Por Daniel Barenboim, pianista y director de orquesta. Nacido en Argentina, tiene también pasaportes israelí, español y palestino (EL PAÍS, 14/05/08):
En las paredes de mi vestuario de la Staatsoper de Berlín hay fotografías que me recuerdan lo que veo cuando miro por la ventana de mi casa en Jerusalén. Están un poco descoloridas y en algunas partes el papel se está deshaciendo, pero es fácil reconocer las vistas: la Ciudad Vieja, la Mezquita de la Roca con su refulgente cúpula, los muros, las puertas. A veces me siento aquí antes de actuar, observo esas fotografías y pienso en Jerusalén, en Israel, en mi patria. Parece que antes de 1989, esta habitación era un refugio de la Stasi, la policía de Alemania del Este; si yo fuera un sentimental, no hay duda de que el hecho me ayudaría a dejar de serlo, pero no lo soy. La situación en Oriente Próximo me resulta demasiado cercana, es demasiado personal como para que pueda caer en el sentimentalismo.
Desde 1952 poseo pasaporte israelí. Desde que tengo 15 años viajo por el mundo en mi calidad de músico. He residido en Londres y en París, y durante años he vivido entre Chicago y Berlín. Antes de tener pasaporte israelí, lo tenía argentino; y después adquirí el español. Además, en 2007 me convertí en el único israelí del mundo que también puede enseñar un pasaporte palestino en los puestos fronterizos israelíes. Soy, por así decirlo, una prueba patente de que sólo una solución pragmática basada en la existencia de dos Estados (o, mejor aún, aunque suene absurdo, una federación de tres Estados: Israel, Palestina y Jordania) puede llevar la paz a la región. ¿Cómo respondo a quienes me dicen que soy ingenuo, sólo un artista? Les digo que, aunque de niño estrechara la mano de Ben Gurion y de Simon Peres, no soy un político: lo que siempre me ha interesado es la humanidad, no la política. En ese sentido, me siento capaz de analizar la situación y, como artista, especialmente capacitado para hacerlo.
Tanto mis abuelos paternos como maternos eran judíos rusos que huyeron a Buenos Aires durante los pogromos de 1904. Por desgracia, nunca pregunté mucho a mis padres sobre la historia de nuestra familia. En primer lugar porque, de niño, estaba muy centrado en mí mismo y, en segundo lugar, porque entonces era normal que estuviéramos en una situación de cambio permanente. Sin embargo, la historia de mis abuelos paternos es muy especial. Cuando llegaron al puerto de Buenos Aires (él con 16 años, ella con 14), después de una larga y espantosa travesía, les anunciaron que sólo las familias podían desembarcar, porque el cupo de solteros ya estaba cubierto. Los dos estaban solos y mi abuelo agarró a mi abuela y le dijo: “¡Casémonos!”. Y así lo hicieron. Una vez en tierra, cada uno se fue por su lado. Después de dos o tres años se reencontraron por casualidad, se enamoraron y pasaron el resto de su vida juntos.
Esta abuela era una ferviente sionista. Ya en 1929 se fue a Palestina durante seis meses con sus tres hijas -entre ellas mi madre, entonces de 17 años- para comprobar si se podía vivir allí. Por su parte, la familia de mi padre estaba totalmente asimilada: para ellos, la Tierra Santa no tenía importancia, por lo menos hasta que descubrieron mi talento musical. De repente, para mis padres cobró importancia que yo, en mi calidad de futuro artista, debía crecer dentro de una mayoría y no de una minoría ubicada en algún punto de la diáspora judía. Se podría decir que la convicción de que la normalidad sería un elemento fundamental para mi desarrollo intelectual avivó aún más el sionismo de mi abuela, de manera que la familia Barenboim decidió emigrar a Israel.
La primera escala de ese largo viaje fue Salzburgo, donde participé en el concierto de clausura de la clase magistral que impartía en verano el director Ígor Markevitch. Tardamos 52 horas en realizar todo el periplo, con paradas en Montevideo, Río de Janeiro, São Paulo, Recife, isla del Sol y Madrid. Posteriormente, en Roma, tomamos un tren con dirección a Salzburgo. A los nueve años, yo sólo hablaba español y un poco de yiddish, que había aprendido de mi abuela. Eso no era un gran problema, ya que no pretendíamos quedarnos en Austria y, en general, yo estaría en compañía de otros músicos. Aunque en Buenos Aires no había sido consciente de que ser judío pudiera ser un problema, en Salzburgo sí empecé a percibirlo. Un día, unos amigos hebreos me llevaron a una imponente cascada de Badgastein y me dijeron que, durante la época nazi, habían arrojado allí a judíos. Así atisbé por primera vez cuál había sido la suerte del pueblo judío. Los relatos del Holocausto que relataban mis padres también me habían perturbado profundamente, aunque en esa época no pudiera comprenderlos del todo.
En diciembre de 1952 llegamos a Israel. Era invierno, el año escolar ya había empezado, y yo tenía que aprender otro alfabeto y otro idioma. No fue nada fácil, pero, como era un chico poco complicado y extrovertido, no tardé en adaptarme, comenzando así una nueva vida, maravillosa y muy intensa. Todo estaba a punto de cambiar y de avanzar. ¡Imagínense que fue precisamente en las calles de Tel Aviv donde aprendí a jugar al fútbol! Posteriormente, entré a formar parte de un movimiento juvenil y todavía recuerdo lo mucho que menospreciábamos a los hombres con bigote y a las chicas de labios pintados. Teníamos la sensación de que eran superficiales, que simplemente no tenían sustancia.
Como mi familia no tenía dinero, al principio nos mantuvo un tío de Brasil. En la actualidad, su hija es la embajadora brasileña en Eslovenia (por lo menos un Barenboim llegó a algo…). En cuanto al apellido, en consonancia con el nuevo espíritu de confianza en sí mismos que mostraban los judíos israelíes, a mi familia la instaron a traducirlo al hebreo. Ben Gurion, por ejemplo, al que yo admiraba enormemente como hombre de Estado y como visionario, procedía de la ciudad polaca de Plonsk y se llamaba en realidad David Grün. Fue él quien trató de convencer a mis padres de que yo nunca me haría famoso con el apellido Barenboim (la versión yiddish de Birnbaum, peral). Tenía la sensación de que Agassi (pera en hebreo) sería mucho mejor. Siempre se podría pensar que yo era italiano. Sin embargo, a ninguno de nosotros le hacía ninguna gracia la idea.
Si hemos de atenernos a los hechos, no he pasado periodos muy prolongados en Israel. Estuve allí sólo entre 1952 y 1954, y desde 1956, hasta comienzos de los sesenta. Cuando no acudía al colegio, estaba de gira dando conciertos en Zúrich, Ámsterdam o Bournemouth. Durante el invierno de 1954 fui a París a estudiar durante año y medio contrapunto y composición con la afamada Nadia Boulanger, conocida por su carácter estricto. Ella me enseñó que el músico ideal debe pensar con el corazón y sentir con la cabeza. Mis padres me acompañaban en todos mis viajes, ya que pensaban que yo necesitaba tener una vida familiar lo más normal posible.
Las consecuencias de la guerra habían dejado profundas cicatrices en la Europa de los años cincuenta. Al estar a caballo entre dos mundos, el contraste entre el Viejo Continente e Israel me parecía especialmente acusado. En esa época, éste era el Estado más social e idealista que se pudiera imaginar. Fue una suerte que el país y nosotros fuéramos jóvenes al mismo tiempo. Nadie tenía la sensación de estar trabajando para el Estado, porque no existía tal cosa. El Estado evolucionaba literalmente ante nuestros propios ojos y alimentaba nuestro idealismo, nuestro compromiso diario, nuestro trabajo. Los judíos de Israel ya no tenían que ocupar únicamente las llamadas profesiones liberales desempeñadas en la diáspora (las de artista, abogado, médico o banquero), sino que también podían dedicarse a la agricultura, o ser policías, soldados o, llegado el caso, hasta delincuentes. El Estado y la patria, la patria y el Estado se fundieron hasta convertirse en una sola cosa.
La izquierda israelí, el Partido Laborista, estuvo en el poder hasta 1977, algo que se olvida con frecuencia. Fueron 29 años. ¿Y por qué? Después de la Guerra de Independencia de 1948, los tradicionalistas no tenían nada que hacer, puesto que la contienda ya estaba ganada. Los judíos religiosos seguían esperando al Mesías. De manera que lo que quedaba eran los socialistas. Los vientos no cambiaron hasta después de la Guerra de los Seis Días de 1967. La idea de un Israel de base perdió pie. De repente, había mano de obra más barata procedente de los territorios palestinos y, no mucho después, aparecieron los primeros millonarios israelíes. El sistema socialista perdió su equilibrio; la concepción del Estado se tambaleó.
Yo me crié en Israel con una cultura y unos valores europeos; la directora de mi instituto de secundaria era historiadora del arte, la clase de mujer que uno encontraría en Berlín-Dahlem. A mí esto me venía al pelo, porque en mi fase de rebeldía adolescente no quería tener relación alguna ni con Argentina, ni con la lengua española, ni con nada que tuviera que ver con la diáspora. Para mí, todo eso era historia. Lo que contaba era el presente y el futuro de Israel. A los 19 o 20 años me convocaron para realizar el servicio militar obligatorio en el Ejército argentino. Logré posponer el alistamiento dos veces, hasta que finalmente aduje que mi ciudadanía israelí debía eximirme de ese servicio. El resultado fue que, a excepción de Israel, podía ir a cualquier sitio con mi pasaporte argentino, y que con el israelí podía viajar a cualquier lugar, salvo a Argentina.
En 1966 conocí a la violonchelista Jacqueline du Pré en Londres. Ambos sentimos inmediatamente una atracción mutua, tanto personal como musical, y dos o tres meses después decidimos casarnos. Sin influencia alguna por mi parte, a Jacqueline se le ocurrió convertirse al judaísmo. La idea de tener algún día hijos influyó en su decisión, así como el hecho de conocer a muchos grandes músicos judíos. Su conversión no siempre fue una bendición para su carrera; se podía leer y escuchar que había entrado en la “mafia musical judía”. Ben Gurion, que no tenía mucho interés en la música, acudió a nuestra boda. Le impresionaba que una chica inglesa no judía pudiera identificarse tanto con su país. El 31 de mayo, cuando la guerra parecía inevitable, volamos a Israel en uno de los últimos aviones de pasajeros. Tocamos casi todas las noches. El último concierto tuvo lugar el 5 de junio en Beersheba, una localidad situada a mitad de camino entre Tel Aviv y la frontera con Egipto. Al abandonar la sala para dirigirnos en coche a casa, comenzamos a ver los primeros tanques avanzando hacia nosotros.
Después de 1967, Israel volvió mucho más la vista hacia Estados Unidos, no necesariamente para su propio beneficio. Los tradicionalistas decían: “No abandonaremos los territorios recién ocupados”. Los judíos religiosos, que no eran “territorios ocupados sino liberados, son territorios bíblicos”. Y de esta forma se selló el fin del socialismo en Israel. Desde entonces, la política internacional ha instrumentalizado el conflicto de Oriente Próximo. Llevamos décadas leyendo titulares sobre explosiones de violencia. Las guerras y las acciones terroristas se suceden, consolidando la situación en la mente de la gente. Hoy en día, en la época de la guerra de Irak y el conflicto con Irán, apenas se leen noticias sobre el asunto, lo que es todavía peor. Muchos israelíes sueñan con despertarse un día para ver que los palestinos se han ido, y éstos con lo contrario. Ni uno ni otro bando pueden diferenciar ya entre el sueño y la realidad, y, psicológicamente, éste es el quid del problema.
Desde la década de 1960 no me siento cómodo en Israel. Por supuesto, es mi patria; mis padres vivieron allí y ambos están enterrados en Jerusalén. Siempre que ha habido guerra en Israel, he tocado en el país: en 1956, 1967 y 1973. La música ha sido mi lengua, mi arma. Sin embargo, después del Septiembre Negro de 1970, Golda Meir dijo: “¿Por qué se habla de los palestinos? ¡Nosotros somos el pueblo palestino!”. En ese momento caí en la cuenta de que esa posición era moralmente inaceptable. Sí, los judíos tenían derecho a un Estado propio y también a este Estado concreto. El Holocausto y la culpabilidad de los europeos después de 1945 incidieron aún más en esa reivindicación. Sin embargo, se olvida con demasiada facilidad que existía un sionismo moderado, que desde el principio personas como Martin Buber declararon que el derecho a tener un Estado judío debía hacerse aceptable para la población local, para los no judíos. Por su parte, el sionismo más combativo no profundizó en esta mentalidad. Incluso hoy en día sigue basándose en una mentira, es decir, que la tierra ocupada por los judíos estaba vacía.
En la actualidad, muchos israelíes no tienen ni idea de lo que sienten los palestinos, de cómo es la vida en una ciudad como Nablus, una prisión con 180.000 reclusos en la que no hay ni restaurantes, ni cafés ni cines. ¿Qué ha ocurrido con la famosa inteligencia judía? Ni siquiera estoy hablando de justicia o de amor. ¿Por qué se continúa alimentando el odio en la franja de Gaza? Nunca podrá haber una solución militar, porque dos pueblos luchan por una sola tierra. Por fuerte que sea Israel, siempre sufrirá inseguridad y miedo. El conflicto se devora a sí mismo y al alma judía, y siempre se le ha permitido que lo haga. Quisimos hacernos con tierras que nunca pertenecieron a los judíos y construir en ellas asentamientos. En ese hecho, los palestinos ven, y con razón, una provocación imperialista. Su resistencia, su no, es absolutamente comprensible, pero no los medios que utilizan para llevarla a cabo, ni tampoco la violencia o la inhumanidad indiscriminada.
Los israelíes debemos finalmente encontrar el valor para no reaccionar ante esa violencia, el valor de ser fieles a nuestra historia. Los palestinos no podían esperar que después del Holocausto nos ocupáramos de alguien que no fuéramos nosotros mismos: teníamos que sobrevivir. Ahora que lo hemos hecho, unos y otros debemos mirar colectivamente hacia delante. Aún no ha nacido el primer ministro israelí capaz de esa empresa. Fundamentalmente, hoy en día no hemos avanzado nada respecto a 1947, cuando las Naciones Unidas votaron la partición de Palestina. Peor aún: en 1947 todavía era posible imaginarse un Estado binacional, pero, 60 años después, parece algo inconcebible. Hoy en día, los israelíes, al referirse a una solución basada en la existencia de dos Estados, hablan de separación, de divorcio: ¡qué cinismo! Normalmente, los divorcios afectan a personas que en su día se quisieron…
Esta situación me hace sufrir, y todo lo que hago tiene algo que ver con ese sufrimiento, ya sea dirigir obras de Wagner en Israel (¡y desde luego no fui el primero en hacerlo!), citar la Constitución israelí en la Knesset, fundar la Orquesta West-Eastern Divan junto al escritor Edward Said, organizar una escuela musical infantil en Berlín o, como ha ocurrido hace poco en Jerusalén, ofrecer un concierto para los dos pueblos. Algunas de estas actividades obtienen una atención exagerada de los medios de comunicación, pero yo las hago porque me enloquece comprobar hasta dónde podemos llegar cada día los judíos con nuestras injusticias, y lo mucho que ponemos en peligro la futura existencia de Israel. Por cínico que parezca, me alegro de haber nacido en 1942 y no en 1972. Tal como están las cosas, por fortuna no viviré para ver el día en que sea posible la desaparición del Estado judío, del mismo modo que no asistiré al momento en que la música clásica quizá ya no tenga ninguna presencia ni en nuestra mentalidad ni en nuestros sentimientos.
Hace años que no vivo en Israel y soy muy consciente de que mi perspectiva es la de un forastero. A veces, la gente me pregunta “¿qué es un judío?”. La respuesta es la siguiente: un judío que tiene experiencias antisemitas en el Berlín de 2008 es diferente al que las tenía en 1940. El de 1940 se sentía amenazado; el de la actualidad puede pensar en su propia tierra, en Israel. Hoy en día puedo decirle al antisemita que “o bien aprendes a vivir conmigo o podemos seguir cada uno nuestro camino. Y punto”, y esto supone una diferencia fundamental. A medio plazo, soy pesimista respecto a Oriente Próximo, pero a largo plazo soy optimista. O encontramos una forma de vivir con el otro o nos matamos. ¿Qué es lo que me da esperanza? Hacer música. Porque, ante una sinfonía de Beethoven, el Don Giovanni de Mozart o Tristán e Isolda de Wagner, todos los seres humanos son iguales.
En las paredes de mi vestuario de la Staatsoper de Berlín hay fotografías que me recuerdan lo que veo cuando miro por la ventana de mi casa en Jerusalén. Están un poco descoloridas y en algunas partes el papel se está deshaciendo, pero es fácil reconocer las vistas: la Ciudad Vieja, la Mezquita de la Roca con su refulgente cúpula, los muros, las puertas. A veces me siento aquí antes de actuar, observo esas fotografías y pienso en Jerusalén, en Israel, en mi patria. Parece que antes de 1989, esta habitación era un refugio de la Stasi, la policía de Alemania del Este; si yo fuera un sentimental, no hay duda de que el hecho me ayudaría a dejar de serlo, pero no lo soy. La situación en Oriente Próximo me resulta demasiado cercana, es demasiado personal como para que pueda caer en el sentimentalismo.
Desde 1952 poseo pasaporte israelí. Desde que tengo 15 años viajo por el mundo en mi calidad de músico. He residido en Londres y en París, y durante años he vivido entre Chicago y Berlín. Antes de tener pasaporte israelí, lo tenía argentino; y después adquirí el español. Además, en 2007 me convertí en el único israelí del mundo que también puede enseñar un pasaporte palestino en los puestos fronterizos israelíes. Soy, por así decirlo, una prueba patente de que sólo una solución pragmática basada en la existencia de dos Estados (o, mejor aún, aunque suene absurdo, una federación de tres Estados: Israel, Palestina y Jordania) puede llevar la paz a la región. ¿Cómo respondo a quienes me dicen que soy ingenuo, sólo un artista? Les digo que, aunque de niño estrechara la mano de Ben Gurion y de Simon Peres, no soy un político: lo que siempre me ha interesado es la humanidad, no la política. En ese sentido, me siento capaz de analizar la situación y, como artista, especialmente capacitado para hacerlo.
Tanto mis abuelos paternos como maternos eran judíos rusos que huyeron a Buenos Aires durante los pogromos de 1904. Por desgracia, nunca pregunté mucho a mis padres sobre la historia de nuestra familia. En primer lugar porque, de niño, estaba muy centrado en mí mismo y, en segundo lugar, porque entonces era normal que estuviéramos en una situación de cambio permanente. Sin embargo, la historia de mis abuelos paternos es muy especial. Cuando llegaron al puerto de Buenos Aires (él con 16 años, ella con 14), después de una larga y espantosa travesía, les anunciaron que sólo las familias podían desembarcar, porque el cupo de solteros ya estaba cubierto. Los dos estaban solos y mi abuelo agarró a mi abuela y le dijo: “¡Casémonos!”. Y así lo hicieron. Una vez en tierra, cada uno se fue por su lado. Después de dos o tres años se reencontraron por casualidad, se enamoraron y pasaron el resto de su vida juntos.
Esta abuela era una ferviente sionista. Ya en 1929 se fue a Palestina durante seis meses con sus tres hijas -entre ellas mi madre, entonces de 17 años- para comprobar si se podía vivir allí. Por su parte, la familia de mi padre estaba totalmente asimilada: para ellos, la Tierra Santa no tenía importancia, por lo menos hasta que descubrieron mi talento musical. De repente, para mis padres cobró importancia que yo, en mi calidad de futuro artista, debía crecer dentro de una mayoría y no de una minoría ubicada en algún punto de la diáspora judía. Se podría decir que la convicción de que la normalidad sería un elemento fundamental para mi desarrollo intelectual avivó aún más el sionismo de mi abuela, de manera que la familia Barenboim decidió emigrar a Israel.
La primera escala de ese largo viaje fue Salzburgo, donde participé en el concierto de clausura de la clase magistral que impartía en verano el director Ígor Markevitch. Tardamos 52 horas en realizar todo el periplo, con paradas en Montevideo, Río de Janeiro, São Paulo, Recife, isla del Sol y Madrid. Posteriormente, en Roma, tomamos un tren con dirección a Salzburgo. A los nueve años, yo sólo hablaba español y un poco de yiddish, que había aprendido de mi abuela. Eso no era un gran problema, ya que no pretendíamos quedarnos en Austria y, en general, yo estaría en compañía de otros músicos. Aunque en Buenos Aires no había sido consciente de que ser judío pudiera ser un problema, en Salzburgo sí empecé a percibirlo. Un día, unos amigos hebreos me llevaron a una imponente cascada de Badgastein y me dijeron que, durante la época nazi, habían arrojado allí a judíos. Así atisbé por primera vez cuál había sido la suerte del pueblo judío. Los relatos del Holocausto que relataban mis padres también me habían perturbado profundamente, aunque en esa época no pudiera comprenderlos del todo.
En diciembre de 1952 llegamos a Israel. Era invierno, el año escolar ya había empezado, y yo tenía que aprender otro alfabeto y otro idioma. No fue nada fácil, pero, como era un chico poco complicado y extrovertido, no tardé en adaptarme, comenzando así una nueva vida, maravillosa y muy intensa. Todo estaba a punto de cambiar y de avanzar. ¡Imagínense que fue precisamente en las calles de Tel Aviv donde aprendí a jugar al fútbol! Posteriormente, entré a formar parte de un movimiento juvenil y todavía recuerdo lo mucho que menospreciábamos a los hombres con bigote y a las chicas de labios pintados. Teníamos la sensación de que eran superficiales, que simplemente no tenían sustancia.
Como mi familia no tenía dinero, al principio nos mantuvo un tío de Brasil. En la actualidad, su hija es la embajadora brasileña en Eslovenia (por lo menos un Barenboim llegó a algo…). En cuanto al apellido, en consonancia con el nuevo espíritu de confianza en sí mismos que mostraban los judíos israelíes, a mi familia la instaron a traducirlo al hebreo. Ben Gurion, por ejemplo, al que yo admiraba enormemente como hombre de Estado y como visionario, procedía de la ciudad polaca de Plonsk y se llamaba en realidad David Grün. Fue él quien trató de convencer a mis padres de que yo nunca me haría famoso con el apellido Barenboim (la versión yiddish de Birnbaum, peral). Tenía la sensación de que Agassi (pera en hebreo) sería mucho mejor. Siempre se podría pensar que yo era italiano. Sin embargo, a ninguno de nosotros le hacía ninguna gracia la idea.
Si hemos de atenernos a los hechos, no he pasado periodos muy prolongados en Israel. Estuve allí sólo entre 1952 y 1954, y desde 1956, hasta comienzos de los sesenta. Cuando no acudía al colegio, estaba de gira dando conciertos en Zúrich, Ámsterdam o Bournemouth. Durante el invierno de 1954 fui a París a estudiar durante año y medio contrapunto y composición con la afamada Nadia Boulanger, conocida por su carácter estricto. Ella me enseñó que el músico ideal debe pensar con el corazón y sentir con la cabeza. Mis padres me acompañaban en todos mis viajes, ya que pensaban que yo necesitaba tener una vida familiar lo más normal posible.
Las consecuencias de la guerra habían dejado profundas cicatrices en la Europa de los años cincuenta. Al estar a caballo entre dos mundos, el contraste entre el Viejo Continente e Israel me parecía especialmente acusado. En esa época, éste era el Estado más social e idealista que se pudiera imaginar. Fue una suerte que el país y nosotros fuéramos jóvenes al mismo tiempo. Nadie tenía la sensación de estar trabajando para el Estado, porque no existía tal cosa. El Estado evolucionaba literalmente ante nuestros propios ojos y alimentaba nuestro idealismo, nuestro compromiso diario, nuestro trabajo. Los judíos de Israel ya no tenían que ocupar únicamente las llamadas profesiones liberales desempeñadas en la diáspora (las de artista, abogado, médico o banquero), sino que también podían dedicarse a la agricultura, o ser policías, soldados o, llegado el caso, hasta delincuentes. El Estado y la patria, la patria y el Estado se fundieron hasta convertirse en una sola cosa.
La izquierda israelí, el Partido Laborista, estuvo en el poder hasta 1977, algo que se olvida con frecuencia. Fueron 29 años. ¿Y por qué? Después de la Guerra de Independencia de 1948, los tradicionalistas no tenían nada que hacer, puesto que la contienda ya estaba ganada. Los judíos religiosos seguían esperando al Mesías. De manera que lo que quedaba eran los socialistas. Los vientos no cambiaron hasta después de la Guerra de los Seis Días de 1967. La idea de un Israel de base perdió pie. De repente, había mano de obra más barata procedente de los territorios palestinos y, no mucho después, aparecieron los primeros millonarios israelíes. El sistema socialista perdió su equilibrio; la concepción del Estado se tambaleó.
Yo me crié en Israel con una cultura y unos valores europeos; la directora de mi instituto de secundaria era historiadora del arte, la clase de mujer que uno encontraría en Berlín-Dahlem. A mí esto me venía al pelo, porque en mi fase de rebeldía adolescente no quería tener relación alguna ni con Argentina, ni con la lengua española, ni con nada que tuviera que ver con la diáspora. Para mí, todo eso era historia. Lo que contaba era el presente y el futuro de Israel. A los 19 o 20 años me convocaron para realizar el servicio militar obligatorio en el Ejército argentino. Logré posponer el alistamiento dos veces, hasta que finalmente aduje que mi ciudadanía israelí debía eximirme de ese servicio. El resultado fue que, a excepción de Israel, podía ir a cualquier sitio con mi pasaporte argentino, y que con el israelí podía viajar a cualquier lugar, salvo a Argentina.
En 1966 conocí a la violonchelista Jacqueline du Pré en Londres. Ambos sentimos inmediatamente una atracción mutua, tanto personal como musical, y dos o tres meses después decidimos casarnos. Sin influencia alguna por mi parte, a Jacqueline se le ocurrió convertirse al judaísmo. La idea de tener algún día hijos influyó en su decisión, así como el hecho de conocer a muchos grandes músicos judíos. Su conversión no siempre fue una bendición para su carrera; se podía leer y escuchar que había entrado en la “mafia musical judía”. Ben Gurion, que no tenía mucho interés en la música, acudió a nuestra boda. Le impresionaba que una chica inglesa no judía pudiera identificarse tanto con su país. El 31 de mayo, cuando la guerra parecía inevitable, volamos a Israel en uno de los últimos aviones de pasajeros. Tocamos casi todas las noches. El último concierto tuvo lugar el 5 de junio en Beersheba, una localidad situada a mitad de camino entre Tel Aviv y la frontera con Egipto. Al abandonar la sala para dirigirnos en coche a casa, comenzamos a ver los primeros tanques avanzando hacia nosotros.
Después de 1967, Israel volvió mucho más la vista hacia Estados Unidos, no necesariamente para su propio beneficio. Los tradicionalistas decían: “No abandonaremos los territorios recién ocupados”. Los judíos religiosos, que no eran “territorios ocupados sino liberados, son territorios bíblicos”. Y de esta forma se selló el fin del socialismo en Israel. Desde entonces, la política internacional ha instrumentalizado el conflicto de Oriente Próximo. Llevamos décadas leyendo titulares sobre explosiones de violencia. Las guerras y las acciones terroristas se suceden, consolidando la situación en la mente de la gente. Hoy en día, en la época de la guerra de Irak y el conflicto con Irán, apenas se leen noticias sobre el asunto, lo que es todavía peor. Muchos israelíes sueñan con despertarse un día para ver que los palestinos se han ido, y éstos con lo contrario. Ni uno ni otro bando pueden diferenciar ya entre el sueño y la realidad, y, psicológicamente, éste es el quid del problema.
Desde la década de 1960 no me siento cómodo en Israel. Por supuesto, es mi patria; mis padres vivieron allí y ambos están enterrados en Jerusalén. Siempre que ha habido guerra en Israel, he tocado en el país: en 1956, 1967 y 1973. La música ha sido mi lengua, mi arma. Sin embargo, después del Septiembre Negro de 1970, Golda Meir dijo: “¿Por qué se habla de los palestinos? ¡Nosotros somos el pueblo palestino!”. En ese momento caí en la cuenta de que esa posición era moralmente inaceptable. Sí, los judíos tenían derecho a un Estado propio y también a este Estado concreto. El Holocausto y la culpabilidad de los europeos después de 1945 incidieron aún más en esa reivindicación. Sin embargo, se olvida con demasiada facilidad que existía un sionismo moderado, que desde el principio personas como Martin Buber declararon que el derecho a tener un Estado judío debía hacerse aceptable para la población local, para los no judíos. Por su parte, el sionismo más combativo no profundizó en esta mentalidad. Incluso hoy en día sigue basándose en una mentira, es decir, que la tierra ocupada por los judíos estaba vacía.
En la actualidad, muchos israelíes no tienen ni idea de lo que sienten los palestinos, de cómo es la vida en una ciudad como Nablus, una prisión con 180.000 reclusos en la que no hay ni restaurantes, ni cafés ni cines. ¿Qué ha ocurrido con la famosa inteligencia judía? Ni siquiera estoy hablando de justicia o de amor. ¿Por qué se continúa alimentando el odio en la franja de Gaza? Nunca podrá haber una solución militar, porque dos pueblos luchan por una sola tierra. Por fuerte que sea Israel, siempre sufrirá inseguridad y miedo. El conflicto se devora a sí mismo y al alma judía, y siempre se le ha permitido que lo haga. Quisimos hacernos con tierras que nunca pertenecieron a los judíos y construir en ellas asentamientos. En ese hecho, los palestinos ven, y con razón, una provocación imperialista. Su resistencia, su no, es absolutamente comprensible, pero no los medios que utilizan para llevarla a cabo, ni tampoco la violencia o la inhumanidad indiscriminada.
Los israelíes debemos finalmente encontrar el valor para no reaccionar ante esa violencia, el valor de ser fieles a nuestra historia. Los palestinos no podían esperar que después del Holocausto nos ocupáramos de alguien que no fuéramos nosotros mismos: teníamos que sobrevivir. Ahora que lo hemos hecho, unos y otros debemos mirar colectivamente hacia delante. Aún no ha nacido el primer ministro israelí capaz de esa empresa. Fundamentalmente, hoy en día no hemos avanzado nada respecto a 1947, cuando las Naciones Unidas votaron la partición de Palestina. Peor aún: en 1947 todavía era posible imaginarse un Estado binacional, pero, 60 años después, parece algo inconcebible. Hoy en día, los israelíes, al referirse a una solución basada en la existencia de dos Estados, hablan de separación, de divorcio: ¡qué cinismo! Normalmente, los divorcios afectan a personas que en su día se quisieron…
Esta situación me hace sufrir, y todo lo que hago tiene algo que ver con ese sufrimiento, ya sea dirigir obras de Wagner en Israel (¡y desde luego no fui el primero en hacerlo!), citar la Constitución israelí en la Knesset, fundar la Orquesta West-Eastern Divan junto al escritor Edward Said, organizar una escuela musical infantil en Berlín o, como ha ocurrido hace poco en Jerusalén, ofrecer un concierto para los dos pueblos. Algunas de estas actividades obtienen una atención exagerada de los medios de comunicación, pero yo las hago porque me enloquece comprobar hasta dónde podemos llegar cada día los judíos con nuestras injusticias, y lo mucho que ponemos en peligro la futura existencia de Israel. Por cínico que parezca, me alegro de haber nacido en 1942 y no en 1972. Tal como están las cosas, por fortuna no viviré para ver el día en que sea posible la desaparición del Estado judío, del mismo modo que no asistiré al momento en que la música clásica quizá ya no tenga ninguna presencia ni en nuestra mentalidad ni en nuestros sentimientos.
Hace años que no vivo en Israel y soy muy consciente de que mi perspectiva es la de un forastero. A veces, la gente me pregunta “¿qué es un judío?”. La respuesta es la siguiente: un judío que tiene experiencias antisemitas en el Berlín de 2008 es diferente al que las tenía en 1940. El de 1940 se sentía amenazado; el de la actualidad puede pensar en su propia tierra, en Israel. Hoy en día puedo decirle al antisemita que “o bien aprendes a vivir conmigo o podemos seguir cada uno nuestro camino. Y punto”, y esto supone una diferencia fundamental. A medio plazo, soy pesimista respecto a Oriente Próximo, pero a largo plazo soy optimista. O encontramos una forma de vivir con el otro o nos matamos. ¿Qué es lo que me da esperanza? Hacer música. Porque, ante una sinfonía de Beethoven, el Don Giovanni de Mozart o Tristán e Isolda de Wagner, todos los seres humanos son iguales.
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