Por Juan Garrigues, investigador de Paz y Seguridad de FRIDE (EL PAÍS, 27/05/08):
Aunque parezca difícil de creer por lo que se lee en la prensa, también hay motivos para el optimismo en Afganistán. La creciente asiduidad y violencia de los ataques de la insurgencia armada -compuesta por los talibanes y la red transnacional yihadista que les nutre- responde en gran parte a las importantes bajas que ha sufrido en choques militares con las tropas internacionales en 2006 y 2007. La insurgencia ha reaccionado con un cambio de tácticas que la aleja del campo de batalla convencional y obliga a la comunidad internacional a modificar su estrategia.
Los ataques suicidas y los artefactos explosivos improvisados importados desde Irak por la misma red transnacional yihadista que ahí actúa han tenido un resultado devastador: en 2007 murieron más civiles que en cualquier otro año desde 2001. Tras varios años de rechazo, la comunidad internacional ha aceptado finalmente que está metida de lleno en una contra-insurgencia en la que la prioridad es ganar el apoyo de los afganos, no matar talibanes. Es decir, crear seguridad y apoyar al gobierno de Kabul para que lleguen servicios básicos a sus ciudadanos. Para la insurgencia, el objetivo es imponer la percepción de que Afganistán está sumida en el caos.
A primera vista parece que la insurgencia tiene la batalla ganada, pero la realidad es más compleja. Aparte del comúnmente obviado hecho de que hoy muchos más afganos tienen acceso a la educación y a servicios sanitarios, la comunidad internacional va trazando unos objetivos más realistas para su papel en el país. En el área prioritaria de la seguridad, la grave crisis de opinión pública que existe en países como Canadá o Alemania por las bajas de sus soldados en Afganistán ha resultado en un cambio de estrategia que a la postre resultará beneficioso para todos.
Hoy la comunidad internacional ha empezado a dar prioridad al crecimiento y la consolidación de las fuerzas armadas afganas como “estrategia de salida”. Ya se ha fijado el objetivo de que el ejército afgano alcance los 80.000 efectivos para 2010, y en Bruselas y Kabul se empieza a hablar en voz baja de replegar gran parte de las tropas internacionales antes de 2014. El fruto de tal política debería ser una presencia militar internacional de bajo perfil que maximice los escasos recursos para consolidar las fuerzas armadas afganas y cumplir con los fines bélicos prioritarios.
Asimismo, una presencia militar de estas características estaría más acorde con las sensibilidades de la opinión pública española. El último barómetro del Real Instituto Elcano -en el que el 32% de los españoles cree que los soldados españoles van a Afganistán en “misión de guerra”- demuestra el creciente peligro de la percepción equívoca de que estamos ante otro Irak. La predisposición actual hacia una estrategia militar alejada de las operaciones de combate presenta una oportunidad para que España proponga un compromiso renovado desde un modelo alternativo. El despliegue de un número sustancial de equipos para la formación de militares y policías afganos enviaría un mensaje positivo tanto a nuestros aliados de la OTAN como a la opinión pública española.
Sin embargo, un traspaso de poder apresurado a las fuerzas de seguridad autóctonas conlleva sus propios peligros. Lo más preocupante es la sostenibilidad de tal proyecto (el presupuesto entero afgano depende en un 40% de fondos externos) y la reacción de sus tradicionalmente recelosos vecinos a la amenaza de un Afganistán fuertemente armado. La fragmentación que ha sufrido el país, tras años de guerras entre etnias, ha resultado un Afganistán vulnerable a la influencia de los intereses nacionales de sus vecinos, particularmente Pakistán. En este sentido, la oportunidad que presenta el recientemente elegido gobierno civil paquistaní y su disponibilidad para afrontar constructivamente la “talibanización” de las áreas fronterizas debe ser aprovechada.
Otro pilar para la estabilidad de Afganistán y la “estrategia de salida” internacional debe ser la reconciliación política. Fuentes oficiales internacionales y afganas ven la oportunidad real de cultivar las divisiones entre los talibanes afganos, que no cierran la puerta a un proceso de reconciliación, y sus socios externos cobijados en Pakistán, que no quieren oír tal cosa. La jerarquía talibán afgana ha sufrido bajas significativas en los últimos años y unos 6.000 talibanes de menor rango ya han cambiado de bando a través de un programa oficial del gobierno. Ahora faltan por desarticular redes enteras de talibanes dirigidas por comandantes de peso, esfuerzo que requiere una mayor inversión en garantías e incentivos para los desmovilizados y una cooperación más estrecha con Pakistán.
En Afganistán no se trata de fortalecer un Estado frágil, se trata de construir un Estado prácticamente desde cero. A pesar de algunas noticias contradictorias, la realidad es que la mayoría de los afganos sigue apoyando una presencia militar internacional y que el Gobierno de Kabul controla 146 de las 154 capitales de distrito del país. Desde 2001 la comunidad internacional y los propios afganos han cometido muchos errores, pero parece que se empieza a aprender de ellos. En tan significativa encrucijada, España y la comunidad internacional deben seguir apostando por el camino hacia una estrategia realista con fines políticos claros.
Aunque parezca difícil de creer por lo que se lee en la prensa, también hay motivos para el optimismo en Afganistán. La creciente asiduidad y violencia de los ataques de la insurgencia armada -compuesta por los talibanes y la red transnacional yihadista que les nutre- responde en gran parte a las importantes bajas que ha sufrido en choques militares con las tropas internacionales en 2006 y 2007. La insurgencia ha reaccionado con un cambio de tácticas que la aleja del campo de batalla convencional y obliga a la comunidad internacional a modificar su estrategia.
Los ataques suicidas y los artefactos explosivos improvisados importados desde Irak por la misma red transnacional yihadista que ahí actúa han tenido un resultado devastador: en 2007 murieron más civiles que en cualquier otro año desde 2001. Tras varios años de rechazo, la comunidad internacional ha aceptado finalmente que está metida de lleno en una contra-insurgencia en la que la prioridad es ganar el apoyo de los afganos, no matar talibanes. Es decir, crear seguridad y apoyar al gobierno de Kabul para que lleguen servicios básicos a sus ciudadanos. Para la insurgencia, el objetivo es imponer la percepción de que Afganistán está sumida en el caos.
A primera vista parece que la insurgencia tiene la batalla ganada, pero la realidad es más compleja. Aparte del comúnmente obviado hecho de que hoy muchos más afganos tienen acceso a la educación y a servicios sanitarios, la comunidad internacional va trazando unos objetivos más realistas para su papel en el país. En el área prioritaria de la seguridad, la grave crisis de opinión pública que existe en países como Canadá o Alemania por las bajas de sus soldados en Afganistán ha resultado en un cambio de estrategia que a la postre resultará beneficioso para todos.
Hoy la comunidad internacional ha empezado a dar prioridad al crecimiento y la consolidación de las fuerzas armadas afganas como “estrategia de salida”. Ya se ha fijado el objetivo de que el ejército afgano alcance los 80.000 efectivos para 2010, y en Bruselas y Kabul se empieza a hablar en voz baja de replegar gran parte de las tropas internacionales antes de 2014. El fruto de tal política debería ser una presencia militar internacional de bajo perfil que maximice los escasos recursos para consolidar las fuerzas armadas afganas y cumplir con los fines bélicos prioritarios.
Asimismo, una presencia militar de estas características estaría más acorde con las sensibilidades de la opinión pública española. El último barómetro del Real Instituto Elcano -en el que el 32% de los españoles cree que los soldados españoles van a Afganistán en “misión de guerra”- demuestra el creciente peligro de la percepción equívoca de que estamos ante otro Irak. La predisposición actual hacia una estrategia militar alejada de las operaciones de combate presenta una oportunidad para que España proponga un compromiso renovado desde un modelo alternativo. El despliegue de un número sustancial de equipos para la formación de militares y policías afganos enviaría un mensaje positivo tanto a nuestros aliados de la OTAN como a la opinión pública española.
Sin embargo, un traspaso de poder apresurado a las fuerzas de seguridad autóctonas conlleva sus propios peligros. Lo más preocupante es la sostenibilidad de tal proyecto (el presupuesto entero afgano depende en un 40% de fondos externos) y la reacción de sus tradicionalmente recelosos vecinos a la amenaza de un Afganistán fuertemente armado. La fragmentación que ha sufrido el país, tras años de guerras entre etnias, ha resultado un Afganistán vulnerable a la influencia de los intereses nacionales de sus vecinos, particularmente Pakistán. En este sentido, la oportunidad que presenta el recientemente elegido gobierno civil paquistaní y su disponibilidad para afrontar constructivamente la “talibanización” de las áreas fronterizas debe ser aprovechada.
Otro pilar para la estabilidad de Afganistán y la “estrategia de salida” internacional debe ser la reconciliación política. Fuentes oficiales internacionales y afganas ven la oportunidad real de cultivar las divisiones entre los talibanes afganos, que no cierran la puerta a un proceso de reconciliación, y sus socios externos cobijados en Pakistán, que no quieren oír tal cosa. La jerarquía talibán afgana ha sufrido bajas significativas en los últimos años y unos 6.000 talibanes de menor rango ya han cambiado de bando a través de un programa oficial del gobierno. Ahora faltan por desarticular redes enteras de talibanes dirigidas por comandantes de peso, esfuerzo que requiere una mayor inversión en garantías e incentivos para los desmovilizados y una cooperación más estrecha con Pakistán.
En Afganistán no se trata de fortalecer un Estado frágil, se trata de construir un Estado prácticamente desde cero. A pesar de algunas noticias contradictorias, la realidad es que la mayoría de los afganos sigue apoyando una presencia militar internacional y que el Gobierno de Kabul controla 146 de las 154 capitales de distrito del país. Desde 2001 la comunidad internacional y los propios afganos han cometido muchos errores, pero parece que se empieza a aprender de ellos. En tan significativa encrucijada, España y la comunidad internacional deben seguir apostando por el camino hacia una estrategia realista con fines políticos claros.
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