Por Vicente Palacio de Oteyza, subdirector del Observatorio de Política Exterior Española (Opex) de la Fundación Alternativas (EL PAÍS, 14/05/08):
Esta primavera, en Washington, DC, se diría que el efecto Obama ha tenido influencia hasta en el florecimiento de los cerezos en las orillas del río Potomac. Tal es la intensa vida política a la que ha despertado un país que vivía aletargado por el miedo desde el 11-S. Aunque esto es sólo una parte del paisaje. Cuando George W. Bush deje el cargo en enero de 2009, el próximo presidente tendrá que lidiar con el legado del incremento de la desigualdad, abordar una seria reestructuración económica y financiera -y del complejo militar-, y revertir la pésima imagen internacional de Estados Unidos. Con este horizonte, surgen dudas sobre un cambio de rumbo positivo.
Para el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, mucho de lo que está pasando en la política norteamericana le sitúa del lado bueno de la historia y le facilita la tarea de pasar página, a partir de enero de 2009, a un mal capítulo de la turbulenta historia de las relaciones hispano-norteamericanas, especialmente si la victoria cae del lado demócrata. De hecho, ya ha comenzado a tantear el entorno de los candidatos, como lo prueba la última visita a Washington del ex secretario de Estado de Exteriores y hoy secretario general de La Moncloa, Bernardino León.
Pero sería bueno replantear en profundidad la cooperación mutua, y con un discurso que vaya más allá de la filosofía de la sospecha al uso. La era del segundo Bush ha acentuado aún más nuestra ignorancia o indiferencia sobre lo que está pasando realmente en la primera potencia mundial. Una encuesta reciente del German Marshall Fund arroja un escuálido 36% de conformidad europea con la idea de un liderazgo estadounidense, y probablemente la mayoría del espectro de centro-izquierda que ha revalidado el proyecto ZP se sitúa en torno a esa cifra. Distanciamiento que contrasta fuertemente con el buen feeling entre dos sociedades española y estadounidense en el plano empresarial -EE UU es nuestro primer inversor extranjero y el sexto cliente comercial o cultural-, el nuevo redescubrimiento mutuo entre estudiantes y jóvenes élites profesionales, y la potencialidad de los 40 millones de hispanohablantes al norte del río Bravo.
A corto plazo, problemas tales como la crisis inmobiliaria, el desempleo o la gestión de la inmigración van a crear un curioso juego de espejos entre los dos países, y no está claro que en nuestro país el impacto involutivo vaya a ser menor. Así que puede haber llegado el momento de un discurso abierto y cosmopolita, que facilite a EE UU el liderazgo de un New Deal global acorde con su tradición interna de libertades y equilibrio de poderes. Pero a la parte española nos falta lo que más gusta a los norteamericanos: iniciativas.
El nuevo Gobierno español ya ha manifestado cuáles serán sus prioridades para esta legislatura, y a partir de ahí cabe explorar algunos puentes en el Potomac. El más inmediato es el de la colaboración en medioambiente y en energías renovables. Tanto o más que los ataques a las Torres Gemelas, lo que ha mostrado a los norteamericanos su vulnerabilidad han sido los signos cotidianos del cambio climático, los desastres naturales como el huracán Katrina de Nueva Orleans o la dependencia de un petróleo por las nubes.
Ironías de la historia, EE UU vuelve al mismo punto donde se quedó el candidato Al Gore en 2001. La preocupación por la sostenibilidad del planeta puede ser la manera en que Norteamérica vuelva a asomarse al mundo, y para España y Europa, el hilo conductor para reintegrar a EE UU al multilateralismo. Mediante la apuesta por una división del trabajo del mapa energético europeo, España puede salirle al encuentro con una actitud directa de coliderazgo en la lucha contra el cambio climático, por un pacto posKyoto y por alianzas estratégicas en energías renovables. De hecho, empresas españolas de tecnología punta lideran allí la inversión extranjera en los sectores eólico y solar. Juntos podemos aprender mucho: EE UU posee una industria floreciente de empresas verdes, con Estados pioneros como California, donde una cuarta parte de la población es hispanohablante.
Un segundo ámbito de encuentro es el de la seguridad. Con independencia de quién ocupe el Despacho Oval, EE UU aumentará aún más el gasto en Defensa para reforzar un ejército diezmado a causa del empantanamiento en Irak y Afganistán. Esa tendencia se puede reorientar sin embargo desde Europa para neutralizar su aplicación belicista. España debe estar en primera fila, comprometiendo más gasto europeo en la gestión de misiones y votando para desbloquear las disputas técnicas entre EE UU y Europa en servicios e industria, con el fin de formar alianzas estratégicas entre empresas ligadas a la defensa para las aplicaciones civiles.
Sobre todo, hay que poner fin a una cierta indefinición estratégica que arrastramos desde hace tiempo. El giro de Francia hacia un mayor protagonismo en la OTAN a cambio de poder avanzar en una defensa europea autónoma puede ser aprovechado por España para integrarse en ésta y de paso plantear a EE UU la pertinencia de superar el Convenio de Defensa bilateral vigente de 1988, herencia última del pacto entre Eisenhower y Franco en la Guerra Fría. El Convenio ha de renovarse en febrero de 2011, y sería bueno aprovechar ese momento para otanizar las bases estadounidenses. A cambio, podemos poner sobre la mesa, sin complejos, algo de mucha utilidad para EE UU: nuestro compromiso con una diplomacia europea de paz y negociación, y la cooperación en materia de inteligencia.
El tercer puente es latinoamericano. Ahí, el gran reto para España es influir con su visión europea del desarrollo de la región, ofreciendo una alternativa clara a la tentación proteccionista que trata de frenar el desempleo en Estados influyentes como Pensilvania y Ohio. Desde el lado demócrata, se amaga con la retirada de los Tratados de Libre Comercio bilaterales con países andinos y centroamericanos, o incluso del área de Libre Comercio con México y Canadá, a lo que podría añadirse una caída en las remesas y la inversión exterior a causa de la crisis. Lo único positivo de todo esto es la toma de conciencia en EE UU de la necesidad de regular la globalización, de la insuficiencia del libre mercado para garantizar el desarrollo y de la importancia de las políticas públicas para la cohesión social. La crisis que sacude a EE UU podría tener un efecto virtuoso en su relación con Latinoamérica, si la sociedad norteamericana interioriza la necesidad de reforzar el pilar redistributivo, una vez que ponga en marcha la reforma de su sistema de Seguridad Social para sacar de la intemperie a 40 millones de ciudadanos.
En la Cumbre Transatlántica que se celebrará durante la presidencia española del Consejo Europeo, en el primer semestre de 2010, España podría vender la idea de la cohesión social para América Latina a la nueva Administración norteamericana, e implicar a EE UU en políticas conjuntas, bilaterales y con la UE hacia la región. Podría crearse una sinergia con los programas de las Cumbres Iberoamericana y Euro-Latinoamericana de ese año, y entre las diversas secretarías de Estado del Ministerio de Exteriores y Cooperación español.
Otro ámbito a no olvidar es el de la promoción democrática y de los derechos humanos, de larga tradición en los gobiernos y la sociedad civil norteamericana, pero de escasa consistencia en el caso español, muy probablemente debido a nuestro corto periplo democrático. Existe mucho terreno para desarrollar programas en áreas geográficas y países clave para ambos. Antes, habría que sentarse para acordar una definición común de las democracias, los límites de la presión a los regímenes autoritarios, o de la construcción democrática desde la base social, con el foco puesto especialmente en Latinoamérica.
En cuanto al Magreb y Oriente Medio, España puede proponer acciones puntuales conjuntas para la integración de los movimientos islamistas en el juego político.
Hay que empezar ya. Los puentes del río Potomac son tal vez más demócratas que republicanos, pero, en cualquier caso, hay que cruzarlos a tiempo. De lo contrario, algo o alguien puede ocuparlos, o pueden caerse.
Esta primavera, en Washington, DC, se diría que el efecto Obama ha tenido influencia hasta en el florecimiento de los cerezos en las orillas del río Potomac. Tal es la intensa vida política a la que ha despertado un país que vivía aletargado por el miedo desde el 11-S. Aunque esto es sólo una parte del paisaje. Cuando George W. Bush deje el cargo en enero de 2009, el próximo presidente tendrá que lidiar con el legado del incremento de la desigualdad, abordar una seria reestructuración económica y financiera -y del complejo militar-, y revertir la pésima imagen internacional de Estados Unidos. Con este horizonte, surgen dudas sobre un cambio de rumbo positivo.
Para el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, mucho de lo que está pasando en la política norteamericana le sitúa del lado bueno de la historia y le facilita la tarea de pasar página, a partir de enero de 2009, a un mal capítulo de la turbulenta historia de las relaciones hispano-norteamericanas, especialmente si la victoria cae del lado demócrata. De hecho, ya ha comenzado a tantear el entorno de los candidatos, como lo prueba la última visita a Washington del ex secretario de Estado de Exteriores y hoy secretario general de La Moncloa, Bernardino León.
Pero sería bueno replantear en profundidad la cooperación mutua, y con un discurso que vaya más allá de la filosofía de la sospecha al uso. La era del segundo Bush ha acentuado aún más nuestra ignorancia o indiferencia sobre lo que está pasando realmente en la primera potencia mundial. Una encuesta reciente del German Marshall Fund arroja un escuálido 36% de conformidad europea con la idea de un liderazgo estadounidense, y probablemente la mayoría del espectro de centro-izquierda que ha revalidado el proyecto ZP se sitúa en torno a esa cifra. Distanciamiento que contrasta fuertemente con el buen feeling entre dos sociedades española y estadounidense en el plano empresarial -EE UU es nuestro primer inversor extranjero y el sexto cliente comercial o cultural-, el nuevo redescubrimiento mutuo entre estudiantes y jóvenes élites profesionales, y la potencialidad de los 40 millones de hispanohablantes al norte del río Bravo.
A corto plazo, problemas tales como la crisis inmobiliaria, el desempleo o la gestión de la inmigración van a crear un curioso juego de espejos entre los dos países, y no está claro que en nuestro país el impacto involutivo vaya a ser menor. Así que puede haber llegado el momento de un discurso abierto y cosmopolita, que facilite a EE UU el liderazgo de un New Deal global acorde con su tradición interna de libertades y equilibrio de poderes. Pero a la parte española nos falta lo que más gusta a los norteamericanos: iniciativas.
El nuevo Gobierno español ya ha manifestado cuáles serán sus prioridades para esta legislatura, y a partir de ahí cabe explorar algunos puentes en el Potomac. El más inmediato es el de la colaboración en medioambiente y en energías renovables. Tanto o más que los ataques a las Torres Gemelas, lo que ha mostrado a los norteamericanos su vulnerabilidad han sido los signos cotidianos del cambio climático, los desastres naturales como el huracán Katrina de Nueva Orleans o la dependencia de un petróleo por las nubes.
Ironías de la historia, EE UU vuelve al mismo punto donde se quedó el candidato Al Gore en 2001. La preocupación por la sostenibilidad del planeta puede ser la manera en que Norteamérica vuelva a asomarse al mundo, y para España y Europa, el hilo conductor para reintegrar a EE UU al multilateralismo. Mediante la apuesta por una división del trabajo del mapa energético europeo, España puede salirle al encuentro con una actitud directa de coliderazgo en la lucha contra el cambio climático, por un pacto posKyoto y por alianzas estratégicas en energías renovables. De hecho, empresas españolas de tecnología punta lideran allí la inversión extranjera en los sectores eólico y solar. Juntos podemos aprender mucho: EE UU posee una industria floreciente de empresas verdes, con Estados pioneros como California, donde una cuarta parte de la población es hispanohablante.
Un segundo ámbito de encuentro es el de la seguridad. Con independencia de quién ocupe el Despacho Oval, EE UU aumentará aún más el gasto en Defensa para reforzar un ejército diezmado a causa del empantanamiento en Irak y Afganistán. Esa tendencia se puede reorientar sin embargo desde Europa para neutralizar su aplicación belicista. España debe estar en primera fila, comprometiendo más gasto europeo en la gestión de misiones y votando para desbloquear las disputas técnicas entre EE UU y Europa en servicios e industria, con el fin de formar alianzas estratégicas entre empresas ligadas a la defensa para las aplicaciones civiles.
Sobre todo, hay que poner fin a una cierta indefinición estratégica que arrastramos desde hace tiempo. El giro de Francia hacia un mayor protagonismo en la OTAN a cambio de poder avanzar en una defensa europea autónoma puede ser aprovechado por España para integrarse en ésta y de paso plantear a EE UU la pertinencia de superar el Convenio de Defensa bilateral vigente de 1988, herencia última del pacto entre Eisenhower y Franco en la Guerra Fría. El Convenio ha de renovarse en febrero de 2011, y sería bueno aprovechar ese momento para otanizar las bases estadounidenses. A cambio, podemos poner sobre la mesa, sin complejos, algo de mucha utilidad para EE UU: nuestro compromiso con una diplomacia europea de paz y negociación, y la cooperación en materia de inteligencia.
El tercer puente es latinoamericano. Ahí, el gran reto para España es influir con su visión europea del desarrollo de la región, ofreciendo una alternativa clara a la tentación proteccionista que trata de frenar el desempleo en Estados influyentes como Pensilvania y Ohio. Desde el lado demócrata, se amaga con la retirada de los Tratados de Libre Comercio bilaterales con países andinos y centroamericanos, o incluso del área de Libre Comercio con México y Canadá, a lo que podría añadirse una caída en las remesas y la inversión exterior a causa de la crisis. Lo único positivo de todo esto es la toma de conciencia en EE UU de la necesidad de regular la globalización, de la insuficiencia del libre mercado para garantizar el desarrollo y de la importancia de las políticas públicas para la cohesión social. La crisis que sacude a EE UU podría tener un efecto virtuoso en su relación con Latinoamérica, si la sociedad norteamericana interioriza la necesidad de reforzar el pilar redistributivo, una vez que ponga en marcha la reforma de su sistema de Seguridad Social para sacar de la intemperie a 40 millones de ciudadanos.
En la Cumbre Transatlántica que se celebrará durante la presidencia española del Consejo Europeo, en el primer semestre de 2010, España podría vender la idea de la cohesión social para América Latina a la nueva Administración norteamericana, e implicar a EE UU en políticas conjuntas, bilaterales y con la UE hacia la región. Podría crearse una sinergia con los programas de las Cumbres Iberoamericana y Euro-Latinoamericana de ese año, y entre las diversas secretarías de Estado del Ministerio de Exteriores y Cooperación español.
Otro ámbito a no olvidar es el de la promoción democrática y de los derechos humanos, de larga tradición en los gobiernos y la sociedad civil norteamericana, pero de escasa consistencia en el caso español, muy probablemente debido a nuestro corto periplo democrático. Existe mucho terreno para desarrollar programas en áreas geográficas y países clave para ambos. Antes, habría que sentarse para acordar una definición común de las democracias, los límites de la presión a los regímenes autoritarios, o de la construcción democrática desde la base social, con el foco puesto especialmente en Latinoamérica.
En cuanto al Magreb y Oriente Medio, España puede proponer acciones puntuales conjuntas para la integración de los movimientos islamistas en el juego político.
Hay que empezar ya. Los puentes del río Potomac son tal vez más demócratas que republicanos, pero, en cualquier caso, hay que cruzarlos a tiempo. De lo contrario, algo o alguien puede ocuparlos, o pueden caerse.
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