Por Begoña Muruaga (EL CORREO DIGITAL, 12/05/08):
La polémica sobre la utilización del velo islámico se está convirtiendo en nuestro país en algo parecido al Guadiana. Aflora cuando se plantea algún problema, y desaparece rápidamente cuando éste se resuelve, pero jamás se plantea el debate en toda su profundidad. En algunos países de nuestro entorno (Francia, Italia, Alemania, Holanda…), tras intensos debates sociales sobre el tema, se han aprobado leyes que regulan el uso del velo islámico y de otras prendas en determinados espacios públicos. En nuestro país hace tiempo que se acallaron las voces sobre la polémica del velo, pero, como el tema es recurrente, quiero aprovechar este momento de calma para hablar sobre el mismo; eso sí, insertándolo en un debate más amplio: el del multiculturalismo.
«El debate sobre el multiculturalismo surge en la década de los ochenta como manifestación de la resistencia a una globalización que sirve a los intereses de los más poderosos y reivindica políticas de reconocimiento para las comunidades culturales», afirma la socióloga Rosa Cobo. Y no cabe duda de que uno de los méritos de las ideas multiculturalistas es su reacción contra la uniformización del mundo. «Pero el multiculturalismo radical -continúa Rosa Cobo- señala que las diferencias culturales son buenas en sí mismas. Además, no distingue entre distintas prácticas culturales… Ni toda diversidad ni toda diferencia son éticamente aceptables, ni todo punto de vista cultural en sí mismo tiene valor ético. Desde una perspectiva feminista todas las culturas no merecen la misma consideración, pues son más respetables las culturas que respetan los derechos humanos y promueven la igualdad que aquellas en las que, precisamente en nombre de la cultura, se vulneran los derechos humanos y, en consecuencia, se promueven privilegios».
En Occidente siempre nos hemos escandalizado ante manifestaciones de sexismo tan flagrantes como, por poner sólo unos ejemplos, la obligación de las mujeres chinas de vendarse los pies, la de las mujeres padaung de insertarse anillos metálicos en el cuello, la de las mujeres afganas de llevar el burka o la práctica de la ablación. Hoy casi nadie discute que todas ellas son servidumbres de género que hay que erradicar. Respecto al velo islámico, sin embargo, las cosas no están tan claras. Es evidente que es una muestra clara de discriminación hacia las mujeres, pero el cabello femenino es tabú en muchas culturas (incluida la nuestra). No olvidemos que nuestras religiosas siguen cubriéndose el pelo con una toca, que hasta hace muy poco las mujeres teníamos que acudir con velo a la iglesia y que todavía muchas mujeres, al quedar viudas, ocultan su cabello con un pañuelo. Por ello, deberíamos tener en consideración esos hechos antes de hablar de prohibiciones.
Las mujeres no tenemos en ninguna sociedad del mundo la misma libertad que los varones para ejercer nuestros derechos. Aunque hay gente que opina que el patriarcado ha desaparecido o está en vías de extinción, comparto la opinión de Alicia Puleo de que el patriarcado se ha adaptado a los cambios sociales, y que hoy coexisten en el mundo un «patriarcado de coerción» y un «patriarcado de consentimiento». El primero existe en sociedades en las que a las mujeres no se les reconocen legalmente los mismos derechos que a los varones, y se les imponen restricciones que no afectan a los hombres (caminar solas, viajar sin compañía, utilizar un determinado atuendo…). El segundo, en cambio, existe allí donde las leyes se aplican por igual a hombres y mujeres, pero donde las costumbres, las tradiciones, la organización social, los medios de comunicación, etcétera, refuerzan los roles tradicionales de las mujeres.
A ninguna mujer se le obliga en nuestra sociedad a ponerse unos zapatos con los que es casi imposible caminar, a hacerse un piercing en una zona erógena del cuerpo, ni a entrar en el quirófano para hacerse una liposucción o aumentar las mamas, pero es evidente que la presión social para que las mujeres nos mantengamos jóvenes y atractivas es infinitamente mayor que para los hombres. Es más, yo diría que va en aumento en los países desarrollados. Las modernas sociedades de consumo han conseguido algo impensable en tiempos pasados: que los medios de comunicación, el cine, la publicidad o los videojuegos nos hagan creer a las mujeres que los modelos de feminidad que reflejan responden a nuestros deseos. Ya no hacen falta leyes que nos obliguen a nada; somos las mujeres quienes, en nombre de la libertad, contribuimos a mantener las servidumbres de género.
En este país hemos pasado en pocos años de una sociedad llena de prohibiciones e imposiciones para las mujeres a otra en la que parece que la libertad es absoluta. Pero vivimos una ficción de igualdad, porque nuestra libertad sigue siendo relativa y nuestras obligaciones con respecto al cuidado del cuerpo superan con creces las de los hombres. Así las cosas, plantear un debate serio sobre la utilización del velo islámico exige, por un lado, definir aquellas prácticas culturales (sean de las sociedades que sean) que atentan contra los derechos humanos (la ablación entraría, sin lugar a dudas, en ese apartado), y, por otro, analizar las costumbres o prácticas que, sin vulnerar derechos individuales, son muestra inequívoca de sumisión y discriminación de las mujeres. En el primero de los casos, habría que plantear su erradicación; en el segundo, sin embargo, se pueden plantear soluciones variadas. Con respecto al segundo punto, sería deseable que antes de criticar las servidumbres ajenas empezáramos por analizar las propias: nuestros atuendos, nuestro calzado, nuestras dietas, nuestras operaciones de cirugía estética… Y todo ello sin olvidar un factor fundamental: la interpelación cultural. Porque no solamente quienes vivimos en los países desarrollados tenemos derecho a opinar sobre otras culturas; también el resto tiene derecho a interpelarnos. Alguien ha definido ya la cirugía estética como el burka de Occidente, y creo que tiene toda la razón. Critiquemos, pues, las servidumbres ajenas, pero no seamos indulgentes con nuestras propias servidumbres.
La polémica sobre la utilización del velo islámico se está convirtiendo en nuestro país en algo parecido al Guadiana. Aflora cuando se plantea algún problema, y desaparece rápidamente cuando éste se resuelve, pero jamás se plantea el debate en toda su profundidad. En algunos países de nuestro entorno (Francia, Italia, Alemania, Holanda…), tras intensos debates sociales sobre el tema, se han aprobado leyes que regulan el uso del velo islámico y de otras prendas en determinados espacios públicos. En nuestro país hace tiempo que se acallaron las voces sobre la polémica del velo, pero, como el tema es recurrente, quiero aprovechar este momento de calma para hablar sobre el mismo; eso sí, insertándolo en un debate más amplio: el del multiculturalismo.
«El debate sobre el multiculturalismo surge en la década de los ochenta como manifestación de la resistencia a una globalización que sirve a los intereses de los más poderosos y reivindica políticas de reconocimiento para las comunidades culturales», afirma la socióloga Rosa Cobo. Y no cabe duda de que uno de los méritos de las ideas multiculturalistas es su reacción contra la uniformización del mundo. «Pero el multiculturalismo radical -continúa Rosa Cobo- señala que las diferencias culturales son buenas en sí mismas. Además, no distingue entre distintas prácticas culturales… Ni toda diversidad ni toda diferencia son éticamente aceptables, ni todo punto de vista cultural en sí mismo tiene valor ético. Desde una perspectiva feminista todas las culturas no merecen la misma consideración, pues son más respetables las culturas que respetan los derechos humanos y promueven la igualdad que aquellas en las que, precisamente en nombre de la cultura, se vulneran los derechos humanos y, en consecuencia, se promueven privilegios».
En Occidente siempre nos hemos escandalizado ante manifestaciones de sexismo tan flagrantes como, por poner sólo unos ejemplos, la obligación de las mujeres chinas de vendarse los pies, la de las mujeres padaung de insertarse anillos metálicos en el cuello, la de las mujeres afganas de llevar el burka o la práctica de la ablación. Hoy casi nadie discute que todas ellas son servidumbres de género que hay que erradicar. Respecto al velo islámico, sin embargo, las cosas no están tan claras. Es evidente que es una muestra clara de discriminación hacia las mujeres, pero el cabello femenino es tabú en muchas culturas (incluida la nuestra). No olvidemos que nuestras religiosas siguen cubriéndose el pelo con una toca, que hasta hace muy poco las mujeres teníamos que acudir con velo a la iglesia y que todavía muchas mujeres, al quedar viudas, ocultan su cabello con un pañuelo. Por ello, deberíamos tener en consideración esos hechos antes de hablar de prohibiciones.
Las mujeres no tenemos en ninguna sociedad del mundo la misma libertad que los varones para ejercer nuestros derechos. Aunque hay gente que opina que el patriarcado ha desaparecido o está en vías de extinción, comparto la opinión de Alicia Puleo de que el patriarcado se ha adaptado a los cambios sociales, y que hoy coexisten en el mundo un «patriarcado de coerción» y un «patriarcado de consentimiento». El primero existe en sociedades en las que a las mujeres no se les reconocen legalmente los mismos derechos que a los varones, y se les imponen restricciones que no afectan a los hombres (caminar solas, viajar sin compañía, utilizar un determinado atuendo…). El segundo, en cambio, existe allí donde las leyes se aplican por igual a hombres y mujeres, pero donde las costumbres, las tradiciones, la organización social, los medios de comunicación, etcétera, refuerzan los roles tradicionales de las mujeres.
A ninguna mujer se le obliga en nuestra sociedad a ponerse unos zapatos con los que es casi imposible caminar, a hacerse un piercing en una zona erógena del cuerpo, ni a entrar en el quirófano para hacerse una liposucción o aumentar las mamas, pero es evidente que la presión social para que las mujeres nos mantengamos jóvenes y atractivas es infinitamente mayor que para los hombres. Es más, yo diría que va en aumento en los países desarrollados. Las modernas sociedades de consumo han conseguido algo impensable en tiempos pasados: que los medios de comunicación, el cine, la publicidad o los videojuegos nos hagan creer a las mujeres que los modelos de feminidad que reflejan responden a nuestros deseos. Ya no hacen falta leyes que nos obliguen a nada; somos las mujeres quienes, en nombre de la libertad, contribuimos a mantener las servidumbres de género.
En este país hemos pasado en pocos años de una sociedad llena de prohibiciones e imposiciones para las mujeres a otra en la que parece que la libertad es absoluta. Pero vivimos una ficción de igualdad, porque nuestra libertad sigue siendo relativa y nuestras obligaciones con respecto al cuidado del cuerpo superan con creces las de los hombres. Así las cosas, plantear un debate serio sobre la utilización del velo islámico exige, por un lado, definir aquellas prácticas culturales (sean de las sociedades que sean) que atentan contra los derechos humanos (la ablación entraría, sin lugar a dudas, en ese apartado), y, por otro, analizar las costumbres o prácticas que, sin vulnerar derechos individuales, son muestra inequívoca de sumisión y discriminación de las mujeres. En el primero de los casos, habría que plantear su erradicación; en el segundo, sin embargo, se pueden plantear soluciones variadas. Con respecto al segundo punto, sería deseable que antes de criticar las servidumbres ajenas empezáramos por analizar las propias: nuestros atuendos, nuestro calzado, nuestras dietas, nuestras operaciones de cirugía estética… Y todo ello sin olvidar un factor fundamental: la interpelación cultural. Porque no solamente quienes vivimos en los países desarrollados tenemos derecho a opinar sobre otras culturas; también el resto tiene derecho a interpelarnos. Alguien ha definido ya la cirugía estética como el burka de Occidente, y creo que tiene toda la razón. Critiquemos, pues, las servidumbres ajenas, pero no seamos indulgentes con nuestras propias servidumbres.
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