Por Manuel J. Borja-Villel, director del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (ABC, 17/05/08):
Primera imagen. Winston Smith se dispone a escribir un diario, una práctica que en su mundo puede llegar a ser castigada con la pena de muerte. La escritura es un acto de rebeldía a través del cual este personaje intenta derrocar el poder que oprime la sociedad en la que vive. Claramente estamos hablando del libro de George Orwell 1984. Publicado en 1949, en él se perfila un mundo centrado en la producción, en el que las relaciones sociales se forman alrededor del trabajo y las libertades individuales han sido anuladas por el poder oligárquico del Estado. Se nos muestra que, bajo la promesa de un futuro mejor, existe una realidad terrible en la que se han suprimido las libertades esenciales de los ciudadanos. Ese poder es exterior, permanece oculto a la gente y la finalidad del autor no es otra que sacarlo a la luz. Para Orwell, como para una gran parte de su generación, la verdad es autónoma y su sola presencia conlleva el cambio y transformación de la humanidad. Como sabemos, este texto es un reflejo literario de los diversos fascismos que recorrieron Europa durante los años treinta y supusieron la respuesta del capital a la Revolución de Octubre y la crisis del 29, esto es, la estatalización total de las relaciones de producción y la militarización del trabajo y la vida.
Segunda imagen. Una multitud de ciudadanos se concentra alrededor de Kingdom Come, un centro comercial a las afueras de Londres. Su única identidad viene definida por el deseo de consumir. El consumo es lo que les mueve a unirse, compartir sueños y valores, esperanzas y placeres. La imagen está extraída de Kingdom Come, una novela también de ciencia ficción escrita por James G. Ballard hace un par de años. En ella su autor nos describe una vida hastiada de la severidad de la modernidad y de su pretendida solidaridad, en la que los centros comerciales, rebosantes de pantallas, letreros luminosos y reclamos comerciales, se han convertido en las catedrales de nuestra época. Simbolizan una nueva forma política de masas. En el centro comercial no hay sentido del pasado ni responsabilidad hacia el futuro, sino sólo un presente continuo, propulsado por el placer de la compra y el intercambio.
Si la sociedad agobiante de la novela de Orwell está íntimamente relacionada con la que arrasó Europa en las primeras décadas del siglo pasado, constituyendo algunos de los momentos más oscuros de nuestra historia reciente, la ciudad que describe Ballard es totalmente contemporánea. Las dos se sitúan en lugares distópicos. Tanto Orwell como Ballard intentan predecir y exorcizar un futuro inmediato que perciben como amenaza; pero ahora no hay ningún gran hermano oculto, cuya identidad y modo de actuación podamos desvelar. En ambos relatos el ciudadano como sujeto político es sustituido por la masa. En un caso permanece paralizado por un Estado militar, en el otro hipnotizado por el consumo. Sin embargo, en la situación actual la represión no es externa, no nos viene infligida desde arriba o desde un pretendido Ministerio del Interior, sino que somos nosotros mismos quienes generamos nuestros propios actos de coerción. Más aún, éstos dejan de ser necesarios. «¿Para qué sirve la libertad de expresión cuando no hay nada que decir?» comenta uno de los personajes de Ballard. «Hablemos claro, la mayoría de la gente no tiene nada que decir, y lo sabe. ¿Para qué queremos la privacidad si ésta se ha convertido en una prisión personalizada? El consumismo es una empresa colectiva. Lo que la gente busca (en el centro comercial) es compartir y celebrar, estar juntos. Cuando vamos a comprar somos parte de un ritual colectivo.»
¿Qué ha pasado en los cincuenta años que separan las dos novelas? ¿Qué ha ocurrido para que pasemos de una sociedad autoritaria en que la cultura y el arte tenían una capacidad liberadora a otra que ha interiorizado la represión y en la que las imágenes son objetos de consumo? Básicamente estos cinco lustros son los que separan un ámbito moderno de otro postmoderno. Si antes un cierto tipo de arte, como el que proclamaba Adorno, implicaba un espacio de resistencia, hoy se muestra débil ante la capacidad del sistema por absorber y transformar las actitudes en formas y objetos, y éstos en mercancías. Los espacios de libertad que los artistas anhelaban se han convertido a menudo en nuevas condiciones de trabajo e incluso de explotación. Si la crítica social de los años sesenta y setenta imaginaba un futuro en el que trabajo, placer, ocio y negocio confluían y superaban la alienación del mundo moderno, ese deseo se hizo realidad en los años ochenta y noventa. Pero no como se había imaginado, sino como su doble negativo. El carácter de apertura de esta crítica no sólo ya no constituye un compromiso de libertad y positividad, sino que es su impedimento. No es una promesa de liberación, sino la premisa sobre la que se asienta el neoliberalismo.
En este contexto, no es casualidad que la crítica institucional que tuvo su función durante los sesenta y setenta haya dejado de tener sentido y que cualquier posición de resistencia se deba plantear no desde fuera del sistema, sino desde esta multitud y sobreabundancia de actos cognitivos de los cuales la propia crítica forma parte. La esfera pública ha sido sustituida por su manifestación exarcebada: la publicidad. Y para ésta no hay reglas éticas ni orientaciones que se sitúen más allá de la eficacia del intelecto general, esto es, que no tengan como función la generación de riqueza y no de subjetividades. De ahí el predominio, en nuestra época, del oportunismo, el cinismo e incluso el miedo.
Cada momento histórico parece haber exorcizado sus fantasmas a través de la construcción de una iconografía propia. Desde las pinturas negras de Goya al Guernica de Picasso, el arte nos ha ayudado a entender nuestro mundo, a explicarlo y combatirlo. Esto ha sido especialmente así en épocas de gran tensión social: guerras civiles, mundiales, holocausto, guerra fría, etc. El terror, el miedo y a la vez fascinación que produjo en el ser humano la explosión de la bomba atómica, por ejemplo, quedaron plasmados en un sinfín de pinturas, fotografías y textos durante los años cincuenta y sesenta. Ahora bien, no cabe duda de que la tarea de escoger alguna obra de este tipo nos resultaría hoy seguramente mucho más difícil. Y quizás si Goya hubiese nacido en nuestro tiempo no habría realizado ni Los fusilamientos del 3 de mayo ni otras pinturas de esta naturaleza. Carecerían de sentido porque habrían nacido ya como etiquetas, como cháchara, por utilizar la expresión de Heidegger, no como grito de rabia y crítica social.
Para Heidegger el mundo contemporáneo sufre dos formas de sociabilidad que él llama in-auténticas: la charla, que consiste en un no situarse en el mundo; y la curiosidad, que es la fascinación por lo nuevo, la incapacidad de recogimiento. No es casualidad que estos dos aspectos parezcan dominar la cultura presente, con ese continuo organizar eventos en los que lo importante es la novedad y lo social más que el posicionamiento y la discusión. No sólo lo mediático y mediocre se han instalado en nuestro tiempo, sino que constituyen su forma de reproducción y sociabilidad. Hemos pasado de las imágenes de la guerra ala guerra de las imágenes. Tal vez ésa es la razón por la que muchos artistas centran su trabajo en el análisis de las propias estructuras de visibilidad a través de las cuales el poder tiende a perpetuarse a sí mismo. Pero justamente ésta es la causa de la debilidad de una parte del arte actual: su predictibilidad, el hecho de que sea demasiado pedagógico e institucional, su determinación por ser arte. En períodos como el que nos ha tocado vivir parece que los artistas más interesantes son aquellos capaces de generar en nosotros imágenes, alegorías y textos sin aumentar el ya de por sí inflacionario mundo de iconos y etiquetas que nos rodea. El mejor artista, el más comprometido, no sería así aquel que pintase el Dos de Mayo, sino el que no lo hiciera. Y es que el silencio de Marcel Duchamp deviene hoy más elocuente que nunca.
Primera imagen. Winston Smith se dispone a escribir un diario, una práctica que en su mundo puede llegar a ser castigada con la pena de muerte. La escritura es un acto de rebeldía a través del cual este personaje intenta derrocar el poder que oprime la sociedad en la que vive. Claramente estamos hablando del libro de George Orwell 1984. Publicado en 1949, en él se perfila un mundo centrado en la producción, en el que las relaciones sociales se forman alrededor del trabajo y las libertades individuales han sido anuladas por el poder oligárquico del Estado. Se nos muestra que, bajo la promesa de un futuro mejor, existe una realidad terrible en la que se han suprimido las libertades esenciales de los ciudadanos. Ese poder es exterior, permanece oculto a la gente y la finalidad del autor no es otra que sacarlo a la luz. Para Orwell, como para una gran parte de su generación, la verdad es autónoma y su sola presencia conlleva el cambio y transformación de la humanidad. Como sabemos, este texto es un reflejo literario de los diversos fascismos que recorrieron Europa durante los años treinta y supusieron la respuesta del capital a la Revolución de Octubre y la crisis del 29, esto es, la estatalización total de las relaciones de producción y la militarización del trabajo y la vida.
Segunda imagen. Una multitud de ciudadanos se concentra alrededor de Kingdom Come, un centro comercial a las afueras de Londres. Su única identidad viene definida por el deseo de consumir. El consumo es lo que les mueve a unirse, compartir sueños y valores, esperanzas y placeres. La imagen está extraída de Kingdom Come, una novela también de ciencia ficción escrita por James G. Ballard hace un par de años. En ella su autor nos describe una vida hastiada de la severidad de la modernidad y de su pretendida solidaridad, en la que los centros comerciales, rebosantes de pantallas, letreros luminosos y reclamos comerciales, se han convertido en las catedrales de nuestra época. Simbolizan una nueva forma política de masas. En el centro comercial no hay sentido del pasado ni responsabilidad hacia el futuro, sino sólo un presente continuo, propulsado por el placer de la compra y el intercambio.
Si la sociedad agobiante de la novela de Orwell está íntimamente relacionada con la que arrasó Europa en las primeras décadas del siglo pasado, constituyendo algunos de los momentos más oscuros de nuestra historia reciente, la ciudad que describe Ballard es totalmente contemporánea. Las dos se sitúan en lugares distópicos. Tanto Orwell como Ballard intentan predecir y exorcizar un futuro inmediato que perciben como amenaza; pero ahora no hay ningún gran hermano oculto, cuya identidad y modo de actuación podamos desvelar. En ambos relatos el ciudadano como sujeto político es sustituido por la masa. En un caso permanece paralizado por un Estado militar, en el otro hipnotizado por el consumo. Sin embargo, en la situación actual la represión no es externa, no nos viene infligida desde arriba o desde un pretendido Ministerio del Interior, sino que somos nosotros mismos quienes generamos nuestros propios actos de coerción. Más aún, éstos dejan de ser necesarios. «¿Para qué sirve la libertad de expresión cuando no hay nada que decir?» comenta uno de los personajes de Ballard. «Hablemos claro, la mayoría de la gente no tiene nada que decir, y lo sabe. ¿Para qué queremos la privacidad si ésta se ha convertido en una prisión personalizada? El consumismo es una empresa colectiva. Lo que la gente busca (en el centro comercial) es compartir y celebrar, estar juntos. Cuando vamos a comprar somos parte de un ritual colectivo.»
¿Qué ha pasado en los cincuenta años que separan las dos novelas? ¿Qué ha ocurrido para que pasemos de una sociedad autoritaria en que la cultura y el arte tenían una capacidad liberadora a otra que ha interiorizado la represión y en la que las imágenes son objetos de consumo? Básicamente estos cinco lustros son los que separan un ámbito moderno de otro postmoderno. Si antes un cierto tipo de arte, como el que proclamaba Adorno, implicaba un espacio de resistencia, hoy se muestra débil ante la capacidad del sistema por absorber y transformar las actitudes en formas y objetos, y éstos en mercancías. Los espacios de libertad que los artistas anhelaban se han convertido a menudo en nuevas condiciones de trabajo e incluso de explotación. Si la crítica social de los años sesenta y setenta imaginaba un futuro en el que trabajo, placer, ocio y negocio confluían y superaban la alienación del mundo moderno, ese deseo se hizo realidad en los años ochenta y noventa. Pero no como se había imaginado, sino como su doble negativo. El carácter de apertura de esta crítica no sólo ya no constituye un compromiso de libertad y positividad, sino que es su impedimento. No es una promesa de liberación, sino la premisa sobre la que se asienta el neoliberalismo.
En este contexto, no es casualidad que la crítica institucional que tuvo su función durante los sesenta y setenta haya dejado de tener sentido y que cualquier posición de resistencia se deba plantear no desde fuera del sistema, sino desde esta multitud y sobreabundancia de actos cognitivos de los cuales la propia crítica forma parte. La esfera pública ha sido sustituida por su manifestación exarcebada: la publicidad. Y para ésta no hay reglas éticas ni orientaciones que se sitúen más allá de la eficacia del intelecto general, esto es, que no tengan como función la generación de riqueza y no de subjetividades. De ahí el predominio, en nuestra época, del oportunismo, el cinismo e incluso el miedo.
Cada momento histórico parece haber exorcizado sus fantasmas a través de la construcción de una iconografía propia. Desde las pinturas negras de Goya al Guernica de Picasso, el arte nos ha ayudado a entender nuestro mundo, a explicarlo y combatirlo. Esto ha sido especialmente así en épocas de gran tensión social: guerras civiles, mundiales, holocausto, guerra fría, etc. El terror, el miedo y a la vez fascinación que produjo en el ser humano la explosión de la bomba atómica, por ejemplo, quedaron plasmados en un sinfín de pinturas, fotografías y textos durante los años cincuenta y sesenta. Ahora bien, no cabe duda de que la tarea de escoger alguna obra de este tipo nos resultaría hoy seguramente mucho más difícil. Y quizás si Goya hubiese nacido en nuestro tiempo no habría realizado ni Los fusilamientos del 3 de mayo ni otras pinturas de esta naturaleza. Carecerían de sentido porque habrían nacido ya como etiquetas, como cháchara, por utilizar la expresión de Heidegger, no como grito de rabia y crítica social.
Para Heidegger el mundo contemporáneo sufre dos formas de sociabilidad que él llama in-auténticas: la charla, que consiste en un no situarse en el mundo; y la curiosidad, que es la fascinación por lo nuevo, la incapacidad de recogimiento. No es casualidad que estos dos aspectos parezcan dominar la cultura presente, con ese continuo organizar eventos en los que lo importante es la novedad y lo social más que el posicionamiento y la discusión. No sólo lo mediático y mediocre se han instalado en nuestro tiempo, sino que constituyen su forma de reproducción y sociabilidad. Hemos pasado de las imágenes de la guerra ala guerra de las imágenes. Tal vez ésa es la razón por la que muchos artistas centran su trabajo en el análisis de las propias estructuras de visibilidad a través de las cuales el poder tiende a perpetuarse a sí mismo. Pero justamente ésta es la causa de la debilidad de una parte del arte actual: su predictibilidad, el hecho de que sea demasiado pedagógico e institucional, su determinación por ser arte. En períodos como el que nos ha tocado vivir parece que los artistas más interesantes son aquellos capaces de generar en nosotros imágenes, alegorías y textos sin aumentar el ya de por sí inflacionario mundo de iconos y etiquetas que nos rodea. El mejor artista, el más comprometido, no sería así aquel que pintase el Dos de Mayo, sino el que no lo hiciera. Y es que el silencio de Marcel Duchamp deviene hoy más elocuente que nunca.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario