la pérdida del monopolio en el uso legítimo de la violencia y la aparición simultánea de señores de la guerra, milicias al servicio de opciones políticas o de comunidades étnicas o tribales, pero también religiosas, e incluso de organizaciones terroristas que desbordan las fronteras internacionales. El Estado capitula, como acaba de hacer el libanés ante Hizbulá, y no garantiza la seguridad ni menos el bienestar. La pobreza y el hambre crecen de manera incontrolada.
EN ÁFRICA, el Estado precario surgido de la tumultuosa descolonización de los años 60 falla y se volatiliza, pierde su razón de ser sin necesidad de una oposición armada que desafíe su autoridad. El Estado deviene ineficaz, y en el vacío que genera su caótica actuación proliferan el crimen organizado, la violencia endémica, la corrupción política y la división de la sociedad en grupos culturales o comunitarios que se rigen por sus propias normas, aboliendo de facto las leyes estatales en beneficio de normas particulares o simplemente suplantándolas por la más completa arbitrariedad.
Desde el 2005, la Fundación para la Paz, norteamericana, y la revista Foreign Policy publican una lista anual de los estados fallidos, según unos indicadores de vulnerabilidad que miden desde las presiones demográficas y el atraso económico hasta el funcionamiento de los aparatos de seguridad, la presencia de ejércitos privados o la violación masiva de los derechos humanos. La clasificación fatídica solo concierne a los estados de la ONU, de manera que están excluidos territorios conflictivos (Taiwán, Palestina, el Sáhara Occidental, el norte de Chipre y Kosovo) que son un ejemplo permanente de la crisis del orden internacional.
En la última lista, 32 estados aparecen en la categoría de “alerta”, y 20 de ellos pueden reputarse fallidos. Siete son asiáticos (Irak, Afganistán, Bangladés, Pakistán, Birmania, Corea del Norte y Timor-Este); uno, americano (Haití), y los otros 12, africanos, con especial incidencia en el Cuerno de África y el vasto triángulo que se extiende desde Sudán hasta el Congo, Sierra Leona y Nigeria. Las plagas que padecen son muy variadas: violencia étnica o religiosa; tráfico de drogas, armas, diamantes y hasta seres humanos; delincuencia transnacional y piratería; terrorismo, pandemias varias, refugiados, señores de la guerra, degradación ambiental.
La inseguridad en el siglo XXI no proviene tanto del enfrentamiento entre estados poderosos, como ocurrió en el pasado siglo, sino de la desintegración de las estructuras estatales o su utilización despótica y sin escrúpulos por dictaduras de variado signo que no ocultan su designio de subvertir el orden internacional. La estrategia nacional de EEUU, codificada en el 2002, estableció que “la seguridad está amenazada más por los estados fallidos que por los expansionistas”, y en sentido similar se expresó el entonces secretario general de la ONU, Kofi Annan.
Los estados fallidos o en camino de serlo han protagonizado un azaroso periplo desde la periferia del orden internacional, sometidos a la dinámica de los dos bloques antagónicos de la guerra fría, tanto en Asia como en África, hasta el centro neurálgico de la geopolítica. Los activistas de la ayuda incondicional, la intervención humanitaria o de la justicia universal mitigan sus filípicas, confiesan el fracaso o llegan a la conclusión, como el ministro francés de Exteriores, Bernard Kouchner, de que la injerencia frente al principio de la soberanía nacional es problemática, propicia al doble rasero y casi siempre resulta decepcionante.
¿Cuál debe ser la respuesta ante el desafío a escala planetaria de estos nuevos actores del desorden internacional? Los estados fallidos surgen por doquier, exportan terrorismo y drogas, alimentan el tráfico de armas y mantienen abyectas dictaduras sobre poblaciones aherrojadas por la miseria. Los realistas, en la estela de Henry Kissinger, abogan por una estrategia de manos fuera, salvo colisión con intereses cruciales, para no distraer la atención de los problemas del equilibrio geopolítico. Otros piensan que la solución requiere una nueva forma de imperialismo con rostro humano.
DIVERSOS factores aconsejan una rápida reflexión y concertación para evitar que el desorden mundial se propague. Más allá de la ONU ineficaz. Las guerras regionales se eternizan, se disparan todos los tráficos ilegales y las presiones demográficas empiezan a ser insoportables, encarecen los recursos y alimentan migraciones caóticas. El estrés demográfico se concentra en ese arco que desde Pakistán y Afganistán llega hasta el Yemen, Palestina y el norte de África, sociedades islámicas donde se incuba el extremismo antioccidental.
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