Por Andoni Pérez Ayala (EL CORREO DIGITAL, 07/05/08):
El relevo presidencial en Rusia, con el acceso a la jefatura del Estado de Dimitri Medvédev, se ha realizado, en esta ocasión, en condiciones de normalidad institucional, tras las recientes elecciones presidenciales de marzo, precedidas poco antes por las legislativas a la Duma (diciembre de 2007). Esta normalidad institucional en el relevo presidencial es el primer dato a reseñar, ya que ello contrasta con el accidentado acceso a la presidencia de sus dos predecesores en el cargo. Tanto por lo que se refiere a su antecesor inmediato y actual presidente saliente, Vladímir Putin, quien accede de forma imprevista (diciembre de 1999) a la jefatura del Estado como consecuencia de la dimisión por sorpresa, poco antes de finalizar su mandato, de Borís Yeltsin, como por lo que se refiere a este último, que ocupa la presidencia de la naciente Federación rusa en el marco del tumultuoso proceso que sigue a la descomposición de la URSS.
El periodo que se abre a partir de ahora con el mandato presidencial de Medvédev ha de ser encuadrado en el marco del complejo proceso político que viene desarrollándose en Rusia desde comienzos de la pasada década. Cabe distinguir en él, hasta ahora, dos fases, claramente diferenciadas, que se corresponden con los mandatos de los dos anteriores presidentes y que van a presentar características muy distintas. La primera de ellas viene marcada por el peculiar anarcoautoritarismo que caracterizó el ejercicio del poder bajo el caótico mandato presidencial de Yeltsin a lo largo de década de los noventa. A continuación, la reacción a esta situación de caos institucional dará lugar, bajo el doble mandato presidencial de Putin (2000-2008), a una política que, de acuerdo con los expresivos términos que a éste le gustaba utilizar, tenía como objetivo prioritario el restablecimiento de la verticalidad del poder.
Los sucesivos cambios en la institución presidencial, así como las implicaciones políticas que puedan derivarse de ellos, han de ser evaluados teniendo en cuenta el lugar que ocupa el presidente en el sistema institucional diseñado, hace ya tres lustros, por la actual Constitución rusa. No hay que olvidar que Rusia se ha configurado, de acuerdo con la referida norma constitucional, como un régimen de marcado signo presidencialista que reserva al presidente un importante bloque de poderes efectivos. Un presidencialismo, además, muy ’sui generis’ como consecuencia directa del accidentado y particularmente conflictivo proceso en el que se gestó, en circunstancias que incluso podrían considerarse de dudosa homologación de acuerdo con criterios de constitucionalidad, el texto constitucional que finalmente entraría en vigor en diciembre de 1993, dos años después de la disolución de la URSS.
Entre los rasgos característicos del peculiar modelo presidencialista ruso, hay que reseñar la forma de articular las relaciones entre la jefatura del Estado y del Gobierno; cuestión ésta que adquiere ahora la máxima actualidad dada la personalidad de quien está llamado a ocupar, en los próximos años, la jefatura del Ejecutivo, habiendo ocupado hasta ahora la del Estado. No suele ser nada normal esta sucesión en el desempeño de los dos cargos políticos más importantes del país; sobre todo, cuando se accede a la jefatura del Gobierno desde la del Estado (a la inversa habría sido más fácil de comprender), como ocurre en esta ocasión con Putin. Es posible que ello no sea sino el reflejo de una situación en la que todavía existe un déficit apreciable en cuanto a la consecución de la plena normalización política.
Conviene tener presente que en el actual esquema institucional ruso el jefe de Gobierno ocupa el lugar que se asigna a esta institución en un sistema de marcado signo presidencialista en el que, como es lógico, el presidente -Putin hasta ahora, Medvédev a partir de ahora- tiene una posición de claro predominio institucional sobre cualquier otro órgano estatal. Así lo corrobora el hecho de que sea el presidente el que nombra al jefe del Gobierno, al que también puede destituir en el momento que lo estime oportuno; que la propia Constitución reserve expresamente al ámbito del poder presidencial las políticas esenciales del Estado -exterior y de defensa, entre otras- o que prevea también que la política del Ejecutivo se desarrollará no sólo en el marco de la Constitución y las leyes, sino también de los ukases (decretos) presidencial. En definitiva, el jefe de Gobierno viene configurado constitucionalmente como un cualificado colaborador, por importante que sea, del presidente.
En este marco, la peculiar cohabitación Medvédev-Putin que se inaugura con el relevo presidencial que acaba de producirse plantea una serie de interrogantes sobre su viabilidad efectiva en el futuro próximo. Es evidente que, aunque las previsiones constitucionales sitúen al presidente Medvédev en una posición de preeminencia institucional sobre el nuevo jefe de Gobierno Putin, es éste el que, de hecho, sigue teniendo un claro predominio político sobre aquél; posición reforzada últimamente, además, con el reciente nombramiento de Putin como líder indiscutido de la formación política -Rusia Unida- que sustenta al Ejecutivo al tiempo que aglutina a una amplia mayoría de la Duma (más de dos tercios), sin que exista apenas oposición. En estas condiciones, que son las que realmente se dan en Rusia en el momento presente, la eventualidad de que puedan producirse situaciones conflictivas derivadas de la bicefalia en la cúpula del poder es un riesgo que no cabe descartar.
Las propias características del aún no consolidado sistema de partidos ruso, fuertemente descompensado debido a la debilidad de la oposición y de carácter marcadamente unipolar en torno a la formación política encabezada por el propio jefe de Gobierno, como se ha puesto de manifiesto en las recientes elecciones a la Duma, contribuyen a reforzar la posición de éste. Todo parece indicar, además, por la forma en que Putin ha accedido últimamente a la jefatura del partido -sin ser miembro de él-, que en la relación Gobierno-partido éste se contempla con carácter instrumental en relación con aquél; lo que si bien a corto plazo sitúa al jefe de Gobierno en una posición que le permite gobernar con mayor comodidad, no contribuye nada a la solución de uno de los problemas estructurales del proceso político ruso, como es la consolidación de sus fuerzas políticas y de un sistema de partidos capaz de articular y garantizar el funcionamiento estable del sistema político.
La peculiar cohabitación Medvédev-Putin que se inicia tras este relevo presidencial puede ser también una forma original de dar una respuesta pragmática, adaptada a las especiales condiciones rusas, al delicado problema de la sucesión en la cúpula del poder; sin duda una de las cuestiones más sensibles en los primeros periodos de la vida de los regímenes políticos que, como es el caso de la Rusia actual, aún no ha sido despejada de forma definitiva. Conviene no olvidar que se trata de una cuestión que, como muestra la experiencia comparada al respecto, de no tener la respuesta adecuada en su momento, puede llegar a bloquear por completo el desarrollo del proceso político y el funcionamiento del sistema institucional; sobre todo cuando éste no está suficientemente asentado, como es el caso en la Rusia actual.
En cualquier caso, este periodo de peculiar cohabitación que se abre a partir de ahora va a ser la verdadera prueba para la continuidad institucional del sistema político ruso, aún carente del rodaje necesario para afianzar el grado suficiente de consolidación estable. Éste es precisamente el principal reto que tiene planteado el nuevo tándem Medvédev-Putin al frente de las jefaturas del Estado y del Gobierno rusos durante los próximos años. Una estabilidad institucional que interesa, en primer lugar, a los propios rusos antes que a nadie; pero que también interesa a todos y, muy particularmente, de forma especial, a los europeos, a quienes por razones obvias no puede resultarnos ajena la evolución del curso de los acontecimientos en Rusia.
El relevo presidencial en Rusia, con el acceso a la jefatura del Estado de Dimitri Medvédev, se ha realizado, en esta ocasión, en condiciones de normalidad institucional, tras las recientes elecciones presidenciales de marzo, precedidas poco antes por las legislativas a la Duma (diciembre de 2007). Esta normalidad institucional en el relevo presidencial es el primer dato a reseñar, ya que ello contrasta con el accidentado acceso a la presidencia de sus dos predecesores en el cargo. Tanto por lo que se refiere a su antecesor inmediato y actual presidente saliente, Vladímir Putin, quien accede de forma imprevista (diciembre de 1999) a la jefatura del Estado como consecuencia de la dimisión por sorpresa, poco antes de finalizar su mandato, de Borís Yeltsin, como por lo que se refiere a este último, que ocupa la presidencia de la naciente Federación rusa en el marco del tumultuoso proceso que sigue a la descomposición de la URSS.
El periodo que se abre a partir de ahora con el mandato presidencial de Medvédev ha de ser encuadrado en el marco del complejo proceso político que viene desarrollándose en Rusia desde comienzos de la pasada década. Cabe distinguir en él, hasta ahora, dos fases, claramente diferenciadas, que se corresponden con los mandatos de los dos anteriores presidentes y que van a presentar características muy distintas. La primera de ellas viene marcada por el peculiar anarcoautoritarismo que caracterizó el ejercicio del poder bajo el caótico mandato presidencial de Yeltsin a lo largo de década de los noventa. A continuación, la reacción a esta situación de caos institucional dará lugar, bajo el doble mandato presidencial de Putin (2000-2008), a una política que, de acuerdo con los expresivos términos que a éste le gustaba utilizar, tenía como objetivo prioritario el restablecimiento de la verticalidad del poder.
Los sucesivos cambios en la institución presidencial, así como las implicaciones políticas que puedan derivarse de ellos, han de ser evaluados teniendo en cuenta el lugar que ocupa el presidente en el sistema institucional diseñado, hace ya tres lustros, por la actual Constitución rusa. No hay que olvidar que Rusia se ha configurado, de acuerdo con la referida norma constitucional, como un régimen de marcado signo presidencialista que reserva al presidente un importante bloque de poderes efectivos. Un presidencialismo, además, muy ’sui generis’ como consecuencia directa del accidentado y particularmente conflictivo proceso en el que se gestó, en circunstancias que incluso podrían considerarse de dudosa homologación de acuerdo con criterios de constitucionalidad, el texto constitucional que finalmente entraría en vigor en diciembre de 1993, dos años después de la disolución de la URSS.
Entre los rasgos característicos del peculiar modelo presidencialista ruso, hay que reseñar la forma de articular las relaciones entre la jefatura del Estado y del Gobierno; cuestión ésta que adquiere ahora la máxima actualidad dada la personalidad de quien está llamado a ocupar, en los próximos años, la jefatura del Ejecutivo, habiendo ocupado hasta ahora la del Estado. No suele ser nada normal esta sucesión en el desempeño de los dos cargos políticos más importantes del país; sobre todo, cuando se accede a la jefatura del Gobierno desde la del Estado (a la inversa habría sido más fácil de comprender), como ocurre en esta ocasión con Putin. Es posible que ello no sea sino el reflejo de una situación en la que todavía existe un déficit apreciable en cuanto a la consecución de la plena normalización política.
Conviene tener presente que en el actual esquema institucional ruso el jefe de Gobierno ocupa el lugar que se asigna a esta institución en un sistema de marcado signo presidencialista en el que, como es lógico, el presidente -Putin hasta ahora, Medvédev a partir de ahora- tiene una posición de claro predominio institucional sobre cualquier otro órgano estatal. Así lo corrobora el hecho de que sea el presidente el que nombra al jefe del Gobierno, al que también puede destituir en el momento que lo estime oportuno; que la propia Constitución reserve expresamente al ámbito del poder presidencial las políticas esenciales del Estado -exterior y de defensa, entre otras- o que prevea también que la política del Ejecutivo se desarrollará no sólo en el marco de la Constitución y las leyes, sino también de los ukases (decretos) presidencial. En definitiva, el jefe de Gobierno viene configurado constitucionalmente como un cualificado colaborador, por importante que sea, del presidente.
En este marco, la peculiar cohabitación Medvédev-Putin que se inaugura con el relevo presidencial que acaba de producirse plantea una serie de interrogantes sobre su viabilidad efectiva en el futuro próximo. Es evidente que, aunque las previsiones constitucionales sitúen al presidente Medvédev en una posición de preeminencia institucional sobre el nuevo jefe de Gobierno Putin, es éste el que, de hecho, sigue teniendo un claro predominio político sobre aquél; posición reforzada últimamente, además, con el reciente nombramiento de Putin como líder indiscutido de la formación política -Rusia Unida- que sustenta al Ejecutivo al tiempo que aglutina a una amplia mayoría de la Duma (más de dos tercios), sin que exista apenas oposición. En estas condiciones, que son las que realmente se dan en Rusia en el momento presente, la eventualidad de que puedan producirse situaciones conflictivas derivadas de la bicefalia en la cúpula del poder es un riesgo que no cabe descartar.
Las propias características del aún no consolidado sistema de partidos ruso, fuertemente descompensado debido a la debilidad de la oposición y de carácter marcadamente unipolar en torno a la formación política encabezada por el propio jefe de Gobierno, como se ha puesto de manifiesto en las recientes elecciones a la Duma, contribuyen a reforzar la posición de éste. Todo parece indicar, además, por la forma en que Putin ha accedido últimamente a la jefatura del partido -sin ser miembro de él-, que en la relación Gobierno-partido éste se contempla con carácter instrumental en relación con aquél; lo que si bien a corto plazo sitúa al jefe de Gobierno en una posición que le permite gobernar con mayor comodidad, no contribuye nada a la solución de uno de los problemas estructurales del proceso político ruso, como es la consolidación de sus fuerzas políticas y de un sistema de partidos capaz de articular y garantizar el funcionamiento estable del sistema político.
La peculiar cohabitación Medvédev-Putin que se inicia tras este relevo presidencial puede ser también una forma original de dar una respuesta pragmática, adaptada a las especiales condiciones rusas, al delicado problema de la sucesión en la cúpula del poder; sin duda una de las cuestiones más sensibles en los primeros periodos de la vida de los regímenes políticos que, como es el caso de la Rusia actual, aún no ha sido despejada de forma definitiva. Conviene no olvidar que se trata de una cuestión que, como muestra la experiencia comparada al respecto, de no tener la respuesta adecuada en su momento, puede llegar a bloquear por completo el desarrollo del proceso político y el funcionamiento del sistema institucional; sobre todo cuando éste no está suficientemente asentado, como es el caso en la Rusia actual.
En cualquier caso, este periodo de peculiar cohabitación que se abre a partir de ahora va a ser la verdadera prueba para la continuidad institucional del sistema político ruso, aún carente del rodaje necesario para afianzar el grado suficiente de consolidación estable. Éste es precisamente el principal reto que tiene planteado el nuevo tándem Medvédev-Putin al frente de las jefaturas del Estado y del Gobierno rusos durante los próximos años. Una estabilidad institucional que interesa, en primer lugar, a los propios rusos antes que a nadie; pero que también interesa a todos y, muy particularmente, de forma especial, a los europeos, a quienes por razones obvias no puede resultarnos ajena la evolución del curso de los acontecimientos en Rusia.
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