Por Fernando Savater, catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid (EL PAÍS, 28/05/08):
Una de las cosas que resulta hoy más inevitablemente anticuada de Mayo 68 -lo estamos constatando en este mes rememorativo- es su lenguaje político. Cuando volvemos a escuchar las jaculatorias marxistas aliñadas con maoísmo y destinadas a explicar la real transformación social que estaba ocurriendo, sentimos la misma incómoda extrañeza que ante las divagaciones teológicas del gran Isaac Newton sobre el tiempo o el espacio como “sensorio de Dios”. Hay veces en la historia que la colectividad es capaz de decirlo casi todo pero incapaz de cambiar casi nada; en otras, logra cambiar pero no sabe decir. El 68 padeció en gran medida esa segunda carencia (claro que peor están los “utopistas” que padecen todavía ambas).
Sobran motivos para celebrar la abolición mayoritaria de la esclerotizada jerga del materialismo dialéctico, pero les acompaña un punto de inquietud: porque a partir del paso a la reserva (cuando no directamente al museo de los horrores) de aquella lengua de palo, los proyectos políticos no hablan mejor sino que se han quedado mudos. Funcionan unos pocos estereotipos que todo el mundo conviene en que es mejor no analizar con demasiado ahínco -democracia, derechos humanos, desarrollo, modernización, globalización…-, pero el discurso propiamente político, el que propone formas sociales nuevas racional y razonablemente deseables (que sirve para distinguir a unos partidos de otros) pasa por un trance de apagón y anemia. Aún peor, cuando asoma es de inmediato derogado por la sospecha: se le considera horresco referens nada menos que “ideológico”. Y no hay nada que los políticos actuales quieran sacudirse con mayor ahínco que la ideología. Principios, muy bien; atención al cliente, es decir al votante, cuanta haga falta: pero ideología, nunca jamás. Es cosa que mancha: ¡nene, caca!
En Italia acaba de aparecer un librito de menos de 90 páginas que, a contra corriente, expresa nostalgia por la vocación ideológica perdida: La tenaglia (Laterza, 2008). Lo firma Natalino Irti, catedrático de Teoría del Derecho de la Universidad La Sapienza de Roma. La tesis del profesor Irti, expuesta con noble contundencia panfletaria, es que las ideologías -con sus excesos y dogmatismos- eran modelos de filosofía política en acción y con vocación práctica de transformar o al menos orientar la convivencia futura de la sociedad. Su desaparición (su proscripción, diríamos más bien) ha dejado el campo político libre al puro y simple pragmatismo, con su lenguaje del día a día que olvida sin escrúpulo los lazos del hoy con el ayer y sobre todo con el mañana. “El lenguaje político -afirma Irti- se hace él mismopragmático y meramente diario: declaraciones, entrevistas, desmentidos, arrepentimientos, abandonos, regresos. Ninguna dirección, ningún hacia dónde que vincule en el tiempo la voluntad y sea explicado y propuesto a los electores”.
Borradas las ideologías, que siempre tenían conciencia histórica, el pragmatismo sólo recuerda del pasado lo que en cada momento conviene y sobre todo no se compromete a diseñar ningún perfil de futuro. Cuando llegue mañana, ya veremos cómo nos las arreglamos… Perdido así su horizonte de proyectos, la política se encuentra atrapada por la tenaza que da título al ensayo de Irti: entre economía y religión, es decir, entre tecnocracia y clerocracia. Sólo la Bolsa y la Iglesia se atreven a brindar certezas incontrovertibles, que abruman con sus exigencias a los gobernantes relativistas mientras se ofrecen como única referencia fundada a los ciudadanos. El triste sino del pragmatismo posmoderno es que ha difuminado la verdad pero no se ha librado de los dogmas…
No hace falta compartir de cabo a rabo la argumentación del profesor Irti para reconocer que apunta de manera provocativa a una cuestión importante y muy real. Ese pragmatismo desarbolado, sin auténtica propuesta razonada de futuro, lo padecemos hoy en España tanto en la gestión del gobierno como en la oposición. Consideremos por ejemplo el actual rifirrafe en el PP: su causa principal es sin duda haber perdido las elecciones o, mejor dicho, no haberlas ganado (¿acaso alguien duda de que una crisis de liderazgo parecida se estaría dando ahora en el PSOE si hubiera sido derrotado Zapatero?), pero lo que aflora también es la ausencia de solidez ideológica. Cuando un partido sin ideología sustancial, meramente pragmático, pierde unos comicios… inmediatamente entra en crisis. Sólo el poder puede remediar el vacío de auténtico proyecto ideológico, pero no se puede estar sin lo uno ni lo otro. De modo que se asume sin más que donde bajan los votos habrá que revisar las ideas porque la idea principal es ganar votos y sólo ésa: de modo que adiós, querida María San Gil. Fuera de eso, el supuesto debate se reduce a querellas nominalistas sobre la voz “liberalismo”, que ahora algunos manejan de modo acríticamente positivo tal como otros suelen asestar al contrario la voz “fascismo” de forma negativa no menos acrítica: a todos los efectos, liberal es lo que yo soy, como para los de enfrente fascismo es lo que son los demás, sin mayores explicaciones.
Pero en España, la “tenaza” que aprisiona a los pragmáticos tiene una uña más que la de Irti: el nacionalismo. Y bajo su apretón los socialistas han mostrado y demuestran una inconsistencia preocupante. Proclaman constantemente su respeto a la Constitución y eso está muy bien: pero la Constitución (que desde luego puede y creo que debe modificarse en algunos aspectos) no es un proyecto político, sino el marco a que deben atenerse todos. Dentro de ella caben los excelentes, los regulares y también los peores. Lo cual resulta evidente en ciertos asuntos de importancia para el futuro, como el estatuto educativo y cívico de la lengua castellana. Que existen cada vez más dificultades para cursar estudios en castellano en varias autonomías puede parecer justo y benéfico, como le resulta al profesor Albert Branchadell (vid. Una política lingüística de Estado, EL PAÍS, 16-mayo-08), o mal, como me parece a mí, pero en ningún caso puede simplemente negarse atribuyéndolo a neurosis del PP como hacen los caraduras, algún senador del PSOE… y en cierto modo el propio presidente Zapatero en su respuesta a Rosa Díez en la sesión de investidura. Ya es hora de no limitarse a esconder la cabeza bajo el ala o ponerse grandilocuente sobre el tema, sino que es preciso un proyecto definido (incluso aunque requiera una revisión constitucional) para que no se desbarate uno de los elementos fundamentales de la unidad política del país.
Y lo mismo respecto a la respuesta que cabe dar ante el radicalismo del nacionalismo vasco. Afortunadamente la actitud del Gobierno frente al entorno político del nacionalismo ha variado radicalmente (no dejan de ser graciosos los esfuerzos de los cuentistas progubernamentales, más papistas que Su Santidad, tratando de convencernos aún de que la culpa de lo que se hizo mal en la legislatura pasada la tuvo el obstruccionismo del PP) pero falta quizá explicitar una consideración de conjunto sobre el después de ETA.
Veamos: durante siglos, la Iglesia persiguió a los librepensadores e impuso a sangre y fuego normas y dogmas; esta intransigencia se vio forzada a remitir no cuando todo el mundo se hizo auténticamente católico sino cuando disminuyó el peso social de la religión que pasó a convertirse, de obligación de todos, en devoción privada de unos cuantos. Y la dictadura comunista cesó en muchos países no gracias a que todo el mundo se hiciera buen comunista sino a que la mayoría dejó de serlo.
Pues bien, hay que dejar claro que el final del terrorismo y de la imposición nacionalista debe culminar en menos nacionalismo, no en más y más obligatorio que antes. Sería bueno que en lugar de seguir prometiendo a los nacionalistas más autogobierno y más construcción de nacionalidad, aunque sea dentro de la Constitución, se les empezara a indicar -a ellos y sobre todo al resto de los ciudadanos- esa elemental verdad futura.
Una de las cosas que resulta hoy más inevitablemente anticuada de Mayo 68 -lo estamos constatando en este mes rememorativo- es su lenguaje político. Cuando volvemos a escuchar las jaculatorias marxistas aliñadas con maoísmo y destinadas a explicar la real transformación social que estaba ocurriendo, sentimos la misma incómoda extrañeza que ante las divagaciones teológicas del gran Isaac Newton sobre el tiempo o el espacio como “sensorio de Dios”. Hay veces en la historia que la colectividad es capaz de decirlo casi todo pero incapaz de cambiar casi nada; en otras, logra cambiar pero no sabe decir. El 68 padeció en gran medida esa segunda carencia (claro que peor están los “utopistas” que padecen todavía ambas).
Sobran motivos para celebrar la abolición mayoritaria de la esclerotizada jerga del materialismo dialéctico, pero les acompaña un punto de inquietud: porque a partir del paso a la reserva (cuando no directamente al museo de los horrores) de aquella lengua de palo, los proyectos políticos no hablan mejor sino que se han quedado mudos. Funcionan unos pocos estereotipos que todo el mundo conviene en que es mejor no analizar con demasiado ahínco -democracia, derechos humanos, desarrollo, modernización, globalización…-, pero el discurso propiamente político, el que propone formas sociales nuevas racional y razonablemente deseables (que sirve para distinguir a unos partidos de otros) pasa por un trance de apagón y anemia. Aún peor, cuando asoma es de inmediato derogado por la sospecha: se le considera horresco referens nada menos que “ideológico”. Y no hay nada que los políticos actuales quieran sacudirse con mayor ahínco que la ideología. Principios, muy bien; atención al cliente, es decir al votante, cuanta haga falta: pero ideología, nunca jamás. Es cosa que mancha: ¡nene, caca!
En Italia acaba de aparecer un librito de menos de 90 páginas que, a contra corriente, expresa nostalgia por la vocación ideológica perdida: La tenaglia (Laterza, 2008). Lo firma Natalino Irti, catedrático de Teoría del Derecho de la Universidad La Sapienza de Roma. La tesis del profesor Irti, expuesta con noble contundencia panfletaria, es que las ideologías -con sus excesos y dogmatismos- eran modelos de filosofía política en acción y con vocación práctica de transformar o al menos orientar la convivencia futura de la sociedad. Su desaparición (su proscripción, diríamos más bien) ha dejado el campo político libre al puro y simple pragmatismo, con su lenguaje del día a día que olvida sin escrúpulo los lazos del hoy con el ayer y sobre todo con el mañana. “El lenguaje político -afirma Irti- se hace él mismopragmático y meramente diario: declaraciones, entrevistas, desmentidos, arrepentimientos, abandonos, regresos. Ninguna dirección, ningún hacia dónde que vincule en el tiempo la voluntad y sea explicado y propuesto a los electores”.
Borradas las ideologías, que siempre tenían conciencia histórica, el pragmatismo sólo recuerda del pasado lo que en cada momento conviene y sobre todo no se compromete a diseñar ningún perfil de futuro. Cuando llegue mañana, ya veremos cómo nos las arreglamos… Perdido así su horizonte de proyectos, la política se encuentra atrapada por la tenaza que da título al ensayo de Irti: entre economía y religión, es decir, entre tecnocracia y clerocracia. Sólo la Bolsa y la Iglesia se atreven a brindar certezas incontrovertibles, que abruman con sus exigencias a los gobernantes relativistas mientras se ofrecen como única referencia fundada a los ciudadanos. El triste sino del pragmatismo posmoderno es que ha difuminado la verdad pero no se ha librado de los dogmas…
No hace falta compartir de cabo a rabo la argumentación del profesor Irti para reconocer que apunta de manera provocativa a una cuestión importante y muy real. Ese pragmatismo desarbolado, sin auténtica propuesta razonada de futuro, lo padecemos hoy en España tanto en la gestión del gobierno como en la oposición. Consideremos por ejemplo el actual rifirrafe en el PP: su causa principal es sin duda haber perdido las elecciones o, mejor dicho, no haberlas ganado (¿acaso alguien duda de que una crisis de liderazgo parecida se estaría dando ahora en el PSOE si hubiera sido derrotado Zapatero?), pero lo que aflora también es la ausencia de solidez ideológica. Cuando un partido sin ideología sustancial, meramente pragmático, pierde unos comicios… inmediatamente entra en crisis. Sólo el poder puede remediar el vacío de auténtico proyecto ideológico, pero no se puede estar sin lo uno ni lo otro. De modo que se asume sin más que donde bajan los votos habrá que revisar las ideas porque la idea principal es ganar votos y sólo ésa: de modo que adiós, querida María San Gil. Fuera de eso, el supuesto debate se reduce a querellas nominalistas sobre la voz “liberalismo”, que ahora algunos manejan de modo acríticamente positivo tal como otros suelen asestar al contrario la voz “fascismo” de forma negativa no menos acrítica: a todos los efectos, liberal es lo que yo soy, como para los de enfrente fascismo es lo que son los demás, sin mayores explicaciones.
Pero en España, la “tenaza” que aprisiona a los pragmáticos tiene una uña más que la de Irti: el nacionalismo. Y bajo su apretón los socialistas han mostrado y demuestran una inconsistencia preocupante. Proclaman constantemente su respeto a la Constitución y eso está muy bien: pero la Constitución (que desde luego puede y creo que debe modificarse en algunos aspectos) no es un proyecto político, sino el marco a que deben atenerse todos. Dentro de ella caben los excelentes, los regulares y también los peores. Lo cual resulta evidente en ciertos asuntos de importancia para el futuro, como el estatuto educativo y cívico de la lengua castellana. Que existen cada vez más dificultades para cursar estudios en castellano en varias autonomías puede parecer justo y benéfico, como le resulta al profesor Albert Branchadell (vid. Una política lingüística de Estado, EL PAÍS, 16-mayo-08), o mal, como me parece a mí, pero en ningún caso puede simplemente negarse atribuyéndolo a neurosis del PP como hacen los caraduras, algún senador del PSOE… y en cierto modo el propio presidente Zapatero en su respuesta a Rosa Díez en la sesión de investidura. Ya es hora de no limitarse a esconder la cabeza bajo el ala o ponerse grandilocuente sobre el tema, sino que es preciso un proyecto definido (incluso aunque requiera una revisión constitucional) para que no se desbarate uno de los elementos fundamentales de la unidad política del país.
Y lo mismo respecto a la respuesta que cabe dar ante el radicalismo del nacionalismo vasco. Afortunadamente la actitud del Gobierno frente al entorno político del nacionalismo ha variado radicalmente (no dejan de ser graciosos los esfuerzos de los cuentistas progubernamentales, más papistas que Su Santidad, tratando de convencernos aún de que la culpa de lo que se hizo mal en la legislatura pasada la tuvo el obstruccionismo del PP) pero falta quizá explicitar una consideración de conjunto sobre el después de ETA.
Veamos: durante siglos, la Iglesia persiguió a los librepensadores e impuso a sangre y fuego normas y dogmas; esta intransigencia se vio forzada a remitir no cuando todo el mundo se hizo auténticamente católico sino cuando disminuyó el peso social de la religión que pasó a convertirse, de obligación de todos, en devoción privada de unos cuantos. Y la dictadura comunista cesó en muchos países no gracias a que todo el mundo se hiciera buen comunista sino a que la mayoría dejó de serlo.
Pues bien, hay que dejar claro que el final del terrorismo y de la imposición nacionalista debe culminar en menos nacionalismo, no en más y más obligatorio que antes. Sería bueno que en lugar de seguir prometiendo a los nacionalistas más autogobierno y más construcción de nacionalidad, aunque sea dentro de la Constitución, se les empezara a indicar -a ellos y sobre todo al resto de los ciudadanos- esa elemental verdad futura.
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