Por Carlos M. Duarte, profesor de Investigación del CSIC (LA VANGUARDIA, 25/05/08):
La necesidad de buscar fuentes de energía alternativas a los combustibles fósiles para reducir los riesgos asociados al cambio climático ha impulsado numerosas propuestas. En los últimos años la Unión Europea y EE. UU. apostaron por los biocombustibles, presentados como una piedra filosofal capaz de aliviar el problema a la vez que conseguía carambolas políticamente rentables, como un aumento de los subsidios a los agricultores y a las empresas transformadoras, no por producir alimento sino por producir combustible. Esta apuesta resultó ser un lodazal de arenas movedizas pues ha ayudado a llenar los depósitos de nuestros coches a costa de vaciar, aún más, los estómagos de los más pobres. ¿Cómo ha podido la apuesta por los biocombustibles fracasar en tan sólo un año? En mi opinión el fallo fue el análisis del cambio climático como un problema acotado, sin identificar las conexiones entre uso de energía y uso de otros recursos limitantes, como el agua, el territorio o el nitrógeno.
Los biocombustibles usan la energía solar para, a través del proceso de fotosíntesis, producir aceites y azúcares vegetales de alto rendimiento energético. El uso de biocombustibles es algo tan antiguo como el uso de la leña, que aún reporta el 94% de la energía a la población rural africana. Brasil lleva décadas impulsando una fracción importante de su parque móvil con alcohol derivado de plantaciones de caña de azúcar. La producción de biocombustibles en Europa tampoco es nueva: la producción de biodiésel en la UE aumentó más de 40 veces entre 1993 y el 2006 (de 0,08 a 5 millones de toneladas), mientras que en EE. UU. la producción de etanol recibe subsidios desde 1978.
Una primera causa de la cadena de problemas es económica: la producción de biocombustibles, que recibe importantes subsidios directos e indirectos (3.700 millones de euros en el 2007 en la UE y 5.700 millones de euros en EE. UU. en el 2005) produce más beneficios con el aumento del precio del petróleo que su uso para alimentación. Da más beneficios que la venta de excedentes en el mercado internacional de cereales, que no puede acomodar un aumento similar en los precios sin que la demanda se desplome, pues los grandes importadores (por ejemplo, Egipto) son países pobres que difícilmente pueden competir con el mercado de biocombustibles. El uso de biocombustibles ha conseguido el perverso efecto de vincular la economía del petróleo a la de los alimentos.
La producción de biocombustibles requiere mucho más que luz solar: agua, tierra fértil, fertilizantes y pesticidas. La agricultura es el sector que más agua consume, pues producir el alimento que cada uno de nosotros consume requiere entre 3.000 y 4.000 litros de agua diarios, de forma que la disponibilidad de agua es un factor limitante para la producción de alimento. La superficie de cultivo por habitante se ha reducido a escala global de 0,5 a 0,25 hectáreas entre 1960 y el 2000, y la reserva de suelo potencialmente fértil aún por utilizar para agricultura es cada vez más escasa. La limitación de estos dos recursos básicos para la producción de alimento, agua y terreno fértil, se continuará agravando, impulsada por el binomio de una creciente población humana y un incremento en el uso de alimento per cápita. Los biocombustibles se producen no además, sino a costa de los productos agrícolas para alimentación. Esto es así no sólo porque las especies que dominan la producción de biocombustibles (por ejemplo, maíz, soja, palma) se usan también para alimentación, sino también porque muchas de las especies alternativas consumirían agua y territorio fértil. La superficie dedicada a producción de biocombustibles en la UE aumentó casi 10 veces en 3 años, entre el 2004 y el 2007. Aunque la producción de biocombustibles consume una proporción modesta de la producción de cereales y es responsable de sólo un 10% del alza de su precio, este incremento agudiza la tendencia al aumento del precio de los alimentos.
Los beneficios ambientales asociados a la producción de biocombustibles son escasos, mientras que los problemas sobre el medio ambiente abundan. La capacidad de limitar las emisiones de gases de efecto invernadero a partir de la producción de biocombustibles es marginal, pues su producción y uso requiere de una importante cantidad de energía, de forma que generan, en el mejor de los casos, un 20% más de energía que la que se emplea en su producción. La aplicación de fertilizantes usados para la producción de biocombustibles no sólo es un proceso energéticamente costoso, sino que también causa importantes daños ambientales. Producir biocombustibles impulsa la transformación del territorio y es hoy la principal causa de deforestación en Brasil, Indonesia y Birmania.
Los biocombustibles adecuados son, por tanto, los que se produzcan en suelos salinizados, no aptos para el cultivo, y con especies que no requieran riego, y - sobre todo- en el océano. De nuevo, la clave puede estar en el océano.
La necesidad de buscar fuentes de energía alternativas a los combustibles fósiles para reducir los riesgos asociados al cambio climático ha impulsado numerosas propuestas. En los últimos años la Unión Europea y EE. UU. apostaron por los biocombustibles, presentados como una piedra filosofal capaz de aliviar el problema a la vez que conseguía carambolas políticamente rentables, como un aumento de los subsidios a los agricultores y a las empresas transformadoras, no por producir alimento sino por producir combustible. Esta apuesta resultó ser un lodazal de arenas movedizas pues ha ayudado a llenar los depósitos de nuestros coches a costa de vaciar, aún más, los estómagos de los más pobres. ¿Cómo ha podido la apuesta por los biocombustibles fracasar en tan sólo un año? En mi opinión el fallo fue el análisis del cambio climático como un problema acotado, sin identificar las conexiones entre uso de energía y uso de otros recursos limitantes, como el agua, el territorio o el nitrógeno.
Los biocombustibles usan la energía solar para, a través del proceso de fotosíntesis, producir aceites y azúcares vegetales de alto rendimiento energético. El uso de biocombustibles es algo tan antiguo como el uso de la leña, que aún reporta el 94% de la energía a la población rural africana. Brasil lleva décadas impulsando una fracción importante de su parque móvil con alcohol derivado de plantaciones de caña de azúcar. La producción de biocombustibles en Europa tampoco es nueva: la producción de biodiésel en la UE aumentó más de 40 veces entre 1993 y el 2006 (de 0,08 a 5 millones de toneladas), mientras que en EE. UU. la producción de etanol recibe subsidios desde 1978.
Una primera causa de la cadena de problemas es económica: la producción de biocombustibles, que recibe importantes subsidios directos e indirectos (3.700 millones de euros en el 2007 en la UE y 5.700 millones de euros en EE. UU. en el 2005) produce más beneficios con el aumento del precio del petróleo que su uso para alimentación. Da más beneficios que la venta de excedentes en el mercado internacional de cereales, que no puede acomodar un aumento similar en los precios sin que la demanda se desplome, pues los grandes importadores (por ejemplo, Egipto) son países pobres que difícilmente pueden competir con el mercado de biocombustibles. El uso de biocombustibles ha conseguido el perverso efecto de vincular la economía del petróleo a la de los alimentos.
La producción de biocombustibles requiere mucho más que luz solar: agua, tierra fértil, fertilizantes y pesticidas. La agricultura es el sector que más agua consume, pues producir el alimento que cada uno de nosotros consume requiere entre 3.000 y 4.000 litros de agua diarios, de forma que la disponibilidad de agua es un factor limitante para la producción de alimento. La superficie de cultivo por habitante se ha reducido a escala global de 0,5 a 0,25 hectáreas entre 1960 y el 2000, y la reserva de suelo potencialmente fértil aún por utilizar para agricultura es cada vez más escasa. La limitación de estos dos recursos básicos para la producción de alimento, agua y terreno fértil, se continuará agravando, impulsada por el binomio de una creciente población humana y un incremento en el uso de alimento per cápita. Los biocombustibles se producen no además, sino a costa de los productos agrícolas para alimentación. Esto es así no sólo porque las especies que dominan la producción de biocombustibles (por ejemplo, maíz, soja, palma) se usan también para alimentación, sino también porque muchas de las especies alternativas consumirían agua y territorio fértil. La superficie dedicada a producción de biocombustibles en la UE aumentó casi 10 veces en 3 años, entre el 2004 y el 2007. Aunque la producción de biocombustibles consume una proporción modesta de la producción de cereales y es responsable de sólo un 10% del alza de su precio, este incremento agudiza la tendencia al aumento del precio de los alimentos.
Los beneficios ambientales asociados a la producción de biocombustibles son escasos, mientras que los problemas sobre el medio ambiente abundan. La capacidad de limitar las emisiones de gases de efecto invernadero a partir de la producción de biocombustibles es marginal, pues su producción y uso requiere de una importante cantidad de energía, de forma que generan, en el mejor de los casos, un 20% más de energía que la que se emplea en su producción. La aplicación de fertilizantes usados para la producción de biocombustibles no sólo es un proceso energéticamente costoso, sino que también causa importantes daños ambientales. Producir biocombustibles impulsa la transformación del territorio y es hoy la principal causa de deforestación en Brasil, Indonesia y Birmania.
Los biocombustibles adecuados son, por tanto, los que se produzcan en suelos salinizados, no aptos para el cultivo, y con especies que no requieran riego, y - sobre todo- en el océano. De nuevo, la clave puede estar en el océano.
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