Por Daniel Innerarity es profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza y autor de El nuevo espacio público (EL PAÍS, 14/05/08):
Alguien dijo una vez que cuando un profesor de Oxford se refería a la decadencia de Occidente, en realidad estaba pensando en lo malo que era el servicio doméstico. La apelación a los valores sirve para llamar la atención sobre realidades valiosas, pero también para otras muchas cosas, algunas de muy poco valor en sí, pero de gran utilidad para quien lo realiza, como obtener alguna ventaja particular o para esquivar el punto de vista de los derechos, siempre más comprometido. La causa principal de que el recurso a los valores sea hoy tan recurrente probablemente haya que buscarla en una huida frente a la complejidad. Quien no se aclara, alivia su incomodidad instalándose en alguna evidencia que sea poco discutible. La queja moral apunta a una situación general de pérdida de valores, relativismo, consumismo, desorientación, insolidaridad, hedonismo, deslealtad, tradiciones que se abandonan. En todas partes parecen quebrarse estructuras, consensos y autoridades. Las clases sociales se difuminan y la sociedad pierde cohesión, las empresas se volatilizan en tramas virtuales, el poder del Estado se debilita, los electores son de poco fiar.
Ahora bien, el público que escucha con agrado los diagnósticos sobre la crisis de valores suele estar afectado de una carencia de conciencia histórica. Una opinión bastante extendida tiende a suponer que vivimos en un tiempo de cuestionamiento y crisis. Nuestro presente sería algo así como un momento crítico, entre el ya no y el todavía no. Ya no creemos las grandes representaciones del pasado, pero todavía no hemos conseguido sustituirlas por otras. El presente sería una especie de tierra de nadie entre las seguridades tranquilizadoras del pasado y las que sólo podemos esperar del futuro. Creo que este análisis es completamente ilusorio; responde a una ilusión que, por cierto, no es un invento nuestro, sino probablemente una característica más o menos común a todo tipo de presente.
Lo cierto es que desde hace algún tiempo, los principales partidos de nuestras sociedades democráticas, sean conservadores o progresistas, parecen tentados por volver a dar un lugar central a la defensa de los “valores morales”. Esta apelación jugó un papel determinante en la reelección de Bush en noviembre de 2004, pero tampoco se trata de una peculiaridad norteamericana, pues hace tiempo que los valores morales ocupan también un lugar central en las campañas electorales europeas.
Este fenómeno de “moralización” de la vida pública se puede observar en manifestaciones muy diferentes, y cualquiera podría añadir otras muchas a las pocas que voy a mencionar aquí. Las pastorales de los obisposdeclinan una cruzada contra un supuesto relativismo moral y ofrecen unas orientaciones que en su literalidad no reflejan más que lugares comunes y en su contexto funcionan como tomas de partido. Por otro lado, la creciente judicialización de la política no tiene su origen en la garantía de los derechos y libertades, sino en la protección de unos valores que son entendidos de manera que precariza tales derechos y libertades.
También el fallido Tratado Constitucional de la Unión Europea apelaba a los valores comunes, concitando en torno a ellos la aprobación tanto de sus partidarios como de sus detractores. De esta manera, parecía darse a Europa una suerte de identidad sentimental más allá de los intereses económicos y de las abstracciones jurídico-políticas. Debió parecer más afectivo que el lenguaje frío de los derechos y los principios, más fácil de comprender y susceptible de generar la adhesión.
Este énfasis en los ideales y valores sobre las reglas y derechos no deja de ser significativo. En estos y otros ejemplos se advierte cómo el recurso a la moral debilita otros puntos de vista y otros niveles de realidad que son muy importantes, como la política o el derecho, cuya lógica específica no se acierta a respetar.
Pero tampoco en el inventario de los valores preferidos están todos los que son. De entrada, lo que en estos debates se llaman “valores morales” suelen ser aquellos que conciben tradicionalmente los conservadores y del modo como los conciben (familia, patria, vida, seguridad, mérito, orden, autoridad…), pero no otros que están más bien en el campo contrario y que no parecen menos importantes, como servicio público, universalidad, libre consentimiento, responsabilidad o solidaridad. Probablemente, el hecho de que la agenda pública del debate acerca de los valores se centre más en los primeros que en los segundos sea una concesión intelectual de los progresistas a los conservadores, una de las más flagrantes, ni la primera ni la única.
Mientras no se revisen esta y otras concesiones, el espacio de la discusión política seguirá sembrado de esas ventajas y desigualdades en materia de reputación que dificultan enormemente una confrontación equilibrada. No es tanto la abstención lo que perjudica a la izquierda, como suele decirse, sino la selectividad con la que se definen las prioridades morales.
Hay quien sólo verá en esta apelación generalizada a los valores un ejercicio de oportunismo y, si esta interpretación fuera la correcta, no tendríamos demasiados motivos para preocuparnos. A lo largo de la historia, los seres humanos hemos justificado hasta lo menos justificable apelando a los valores morales. Pero habría que preguntarse si con la actual inflación de discursos morales no se está poniendo de manifiesto algo más ideológico e inquietante para las democracias contemporáneas. Y es que el discurso de los valores puede ser la expresión de un cuestionamiento de la prioridad que en una sociedad democrática le corresponde a los derechos, el consentimiento, las garantías y las libertades individuales. Cuando hay una cultura política débil, la apelación a los valores en general, incluso aunque esté aparentemente destinada a fundar los derechos y libertades, acaba paradójicamente en el resultado opuesto: contestando los derechos y fragilizando las libertades individuales. El lenguaje de los valores es utilizado para reducir el espacio de la política, no para fundar los derechos sino para ponerlos en cuestión, como es el caso, por ejemplo, de la apelación a la familia, al trabajo o a la seguridad.
Tal vez no sea moralmente correcto llamar la atención sobre la falta de evidencia de unos valores a los que se apela como realidades incontrovertibles, o advertir que el acuerdo sólo durará lo que tardemos en abandonar la generalidad de los principios y descender al áspero terreno de las concreciones. Se arriesga uno a pasar por alguien de convicciones escasas. Pero si hay que tener cuidado con los valores no es porque no existan, sino porque hay demasiados, es decir, en competencia, necesitados de concreción y equilibrio.
El cuidado con los valores es la mejor prueba de que se los aprecia y respeta. En la anécdota maliciosa que contaba al principio, el profesor de Oxford estaba pensando en otra cosa cuando hablaba de crisis de valores; nuestros actuales orientadores en materia moral están pensando en cómo recortar algún derecho o en cómo introducir un punto de vista particular y discutible como si fuera una verdad evidente. Se olvidan interesadamente de que hay un debate sobre el “valor de los valores”, e incluso un uso expresamente ideológico del lenguaje moral frente a la lógica de los derechos y deberes. No respetan a quien discrepa porque tampoco respetan la riqueza y complejidad de esos valores bajo cuya protección se encuentran siempre instalados con tanta comodidad.
Alguien dijo una vez que cuando un profesor de Oxford se refería a la decadencia de Occidente, en realidad estaba pensando en lo malo que era el servicio doméstico. La apelación a los valores sirve para llamar la atención sobre realidades valiosas, pero también para otras muchas cosas, algunas de muy poco valor en sí, pero de gran utilidad para quien lo realiza, como obtener alguna ventaja particular o para esquivar el punto de vista de los derechos, siempre más comprometido. La causa principal de que el recurso a los valores sea hoy tan recurrente probablemente haya que buscarla en una huida frente a la complejidad. Quien no se aclara, alivia su incomodidad instalándose en alguna evidencia que sea poco discutible. La queja moral apunta a una situación general de pérdida de valores, relativismo, consumismo, desorientación, insolidaridad, hedonismo, deslealtad, tradiciones que se abandonan. En todas partes parecen quebrarse estructuras, consensos y autoridades. Las clases sociales se difuminan y la sociedad pierde cohesión, las empresas se volatilizan en tramas virtuales, el poder del Estado se debilita, los electores son de poco fiar.
Ahora bien, el público que escucha con agrado los diagnósticos sobre la crisis de valores suele estar afectado de una carencia de conciencia histórica. Una opinión bastante extendida tiende a suponer que vivimos en un tiempo de cuestionamiento y crisis. Nuestro presente sería algo así como un momento crítico, entre el ya no y el todavía no. Ya no creemos las grandes representaciones del pasado, pero todavía no hemos conseguido sustituirlas por otras. El presente sería una especie de tierra de nadie entre las seguridades tranquilizadoras del pasado y las que sólo podemos esperar del futuro. Creo que este análisis es completamente ilusorio; responde a una ilusión que, por cierto, no es un invento nuestro, sino probablemente una característica más o menos común a todo tipo de presente.
Lo cierto es que desde hace algún tiempo, los principales partidos de nuestras sociedades democráticas, sean conservadores o progresistas, parecen tentados por volver a dar un lugar central a la defensa de los “valores morales”. Esta apelación jugó un papel determinante en la reelección de Bush en noviembre de 2004, pero tampoco se trata de una peculiaridad norteamericana, pues hace tiempo que los valores morales ocupan también un lugar central en las campañas electorales europeas.
Este fenómeno de “moralización” de la vida pública se puede observar en manifestaciones muy diferentes, y cualquiera podría añadir otras muchas a las pocas que voy a mencionar aquí. Las pastorales de los obisposdeclinan una cruzada contra un supuesto relativismo moral y ofrecen unas orientaciones que en su literalidad no reflejan más que lugares comunes y en su contexto funcionan como tomas de partido. Por otro lado, la creciente judicialización de la política no tiene su origen en la garantía de los derechos y libertades, sino en la protección de unos valores que son entendidos de manera que precariza tales derechos y libertades.
También el fallido Tratado Constitucional de la Unión Europea apelaba a los valores comunes, concitando en torno a ellos la aprobación tanto de sus partidarios como de sus detractores. De esta manera, parecía darse a Europa una suerte de identidad sentimental más allá de los intereses económicos y de las abstracciones jurídico-políticas. Debió parecer más afectivo que el lenguaje frío de los derechos y los principios, más fácil de comprender y susceptible de generar la adhesión.
Este énfasis en los ideales y valores sobre las reglas y derechos no deja de ser significativo. En estos y otros ejemplos se advierte cómo el recurso a la moral debilita otros puntos de vista y otros niveles de realidad que son muy importantes, como la política o el derecho, cuya lógica específica no se acierta a respetar.
Pero tampoco en el inventario de los valores preferidos están todos los que son. De entrada, lo que en estos debates se llaman “valores morales” suelen ser aquellos que conciben tradicionalmente los conservadores y del modo como los conciben (familia, patria, vida, seguridad, mérito, orden, autoridad…), pero no otros que están más bien en el campo contrario y que no parecen menos importantes, como servicio público, universalidad, libre consentimiento, responsabilidad o solidaridad. Probablemente, el hecho de que la agenda pública del debate acerca de los valores se centre más en los primeros que en los segundos sea una concesión intelectual de los progresistas a los conservadores, una de las más flagrantes, ni la primera ni la única.
Mientras no se revisen esta y otras concesiones, el espacio de la discusión política seguirá sembrado de esas ventajas y desigualdades en materia de reputación que dificultan enormemente una confrontación equilibrada. No es tanto la abstención lo que perjudica a la izquierda, como suele decirse, sino la selectividad con la que se definen las prioridades morales.
Hay quien sólo verá en esta apelación generalizada a los valores un ejercicio de oportunismo y, si esta interpretación fuera la correcta, no tendríamos demasiados motivos para preocuparnos. A lo largo de la historia, los seres humanos hemos justificado hasta lo menos justificable apelando a los valores morales. Pero habría que preguntarse si con la actual inflación de discursos morales no se está poniendo de manifiesto algo más ideológico e inquietante para las democracias contemporáneas. Y es que el discurso de los valores puede ser la expresión de un cuestionamiento de la prioridad que en una sociedad democrática le corresponde a los derechos, el consentimiento, las garantías y las libertades individuales. Cuando hay una cultura política débil, la apelación a los valores en general, incluso aunque esté aparentemente destinada a fundar los derechos y libertades, acaba paradójicamente en el resultado opuesto: contestando los derechos y fragilizando las libertades individuales. El lenguaje de los valores es utilizado para reducir el espacio de la política, no para fundar los derechos sino para ponerlos en cuestión, como es el caso, por ejemplo, de la apelación a la familia, al trabajo o a la seguridad.
Tal vez no sea moralmente correcto llamar la atención sobre la falta de evidencia de unos valores a los que se apela como realidades incontrovertibles, o advertir que el acuerdo sólo durará lo que tardemos en abandonar la generalidad de los principios y descender al áspero terreno de las concreciones. Se arriesga uno a pasar por alguien de convicciones escasas. Pero si hay que tener cuidado con los valores no es porque no existan, sino porque hay demasiados, es decir, en competencia, necesitados de concreción y equilibrio.
El cuidado con los valores es la mejor prueba de que se los aprecia y respeta. En la anécdota maliciosa que contaba al principio, el profesor de Oxford estaba pensando en otra cosa cuando hablaba de crisis de valores; nuestros actuales orientadores en materia moral están pensando en cómo recortar algún derecho o en cómo introducir un punto de vista particular y discutible como si fuera una verdad evidente. Se olvidan interesadamente de que hay un debate sobre el “valor de los valores”, e incluso un uso expresamente ideológico del lenguaje moral frente a la lógica de los derechos y deberes. No respetan a quien discrepa porque tampoco respetan la riqueza y complejidad de esos valores bajo cuya protección se encuentran siempre instalados con tanta comodidad.
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