Por Pere Vilanova, catedrático de Ciencia Política de la Universitat de Barcelona (EL PERIÓDICO, 29/05/08):
Cada vez con más frecuencia, profesores de prestigio expresan su creciente malestar por la crisis que afecta a la universidad pública, a través de los medios de comunicación o por otras vías (Rafel Argullol, Manuel Cruz, Miquel Caminal y otros). Tales profesores tienen en común un par de cosas: un talento académico reconocido y una dedicación a la universidad que no necesita mayor demostración. Es interesante notar que algunos responsables de equipos rectorales (no todos) han reaccionado de forma negativa: como si se tratara de una cuestión personal. Y no se trata de una cuestión personal. Al contrario: muchos consideran que los equipos rectorales son también víctimas colaterales de la crisis, aunque, a veces, a menudo involuntariamente, son uno de los instrumentos de agravamiento.
ALGUNOS profesores de la Universitat de Barcelona, por ejemplo, hemos expresado nuestra inquietud y creciente malestar por las nuevas directrices académicas que nos inundan, y su repercusión negativa sobre nuestras actividades de docencia, investigación y gestión. El personal docente e investigador se encuentra cada vez más asfixiado por un normativismo exagerado, innecesariamente burocrático, por una rigidez absurda en los procedimientos. Por ejemplo, la aplicación informática destinada supuestamente a que cada profesor haga una denominada “autoevaluación docente” necesita un manual de instrucciones que en soporte papel tiene 31 páginas. Ni 30 ni 32.
Pero ya hay otros mecanismos de evaluación de esta función, empezando por las encuestas de opinión de los estudiantes y los directores de departamento. Tal manual afirma, sin vergüenza, que el profesor tiene las siguientes funciones: empieza por la letra a del alfabeto para seguir hasta la v, es decir, más de 20 funciones, dejando prudentemente las letras x, y y z por si en el futuro a alguien se le ocurren “nuevas funciones”. Las aplicaciones parecen deliberadamente complicadas con el fin de que parezcan científicamente fundamentadas.
Las funciones esenciales de la universidad son la docencia y la investigación, así como la proyección social de nuestro trabajo. Así, hay que ver con mucha preocupación la descapitalización de los departamentos que se produce al desviar investigadores e importantes fondos de investigación a institutos y observatorios de varios tipos. También es inquietante la dificultad que todo ello comporta en la necesaria formación del nuevo profesorado, y en la planificación a largo plazo de nuestras plantillas. Y los propios equipos rectorales están sometidos a dos presiones estructurales exteriores: una es la deriva en las funciones de los consejos sociales, y la otra, algunas invocaciones que se hacen del proceso de Bolonia, del que ya hablaremos en otras ocasiones (por desgracia.
Sobre el primer aspecto, en muchos casos, el consejo social se ha extralimitado en las funciones que le atribuye una norma jurídica ya de por sí discutible, hasta el punto que parece querer convertirse en el verdadero órgano de gobierno de la universidad, por encima del propio rector y su equipo de gobierno. Esto amenaza directamente al principio de autonomía universitaria. Las dificultades presupuestarias de la Universitat de Barcelona, por poner el ejemplo más extremo, pese a ser reales, no pueden ser explicadas sin entrar a valorar –y a denunciar– la po- lítica universitaria de los sucesivos gobiernos de la Generalitat y sus actitudes hacia la UB, desde la segunda mitad de los años 80 hasta el día de hoy. ¿Cómo puede ser, si no, que rectores de tan alto nivel como Bricall, Caparrós, Tugores y Rubiralta no hayan podido resolver nunca una situación que les desbordaba? Pues porque, dejando a un lado la literatura discutible sobre la supuesta representatividad social de los consejos sociales (”son la sociedad civil y debe fiscalizar la actividad de la universidad”, se dice sin ironía), se ha perdido de vista algo esencial: en nuestro país, la universidad pública depende económicamente de los fondos públicos que le adjudica el Govern.
LOS CONSEJOS sociales no deberían prestarse a ser el instrumento a través del cual –vía presupuestaria– el Gobierno quiere ahorrar a costa de lo que sea. Es legítimo debatir sobre ciertas actitudes de algún consejo social, a veces más preocupado por no contrariar a la conselleria que por defender la universidad. Muchos consideramos que es necesaria una información clara sobre la situación general y económica de las universidades catalanas, a la vez que expresamos nuestra crítica contra las disfunciones que desde la conselleria afectan a la relación entre el gobierno de la universidad y los consejos sociales.
Para reconducir la actual crisis es fundamental el respeto a la autonomía de la universidad contra presiones políticas o seudoempresariales, con el fin de garantizar su independencia y libertad como institución dedicada al conocimiento. Es esencial que quien intenta conducir el barco a buen puerto (los equipos rectorales) no se equivoque ni de fines, ni de medios ni, sobre todo, de adversario. Planea sobre todos nosotros una doble amenaza: está amenazada la autonomía universitaria (a nivel institucional), y lo está nuestra plena capacidad docente e investigadora como académicos.
Cada vez con más frecuencia, profesores de prestigio expresan su creciente malestar por la crisis que afecta a la universidad pública, a través de los medios de comunicación o por otras vías (Rafel Argullol, Manuel Cruz, Miquel Caminal y otros). Tales profesores tienen en común un par de cosas: un talento académico reconocido y una dedicación a la universidad que no necesita mayor demostración. Es interesante notar que algunos responsables de equipos rectorales (no todos) han reaccionado de forma negativa: como si se tratara de una cuestión personal. Y no se trata de una cuestión personal. Al contrario: muchos consideran que los equipos rectorales son también víctimas colaterales de la crisis, aunque, a veces, a menudo involuntariamente, son uno de los instrumentos de agravamiento.
ALGUNOS profesores de la Universitat de Barcelona, por ejemplo, hemos expresado nuestra inquietud y creciente malestar por las nuevas directrices académicas que nos inundan, y su repercusión negativa sobre nuestras actividades de docencia, investigación y gestión. El personal docente e investigador se encuentra cada vez más asfixiado por un normativismo exagerado, innecesariamente burocrático, por una rigidez absurda en los procedimientos. Por ejemplo, la aplicación informática destinada supuestamente a que cada profesor haga una denominada “autoevaluación docente” necesita un manual de instrucciones que en soporte papel tiene 31 páginas. Ni 30 ni 32.
Pero ya hay otros mecanismos de evaluación de esta función, empezando por las encuestas de opinión de los estudiantes y los directores de departamento. Tal manual afirma, sin vergüenza, que el profesor tiene las siguientes funciones: empieza por la letra a del alfabeto para seguir hasta la v, es decir, más de 20 funciones, dejando prudentemente las letras x, y y z por si en el futuro a alguien se le ocurren “nuevas funciones”. Las aplicaciones parecen deliberadamente complicadas con el fin de que parezcan científicamente fundamentadas.
Las funciones esenciales de la universidad son la docencia y la investigación, así como la proyección social de nuestro trabajo. Así, hay que ver con mucha preocupación la descapitalización de los departamentos que se produce al desviar investigadores e importantes fondos de investigación a institutos y observatorios de varios tipos. También es inquietante la dificultad que todo ello comporta en la necesaria formación del nuevo profesorado, y en la planificación a largo plazo de nuestras plantillas. Y los propios equipos rectorales están sometidos a dos presiones estructurales exteriores: una es la deriva en las funciones de los consejos sociales, y la otra, algunas invocaciones que se hacen del proceso de Bolonia, del que ya hablaremos en otras ocasiones (por desgracia.
Sobre el primer aspecto, en muchos casos, el consejo social se ha extralimitado en las funciones que le atribuye una norma jurídica ya de por sí discutible, hasta el punto que parece querer convertirse en el verdadero órgano de gobierno de la universidad, por encima del propio rector y su equipo de gobierno. Esto amenaza directamente al principio de autonomía universitaria. Las dificultades presupuestarias de la Universitat de Barcelona, por poner el ejemplo más extremo, pese a ser reales, no pueden ser explicadas sin entrar a valorar –y a denunciar– la po- lítica universitaria de los sucesivos gobiernos de la Generalitat y sus actitudes hacia la UB, desde la segunda mitad de los años 80 hasta el día de hoy. ¿Cómo puede ser, si no, que rectores de tan alto nivel como Bricall, Caparrós, Tugores y Rubiralta no hayan podido resolver nunca una situación que les desbordaba? Pues porque, dejando a un lado la literatura discutible sobre la supuesta representatividad social de los consejos sociales (”son la sociedad civil y debe fiscalizar la actividad de la universidad”, se dice sin ironía), se ha perdido de vista algo esencial: en nuestro país, la universidad pública depende económicamente de los fondos públicos que le adjudica el Govern.
LOS CONSEJOS sociales no deberían prestarse a ser el instrumento a través del cual –vía presupuestaria– el Gobierno quiere ahorrar a costa de lo que sea. Es legítimo debatir sobre ciertas actitudes de algún consejo social, a veces más preocupado por no contrariar a la conselleria que por defender la universidad. Muchos consideramos que es necesaria una información clara sobre la situación general y económica de las universidades catalanas, a la vez que expresamos nuestra crítica contra las disfunciones que desde la conselleria afectan a la relación entre el gobierno de la universidad y los consejos sociales.
Para reconducir la actual crisis es fundamental el respeto a la autonomía de la universidad contra presiones políticas o seudoempresariales, con el fin de garantizar su independencia y libertad como institución dedicada al conocimiento. Es esencial que quien intenta conducir el barco a buen puerto (los equipos rectorales) no se equivoque ni de fines, ni de medios ni, sobre todo, de adversario. Planea sobre todos nosotros una doble amenaza: está amenazada la autonomía universitaria (a nivel institucional), y lo está nuestra plena capacidad docente e investigadora como académicos.
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