Por Ángel Expósito Mora, director de ABC (ABC, 21/05/08):
Los terremotos que desde el lunes 12 de mayo asuelan la provincia china de Sichuan y lo que no sabemos de otras zonas del oeste del país están mostrando al mundo una realidad del milagro chino que muchos no quieren o no queríamos ver. Y es que tras los rascacielos en Pekín o Shangai, detrás de los Juegos Olímpicos y de los cerca de 300 millones de almas que habitan en el epicentro del milagro, nada menos que mil millones de personas sobreviven en la China real. Lo único positivo del desastre es que lo estamos viendo, y no es poco, a diferencia del tifón de Birmania.
Pero esa China no es la que vemos en los telediarios, ni la que elogiamos desde la intelectualidad económica occidental. No lo es para una inmensa mayoría de chinos.
No se trata, al menos por mi parte, de poner en duda la inmensidad de la cultura y las tradiciones orientales porque basta con pasear por los lagos del Palacio de Verano, por la Ciudad Prohibida, imaginar a las hordas mongolas atacando la muralla al norte de Pekín o sobrecogerse con los bonsáis centenarios de cualquier museo local, para comprender la grandeza de esa civilización. Pero de ahí a aplaudir a la mayor dictadura que ha conocido la Humanidad y que aplasta bajo la bota del Partido al menos a mil quinientos millones de personas debe ir un abismo. Pensemos por partes:
Se calcula que 100 millones de personas forman la categoría de «ricos». Obviamente, como me comentó un famoso bodeguero español, «si consiguiéramos colocar una botella de vino en cada una de esas familias, una vez al año, reventaríamos nuestra producción y el mercado mundial». Esta es una de las claves de lo que está pasando porque junto a estos millonarios coexisten otros casi 300 millones de personas en la rica costa Este y provincias cercanas. El problema explota cuando se piensa en los otros más de mil millones que subsisten entre ese Oriente hasta el Hindukush o desde la Mongolia Interior del norte hasta el Tíbet al sur; por no hablar de la paupérrima Jiangxi o de la ya devastada y hasta hace una semana productiva Sichuan.
Los derechos humanos en China, por ser diplomáticos, dejan mucho que desear, a pesar de su inclusión en la Constitución. Y si no existen para la generalidad de los chinos, qué decir para las mujeres. Ser mujer en China, en la China real que no la milagrera, es un horror. Conviene recordarlo en este Occidente y en especial en este nuestro país, donde la igualdad se ha convertido, por suerte, en una bandera. No hay mayor vergüenza para la Humanidad que pensar en los millares de niñas recién nacidas ahogadas, sí, sí, ahogadas en cualquiera de los miles de pantanos del país.
Es más; preguntémonos: ¿cómo se nos ha podido olvidar tan rápidamente lo que pasó en la plaza de Tiananmen el 4 de junio de 1989? ¿Qué fue de los miles de estudiantes tiroteados en los alrededores de aquel lugar? Caminar hoy por esa inmensa explanada entre los vendedores de agua embotellada por ellos mismos y entre cientos de soldados marchando por parejas, marcialmente, deteniéndose cada diez pasos, es toda una experiencia. Y el colmo: ¿cómo puede ser que anualmente sean sentenciadas a muerte más de 10.000 personas y no digamos nada?
La historia de China es tan inmensa como sobrecogedora, más o menos como la historia de cualquier gran civilización de la Humanidad. Desde las infinitas dinastías y el mítico Quin Shi Hyangdy y sus guerreros de Terracota antes de Cristo, hasta la revolución de Mao, pasando por los miles de navegantes que acompañaron al almirante Zheng He en el siglo XV. Todo inmenso, a lo grande. El problema es que, en ese mismo sentido, la fuerza sigue siendo igual. ¿Quién manda sobre quién: el Ejército chino sobre el Partido Comunista o el PCC sobre las Fuerzas Armadas? Lo más lógico es pensar en la retroalimentación, porque si pensamos en el enemigo de ese gigantesco Ejército, concluiremos que los malos no están fuera, sino dentro. Y es que se trata de unas Fuerzas Armadas pensadas para el interior, dispuestas a marchar al Tíbet y controlar los accesos a miles de kilómetros o preparados para ser filmados lanzándose en paracaídas sobre Sichuan, como si los efectos de un terremoto se paliaran con un destacamento de «paracas» en un informativo de televisión.
En China, la antigua división maoísta entre chinos agrícolas y no agrícolas se sustituye poco a poco por la que clasifica a los habitantes entre biológicos y no biológicos o, lo que sería lo mismo, entre los que habitan en la China profunda y los que viven en el milagro. Pero lo cierto es que incluso los que llegan a las inmensas selvas de rascacielos también sufren lo suyo. O si no, investiguemos en los sistemas de producción de los polígonos industriales que cercan las capitales y, más en concreto, en la inmigración que desde el interior malvive y se humilla en guetos urbanos de millones de personas.
Todo ello a la vez que el auténtico poder chino se expande por el sur de Sudán y explota el petróleo del infierno centroafricano; controla la producción de coltán en el este de la República Democrática del Congo y se expande por ciudades como Malabo, donde ya se leen más carteles en chino que en español.
Basta recorrer cualquier capital de la China profunda para sorprenderse de los cientos de coches blindados y con cristales tintados importados de Alemania que circulan entre bicicletas cochambrosas y autobuses atestados. Son los vehículos oficiales, pero también los coches de «los hijos de los rojos». Porque allí, la gente normal y corriente, los mil millones que cité anteriormente, denominan «hijos de los rojos» a los descendientes de los cargos del partido. Ellos sí tienen derecho al apartamento en el rascacielos, al visado para salir al extranjero, a la matrícula universitaria y a la propiedad privada.
Por no hablar del control que bajo una falsa libertad religiosa llevan a cabo los delegados del partido. Visitar el principal templo budista de Pekín ayuda a poner en su sitio la mezcla entre la fascinación del turista occidental, el cinismo del controlador y la devoción de quienes se atreven a orar entre el incienso. Otro ejemplo son las pagodas oficiales, como la de Nanchang, donde una planta es templo, otra sala de exposiciones, y la principal, museo de Mao. En el fondo, lo que subyace es el miedo del aparato a que la religión sirva al pueblo como lo hizo en Polonia.
Y todo lo anterior a la vez que los soldados se afanan por oler los frascos de los turistas como método «científico» para detectar epidemias; al tiempo que las limpiadoras apartan las escupideras de los hoteles de cinco estrellas o de los edificios oficiales; que cerca de 20.000 censores navegan por internet para cancelar páginas y que la estadounidense Wal-Mart no para de abrir centros comerciales.
Insisto. No se trata de cuestionar la tradición, la historia o la civilización de China. Nadie puede soñar más con aquel país que quienes moriremos con un pedazo de China en el corazón. Nadie. Ni siquiera se puede añorar la democracia occidental en un territorio como el chino.
Como deduce el ensayista francés Guy Sorman, el problema está en el miedo, porque los chinos tienen miedo, y los que han sobrevivido a los casi 100.000 muertos del terremoto de Sichuan, más aún. La realidad que ha destapado el seísmo no debería ocultarse tras unos Juegos Olímpicos o tras un mal llamado milagro.
Los terremotos que desde el lunes 12 de mayo asuelan la provincia china de Sichuan y lo que no sabemos de otras zonas del oeste del país están mostrando al mundo una realidad del milagro chino que muchos no quieren o no queríamos ver. Y es que tras los rascacielos en Pekín o Shangai, detrás de los Juegos Olímpicos y de los cerca de 300 millones de almas que habitan en el epicentro del milagro, nada menos que mil millones de personas sobreviven en la China real. Lo único positivo del desastre es que lo estamos viendo, y no es poco, a diferencia del tifón de Birmania.
Pero esa China no es la que vemos en los telediarios, ni la que elogiamos desde la intelectualidad económica occidental. No lo es para una inmensa mayoría de chinos.
No se trata, al menos por mi parte, de poner en duda la inmensidad de la cultura y las tradiciones orientales porque basta con pasear por los lagos del Palacio de Verano, por la Ciudad Prohibida, imaginar a las hordas mongolas atacando la muralla al norte de Pekín o sobrecogerse con los bonsáis centenarios de cualquier museo local, para comprender la grandeza de esa civilización. Pero de ahí a aplaudir a la mayor dictadura que ha conocido la Humanidad y que aplasta bajo la bota del Partido al menos a mil quinientos millones de personas debe ir un abismo. Pensemos por partes:
Se calcula que 100 millones de personas forman la categoría de «ricos». Obviamente, como me comentó un famoso bodeguero español, «si consiguiéramos colocar una botella de vino en cada una de esas familias, una vez al año, reventaríamos nuestra producción y el mercado mundial». Esta es una de las claves de lo que está pasando porque junto a estos millonarios coexisten otros casi 300 millones de personas en la rica costa Este y provincias cercanas. El problema explota cuando se piensa en los otros más de mil millones que subsisten entre ese Oriente hasta el Hindukush o desde la Mongolia Interior del norte hasta el Tíbet al sur; por no hablar de la paupérrima Jiangxi o de la ya devastada y hasta hace una semana productiva Sichuan.
Los derechos humanos en China, por ser diplomáticos, dejan mucho que desear, a pesar de su inclusión en la Constitución. Y si no existen para la generalidad de los chinos, qué decir para las mujeres. Ser mujer en China, en la China real que no la milagrera, es un horror. Conviene recordarlo en este Occidente y en especial en este nuestro país, donde la igualdad se ha convertido, por suerte, en una bandera. No hay mayor vergüenza para la Humanidad que pensar en los millares de niñas recién nacidas ahogadas, sí, sí, ahogadas en cualquiera de los miles de pantanos del país.
Es más; preguntémonos: ¿cómo se nos ha podido olvidar tan rápidamente lo que pasó en la plaza de Tiananmen el 4 de junio de 1989? ¿Qué fue de los miles de estudiantes tiroteados en los alrededores de aquel lugar? Caminar hoy por esa inmensa explanada entre los vendedores de agua embotellada por ellos mismos y entre cientos de soldados marchando por parejas, marcialmente, deteniéndose cada diez pasos, es toda una experiencia. Y el colmo: ¿cómo puede ser que anualmente sean sentenciadas a muerte más de 10.000 personas y no digamos nada?
La historia de China es tan inmensa como sobrecogedora, más o menos como la historia de cualquier gran civilización de la Humanidad. Desde las infinitas dinastías y el mítico Quin Shi Hyangdy y sus guerreros de Terracota antes de Cristo, hasta la revolución de Mao, pasando por los miles de navegantes que acompañaron al almirante Zheng He en el siglo XV. Todo inmenso, a lo grande. El problema es que, en ese mismo sentido, la fuerza sigue siendo igual. ¿Quién manda sobre quién: el Ejército chino sobre el Partido Comunista o el PCC sobre las Fuerzas Armadas? Lo más lógico es pensar en la retroalimentación, porque si pensamos en el enemigo de ese gigantesco Ejército, concluiremos que los malos no están fuera, sino dentro. Y es que se trata de unas Fuerzas Armadas pensadas para el interior, dispuestas a marchar al Tíbet y controlar los accesos a miles de kilómetros o preparados para ser filmados lanzándose en paracaídas sobre Sichuan, como si los efectos de un terremoto se paliaran con un destacamento de «paracas» en un informativo de televisión.
En China, la antigua división maoísta entre chinos agrícolas y no agrícolas se sustituye poco a poco por la que clasifica a los habitantes entre biológicos y no biológicos o, lo que sería lo mismo, entre los que habitan en la China profunda y los que viven en el milagro. Pero lo cierto es que incluso los que llegan a las inmensas selvas de rascacielos también sufren lo suyo. O si no, investiguemos en los sistemas de producción de los polígonos industriales que cercan las capitales y, más en concreto, en la inmigración que desde el interior malvive y se humilla en guetos urbanos de millones de personas.
Todo ello a la vez que el auténtico poder chino se expande por el sur de Sudán y explota el petróleo del infierno centroafricano; controla la producción de coltán en el este de la República Democrática del Congo y se expande por ciudades como Malabo, donde ya se leen más carteles en chino que en español.
Basta recorrer cualquier capital de la China profunda para sorprenderse de los cientos de coches blindados y con cristales tintados importados de Alemania que circulan entre bicicletas cochambrosas y autobuses atestados. Son los vehículos oficiales, pero también los coches de «los hijos de los rojos». Porque allí, la gente normal y corriente, los mil millones que cité anteriormente, denominan «hijos de los rojos» a los descendientes de los cargos del partido. Ellos sí tienen derecho al apartamento en el rascacielos, al visado para salir al extranjero, a la matrícula universitaria y a la propiedad privada.
Por no hablar del control que bajo una falsa libertad religiosa llevan a cabo los delegados del partido. Visitar el principal templo budista de Pekín ayuda a poner en su sitio la mezcla entre la fascinación del turista occidental, el cinismo del controlador y la devoción de quienes se atreven a orar entre el incienso. Otro ejemplo son las pagodas oficiales, como la de Nanchang, donde una planta es templo, otra sala de exposiciones, y la principal, museo de Mao. En el fondo, lo que subyace es el miedo del aparato a que la religión sirva al pueblo como lo hizo en Polonia.
Y todo lo anterior a la vez que los soldados se afanan por oler los frascos de los turistas como método «científico» para detectar epidemias; al tiempo que las limpiadoras apartan las escupideras de los hoteles de cinco estrellas o de los edificios oficiales; que cerca de 20.000 censores navegan por internet para cancelar páginas y que la estadounidense Wal-Mart no para de abrir centros comerciales.
Insisto. No se trata de cuestionar la tradición, la historia o la civilización de China. Nadie puede soñar más con aquel país que quienes moriremos con un pedazo de China en el corazón. Nadie. Ni siquiera se puede añorar la democracia occidental en un territorio como el chino.
Como deduce el ensayista francés Guy Sorman, el problema está en el miedo, porque los chinos tienen miedo, y los que han sobrevivido a los casi 100.000 muertos del terremoto de Sichuan, más aún. La realidad que ha destapado el seísmo no debería ocultarse tras unos Juegos Olímpicos o tras un mal llamado milagro.
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