Por Julián Casanova, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza (EL PAÍS, 16/05/08):
El 14 de mayo de 1948, David Ben Gurion se convirtió en el primer jefe del nuevo Estado de Israel. Desde entonces, la coexistencia pacífica entre árabes y judíos, que era la base del plan para la partición de Palestina recomendado por la ONU, ha resultado imposible. Al mismo tiempo, en esas seis décadas, se ha producido una inversión del papel representado por los judíos en la historia: de víctimas y perseguidos, traumatizados por la experiencia del antisemitismo y sobre todo del genocidio puesto en marcha por la Alemania nazi durante la II Guerra Mundial, han pasado a ser los actores principales de una sistemática política de agresión contra sus vecinos árabes y de ocupación militar de sus territorios. El recuerdo del Holocausto, un exterminio racial sin comparación en la historia, es utilizado para hacer callar la oposición a esos actos de agresión del Estado de Israel. La historia y el debate político se funden en ese conflicto.
La hostilidad hacia la raza, la cultura y las tradiciones judías, presente en la historia del cristianismo desde el primer siglo de nuestra era, resurgió con fuerza a finales del siglo XIX en los imperios ruso y austrohúngaro y dividió profundamente a la sociedad francesa, que apenas contaba con residentes judíos, en la crisis política provocada por el affaire Dreyfus. Los judíos fueron identificados por el populismo conservador y católico, especialmente en países como Polonia y Francia, como los precursores del progreso y del capitalismo internacional que destruía los valores tradicionales del mundo rural. En Rusia, grupos organizados, apoyados por oficiales del ejército, asesinaron en esos años a numerosos judíos y saquearon sus propiedades.
Como respuesta a esa oleada de antisemitismo, emergió un movimiento sionista, creado por el húngaro Theodor Herzl, que se propuso como objetivo establecer una patria judía en Palestina, reviviendo una idea que siempre había estado presente en la diáspora de los judíos por Europa y Asia. Miles de judíos comenzaron a emigrar a ese territorio comprendido entre el río Jordán y el mar Mediterráneo, que estaba en poder del imperio otomano desde comienzos del siglo XVI, y la Organización Sionista Mundial, fundada en 1897 por el mismo Herzl, actuó como grupo de presión para convencer a los principales dirigentes políticos de la necesidad de crear ese Estado.
Al principio, los colonos judíos vivieron en paz con la población árabe allí asentada. Pero cuando después de la I Guerra Mundial, Palestina pasó a ser administrada por Gran Bretaña y tanto los árabes como los judíos vieron frustradas sus ansias de independencia, las tensiones entre los viejos pobladores, los nuevos colonos y las autoridades británicas aumentaron y alcanzaron su clímax a comienzos de los años cuarenta, coincidiendo con el Holocausto, en un periodo en el que casi 100.000 judíos llegaron ilegalmente a Palestina.
Gran Bretaña fue incapaz de ofrecer una solución al conflicto y en 1947 le pasó el problema a la recién creada ONU, en un escenario internacional de simpatía hacia el pueblo judío por su sufrimiento en los campos de concentración nazis. Los árabes palestinos, apoyados por todos los árabes de los países vecinos, rechazaron la independencia de Israel y al día siguiente de que Ben Gurion la declarara oficialmente, el país fue atacado por una coalición militar formada por Egipto, Siria, Líbano e Irak. Los judíos del nuevo Estado los derrotaron.
Comenzaba así la historia de Israel, con una guerra como acto fundacional. El principal desafío consistía en consolidar ese Estado independiente, en integrar a los numerosos grupos de inmigrantes que llegaban desde diferentes partes del mundo, en crear una agricultura y una economía que alimentara a esa creciente población, que ha pasado de menos de un millón de habitantes en diciembre de 1948 a más de siete millones en la actualidad. La economía agraria inicial, dominada por la intervención del Estado, evolucionó hacia la liberalización y el crecimiento económico acelerado, con un cambio generacional que incorporó desde finales de los años ochenta, frente al poder social y cultural de los ortodoxos rabinos, algunos de los valores del capitalismo occidental.
Todos esos logros, sin embargo, fueron acompañados, especialmente desde 1967, desde la Guerra de los Seis Días, por la ocupación militar de sus territorios vecinos. Israel reproduce de esa forma el método de conquista que esclavizó a los propios judíos en Europa en los años treinta y cuarenta. La resistencia por parte de los árabes, cada vez más violenta y organizada por grupos terroristas, es respondida por Israel con masivos castigos y ataques sobre la población civil. La derecha religiosa, basándose ella misma en principios racistas y de superioridad, rechaza los derechos nacionales de los palestinos.
Por otro lado, la memoria del trauma del Holocausto ha condicionado la posición de las democracias occidentales, que nunca se han opuesto enérgicamente a la política militar de Israel en los territorios ocupados. Resulta una paradoja de la historia, de la relación entre el pasado judío y el presente de Israel, que la idea del “espacio vital” haya sido utilizada por Israel con el fin de extender su base territorial, que quienes fueron víctimas sean ahora verdugos. Es un buen momento para recordarlo, sesenta años después de la creación del Estado de Israel.
El 14 de mayo de 1948, David Ben Gurion se convirtió en el primer jefe del nuevo Estado de Israel. Desde entonces, la coexistencia pacífica entre árabes y judíos, que era la base del plan para la partición de Palestina recomendado por la ONU, ha resultado imposible. Al mismo tiempo, en esas seis décadas, se ha producido una inversión del papel representado por los judíos en la historia: de víctimas y perseguidos, traumatizados por la experiencia del antisemitismo y sobre todo del genocidio puesto en marcha por la Alemania nazi durante la II Guerra Mundial, han pasado a ser los actores principales de una sistemática política de agresión contra sus vecinos árabes y de ocupación militar de sus territorios. El recuerdo del Holocausto, un exterminio racial sin comparación en la historia, es utilizado para hacer callar la oposición a esos actos de agresión del Estado de Israel. La historia y el debate político se funden en ese conflicto.
La hostilidad hacia la raza, la cultura y las tradiciones judías, presente en la historia del cristianismo desde el primer siglo de nuestra era, resurgió con fuerza a finales del siglo XIX en los imperios ruso y austrohúngaro y dividió profundamente a la sociedad francesa, que apenas contaba con residentes judíos, en la crisis política provocada por el affaire Dreyfus. Los judíos fueron identificados por el populismo conservador y católico, especialmente en países como Polonia y Francia, como los precursores del progreso y del capitalismo internacional que destruía los valores tradicionales del mundo rural. En Rusia, grupos organizados, apoyados por oficiales del ejército, asesinaron en esos años a numerosos judíos y saquearon sus propiedades.
Como respuesta a esa oleada de antisemitismo, emergió un movimiento sionista, creado por el húngaro Theodor Herzl, que se propuso como objetivo establecer una patria judía en Palestina, reviviendo una idea que siempre había estado presente en la diáspora de los judíos por Europa y Asia. Miles de judíos comenzaron a emigrar a ese territorio comprendido entre el río Jordán y el mar Mediterráneo, que estaba en poder del imperio otomano desde comienzos del siglo XVI, y la Organización Sionista Mundial, fundada en 1897 por el mismo Herzl, actuó como grupo de presión para convencer a los principales dirigentes políticos de la necesidad de crear ese Estado.
Al principio, los colonos judíos vivieron en paz con la población árabe allí asentada. Pero cuando después de la I Guerra Mundial, Palestina pasó a ser administrada por Gran Bretaña y tanto los árabes como los judíos vieron frustradas sus ansias de independencia, las tensiones entre los viejos pobladores, los nuevos colonos y las autoridades británicas aumentaron y alcanzaron su clímax a comienzos de los años cuarenta, coincidiendo con el Holocausto, en un periodo en el que casi 100.000 judíos llegaron ilegalmente a Palestina.
Gran Bretaña fue incapaz de ofrecer una solución al conflicto y en 1947 le pasó el problema a la recién creada ONU, en un escenario internacional de simpatía hacia el pueblo judío por su sufrimiento en los campos de concentración nazis. Los árabes palestinos, apoyados por todos los árabes de los países vecinos, rechazaron la independencia de Israel y al día siguiente de que Ben Gurion la declarara oficialmente, el país fue atacado por una coalición militar formada por Egipto, Siria, Líbano e Irak. Los judíos del nuevo Estado los derrotaron.
Comenzaba así la historia de Israel, con una guerra como acto fundacional. El principal desafío consistía en consolidar ese Estado independiente, en integrar a los numerosos grupos de inmigrantes que llegaban desde diferentes partes del mundo, en crear una agricultura y una economía que alimentara a esa creciente población, que ha pasado de menos de un millón de habitantes en diciembre de 1948 a más de siete millones en la actualidad. La economía agraria inicial, dominada por la intervención del Estado, evolucionó hacia la liberalización y el crecimiento económico acelerado, con un cambio generacional que incorporó desde finales de los años ochenta, frente al poder social y cultural de los ortodoxos rabinos, algunos de los valores del capitalismo occidental.
Todos esos logros, sin embargo, fueron acompañados, especialmente desde 1967, desde la Guerra de los Seis Días, por la ocupación militar de sus territorios vecinos. Israel reproduce de esa forma el método de conquista que esclavizó a los propios judíos en Europa en los años treinta y cuarenta. La resistencia por parte de los árabes, cada vez más violenta y organizada por grupos terroristas, es respondida por Israel con masivos castigos y ataques sobre la población civil. La derecha religiosa, basándose ella misma en principios racistas y de superioridad, rechaza los derechos nacionales de los palestinos.
Por otro lado, la memoria del trauma del Holocausto ha condicionado la posición de las democracias occidentales, que nunca se han opuesto enérgicamente a la política militar de Israel en los territorios ocupados. Resulta una paradoja de la historia, de la relación entre el pasado judío y el presente de Israel, que la idea del “espacio vital” haya sido utilizada por Israel con el fin de extender su base territorial, que quienes fueron víctimas sean ahora verdugos. Es un buen momento para recordarlo, sesenta años después de la creación del Estado de Israel.
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