Por Enrique Figaredo (EL CORREO DIGITAL, 27/05/08):
Desde el 19 de mayo más de 100 países, entre ellos España, se reúnen en Dublín para negociar un nuevo tratado internacional cuyo objetivo es la prohibición de las bombas racimo, un armamento que ‘produce un daño inaceptable’. El mayor peligro que representan es que son armas de saturación área con un efecto indiscriminado; es decir, están formadas por una bomba ‘contenedor’ que se abre en el aire dispersando cientos de submuniciones que, al caer, no distinguen entre los objetivos, alcanzando, en un 98% de las ocasiones, a civiles. Pero esto no es lo peor: una parte de las submuniciones no explotan y quedan esparcidas sin control por amplios territorios, prolongando indefinidamente las guerras, actuando como minas antipersonales y mutilando a personas muchos años después del término del conflicto.
El Papa, Benedicto XVI, aprovechó el día previo al inicio de la Conferencia en Dublín para realizar un último llamamiento, tras una larga serie de enérgicas condenas a estas armas, para alentar a las partes negociadoras a que promuevan «una convención que prohíba estos mortíferos artefactos», haciendo especial hincapié en que «gracias a la responsabilidad de todos los participantes se pueda alcanzar un instrumento internacional fuerte y creíble». Es este precisamente el gran desafío de la Conferencia de Dublín: que todos los gobiernos rechacen una versión ‘diluida’ de este tratado, y consigan que toda variante de las bombas de racimo queden prohibidas en virtud del mismo.
Las industrias del sector, y aquellos que defienden su utilidad, aseguran que los avances técnicos pueden lograr unas tasas de error (es decir, submuniciones que no explotan) inferiores al 1%, mejorando así la seguridad para los civiles. Sin embargo, esto nunca se ha demostrado en la práctica y en todos los casos las tasas de error han sido superiores. Incluso aunque se lograran esas tasas en laboratorio, hay que recordar que las condiciones reales durante un bombardeo son muy diferentes, e influyen la situación meteorológica, el tipo de terreno, los errores humanos. Un solo fallo ya sería inaceptable.
El borrador del tratado prohíbe el uso, la producción y la comercialización de estas armas, y establece un periodo de seis años para la destrucción de todo almacenaje. Prevé también la limpieza de zonas contaminadas -con una fecha límite- y la asistencia a las víctimas y a las comunidades afectadas. «Tal y como está redactado ahora, el borrador del tratado es fuerte e incluye una prohibición suficiente de las bombas racimo. Cualquier intento de diluirlo debe ser totalmente rechazado», según indica Steve Goose, director del departamento de armas de Human Rights Watch. «El tratado es una combinación potente de legislación humanitaria y de desarme, y prevé requisitos específicos para las acciones humanitarias sobre el terreno -explica Goose-. Tiene el potencial de salvar incontables vidas hoy y en las próximas generaciones».
Hay tres puntos de contención que surgirán en las dos semanas de negociación. Uno: algunos Estados -Dinamarca, Francia, Alemania, Japón, Países Bajos, Suecia, Suiza y Reino Unido- buscan excepciones a la prohibición para ciertas armas que tienen almacenadas, y argumentan que aún son necesarias para fines militares y que no producirán tanto daño como otras bombas de racimo. Dos: algunos países tratan de defender un ‘periodo de transición’ de más de siete años durante el cual podrían todavía utilizar bombas prohibidas. Su argumento es que no pueden prescindir de estas armas hasta que no hayan desarrollado alternativas militares. Los países que defienden con más fuerza esta tesis son Francia, Alemania, Japón, Suiza y Reino Unido, aun declarando que estas armas causan un daño inaceptable a los civiles. Tres: algunos Estados tratan de suprimir una disposición del tratado que prohíbe a los Estados firmantes asistir a otros que utilicen bombas de racimo durante operaciones militares conjuntas. Los que más defienden la tesis de la ‘interoperatividad’ son Australia, Canadá, Japón y Reino Unido. EE UU ha presionado sutilmente a muchos de sus aliados sobre esta cuestión.
En Dublín se encuentran 140 países negociadores que incluyen a la mayoría de los que más utilizan, producen o almacenan estas armas. Pero entre los que no están presentes figuran grandes potencias como EE UU, China, Rusia, India, Pakistán e Israel, todos ellos importantes productores de bombas de racimo. El Ejecutivo español tiene la ocasión de demostrar su compromiso con la paz mediante la prohibición total de este tipo de armamento en el ámbito nacional, y con su apoyo a un tratado integral en el internacional. Así demostraría que sitúa los derechos de las víctimas por encima de los intereses empresariales. Varias empresas españolas -Expal (Explosivos Alaveses S.A.) e Instalaza, con sede en Zaragoza- y entidades bancarias aún apoyan la producción de bombas de racimo. «La guerra en Camboya terminó en 1998, pero cada día entre dos y tres personas mueren o quedan mutiladas en el camino a la escuela, en los campos de arroz o en los bosques», explica desde su silla de ruedas Chan Neing, camboyano de 19 años que perdió las dos piernas y el brazo izquierdo mientras circulaba por un camino en el norte del país en 2005.
Desde el 19 de mayo más de 100 países, entre ellos España, se reúnen en Dublín para negociar un nuevo tratado internacional cuyo objetivo es la prohibición de las bombas racimo, un armamento que ‘produce un daño inaceptable’. El mayor peligro que representan es que son armas de saturación área con un efecto indiscriminado; es decir, están formadas por una bomba ‘contenedor’ que se abre en el aire dispersando cientos de submuniciones que, al caer, no distinguen entre los objetivos, alcanzando, en un 98% de las ocasiones, a civiles. Pero esto no es lo peor: una parte de las submuniciones no explotan y quedan esparcidas sin control por amplios territorios, prolongando indefinidamente las guerras, actuando como minas antipersonales y mutilando a personas muchos años después del término del conflicto.
El Papa, Benedicto XVI, aprovechó el día previo al inicio de la Conferencia en Dublín para realizar un último llamamiento, tras una larga serie de enérgicas condenas a estas armas, para alentar a las partes negociadoras a que promuevan «una convención que prohíba estos mortíferos artefactos», haciendo especial hincapié en que «gracias a la responsabilidad de todos los participantes se pueda alcanzar un instrumento internacional fuerte y creíble». Es este precisamente el gran desafío de la Conferencia de Dublín: que todos los gobiernos rechacen una versión ‘diluida’ de este tratado, y consigan que toda variante de las bombas de racimo queden prohibidas en virtud del mismo.
Las industrias del sector, y aquellos que defienden su utilidad, aseguran que los avances técnicos pueden lograr unas tasas de error (es decir, submuniciones que no explotan) inferiores al 1%, mejorando así la seguridad para los civiles. Sin embargo, esto nunca se ha demostrado en la práctica y en todos los casos las tasas de error han sido superiores. Incluso aunque se lograran esas tasas en laboratorio, hay que recordar que las condiciones reales durante un bombardeo son muy diferentes, e influyen la situación meteorológica, el tipo de terreno, los errores humanos. Un solo fallo ya sería inaceptable.
El borrador del tratado prohíbe el uso, la producción y la comercialización de estas armas, y establece un periodo de seis años para la destrucción de todo almacenaje. Prevé también la limpieza de zonas contaminadas -con una fecha límite- y la asistencia a las víctimas y a las comunidades afectadas. «Tal y como está redactado ahora, el borrador del tratado es fuerte e incluye una prohibición suficiente de las bombas racimo. Cualquier intento de diluirlo debe ser totalmente rechazado», según indica Steve Goose, director del departamento de armas de Human Rights Watch. «El tratado es una combinación potente de legislación humanitaria y de desarme, y prevé requisitos específicos para las acciones humanitarias sobre el terreno -explica Goose-. Tiene el potencial de salvar incontables vidas hoy y en las próximas generaciones».
Hay tres puntos de contención que surgirán en las dos semanas de negociación. Uno: algunos Estados -Dinamarca, Francia, Alemania, Japón, Países Bajos, Suecia, Suiza y Reino Unido- buscan excepciones a la prohibición para ciertas armas que tienen almacenadas, y argumentan que aún son necesarias para fines militares y que no producirán tanto daño como otras bombas de racimo. Dos: algunos países tratan de defender un ‘periodo de transición’ de más de siete años durante el cual podrían todavía utilizar bombas prohibidas. Su argumento es que no pueden prescindir de estas armas hasta que no hayan desarrollado alternativas militares. Los países que defienden con más fuerza esta tesis son Francia, Alemania, Japón, Suiza y Reino Unido, aun declarando que estas armas causan un daño inaceptable a los civiles. Tres: algunos Estados tratan de suprimir una disposición del tratado que prohíbe a los Estados firmantes asistir a otros que utilicen bombas de racimo durante operaciones militares conjuntas. Los que más defienden la tesis de la ‘interoperatividad’ son Australia, Canadá, Japón y Reino Unido. EE UU ha presionado sutilmente a muchos de sus aliados sobre esta cuestión.
En Dublín se encuentran 140 países negociadores que incluyen a la mayoría de los que más utilizan, producen o almacenan estas armas. Pero entre los que no están presentes figuran grandes potencias como EE UU, China, Rusia, India, Pakistán e Israel, todos ellos importantes productores de bombas de racimo. El Ejecutivo español tiene la ocasión de demostrar su compromiso con la paz mediante la prohibición total de este tipo de armamento en el ámbito nacional, y con su apoyo a un tratado integral en el internacional. Así demostraría que sitúa los derechos de las víctimas por encima de los intereses empresariales. Varias empresas españolas -Expal (Explosivos Alaveses S.A.) e Instalaza, con sede en Zaragoza- y entidades bancarias aún apoyan la producción de bombas de racimo. «La guerra en Camboya terminó en 1998, pero cada día entre dos y tres personas mueren o quedan mutiladas en el camino a la escuela, en los campos de arroz o en los bosques», explica desde su silla de ruedas Chan Neing, camboyano de 19 años que perdió las dos piernas y el brazo izquierdo mientras circulaba por un camino en el norte del país en 2005.
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