Por Juan José Tamayo, director de la cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid (EL PAÍS, 27/05/08):
No se me hubiera ocurrido hacer esta pregunta durante el primer Gobierno socialista presidido por Felipe González en 1982. Y si la hubiera escuchado de labios de otras personas, hubiera respondido con contundencia: “¡Impensable, inimaginable!”. Era la respuesta más acorde con el ideario laico fundacional del PSOE, con la gradual secularización de la sociedad española, con el principio de libertad religiosa y con el de diversidad de religiones entonces incipiente. Sin embargo, conforme iban sucediéndose los diferentes gobiernos socialistas en el poder, mi respuesta iba evolucionando del contundente “imposible” al más matizado “pensable y posible”. Pero sin llegar a la respuesta afirmativa.
Mi percepción sobre el tema empezó a cambiar durante el primer Gobierno de Rodríguez Zapatero. Fue entonces cuando creí posible responder afirmativamente. Pero seguía sin decidirme. Y no faltaban razones para la indecisión. Durante la primera etapa de la legislatura se aprobaron leyes como la del matrimonio homosexual, la del divorcio exprés y la de Técnicas de Reproducción Asistida. Contaron con una resistencia numantina por parte de la jerarquía católica, que hizo todo lo posible por impedir su aprobación presionando de distintas formas: declarándolas contrarias a la ley natural, manifestándose en la calle del brazo del Partido Popular, acusando al Gobierno de “fundamentalista laicista”, etcétera. Sin embargo, los legisladores de la mayoría progresista no sucumbieron a las presiones eclesiásticas.
Pasado el ecuador de la anterior legislatura, cambió el escenario de las relaciones Iglesia católica-Gobierno socialista. Se aprobó la Ley Orgánica de Educación, que mantenía la enseñanza de la religión confesional, incluso con alternativa. E incrementó la asignación tributaria para la Iglesia católica del 0,52% al 0,7%, a través de un acuerdo blindado entre la Santa Sede y el Gobierno español, con la exclusión de las demás religiones.
Tal situación de privilegio es aún más llamativa estos días en que asistimos, inermes, a la discriminatoria publicidad en los medios de comunicación, las vallas publicitarias y los templos católicos pidiendo a los contribuyentes que pongan la cruz en la casilla de la Iglesia católica en vez de hacerlo en la destinada a fines sociales. Campaña que cuenta con el apoyo explícito del embajador de España ante la Santa Sede, el socialista Francisco Vázquez.
Y si el Gobierno de Rodríguez Zapatero negoció con la jerarquía católica y con la FERE la Ley de Educación para la Ciudadanía, ahora está dispuesto a llegar a acuerdos sobre los contenidos de la nueva asignatura. ¡De nuevo la jerarquía católica colegisladora!
Tras estas actuaciones, ya no tengo ninguna duda: efectivamente, el Gobierno fue -y sigue siendo- rehén de la Iglesia católica. Cuanto más se manifestaban y gritaban las huestes episcopales en los espacios públicos -nuevos púlpitos del integrismo católico-, más privilegios recibían del Gobierno. Y todo ello en contra de los principios de laicidad, igualdad y no discriminación, y ante la incomprensión de los propios militantes socialistas y de no pocos creyentes de las distintas religiones. El PSOE renunciaba a su tradición laica y se lanzaba por la pendiente de las alianzas con la Iglesia católica, en detrimento de la laicidad del Estado. Y sin nada a cambio.
La vicepresidenta del Gobierno español ha expresado recientemente el compromiso del Ejecutivo de avanzar en la laicidad durante esta legislatura. Para ello ha anunciado la reforma de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa, de 1980. Aun valorando positivamente el anuncio y reconociendo la necesidad de modificar dicha ley, que, casi 30 años después de su aprobación, ha quedado obsoleta, no puedo menos que expresar mi escepticismo, con tendencia a la incredulidad, teniendo en cuenta que fue la propia vicepresidenta la que obstaculizó cualquier avance en la dirección de la laicidad y la que, durante la legislatura anterior, más contribuyó a mantener, e incluso a ampliar, los privilegios de la Iglesia católica.
La profundización en la laicidad debe comenzar por la revisión del artículo 16.3 de la Constitución, que incurre en una clara contradicción al afirmar, en su primera parte, que “ninguna confesión tendrá carácter estatal” y, en la segunda, que “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones religiosas”. Es, por tanto, el propio texto constitucional el que está en el origen del trato de favor a la Iglesia católica y de la discriminación de las demás confesiones religiosas, y el que constituye el primer obstáculo para avanzar en la laicidad del Estado y de sus instituciones. Ésa es la raíz del problema. Y por ahí hay que empezar la reforma. De lo contrario, todo quedaría en un simple revoque de fachada.
Sorprende, sin embargo, que entre las materias de la Constitución a reformar se hable del Senado y de la sucesión a la Corona, y no se haga ninguna mención a las modificaciones en materia religiosa, cuando es una de las más urgentes para terminar con la alargada sombra del nacionalcatolicismo, que se extiende hasta las más altas instituciones del Estado. Dos ejemplos recientes: la promesa del presidente y de los ministros ante el crucifijo y la celebración del funeral católico de Estado por el recientemente fallecido ex presidente del Gobierno Leopoldo Calvo Sotelo.
Alguien puede sentirse tentado a justificar la mención a la Iglesia católica en que es la religión mayoritaria en España. Este mismo razonamiento podría llevar, por ejemplo, a defender la inclusión de Comisiones Obreras y de la UGT en el texto constitucional al ser los sindicatos mayoritarios entre la clase trabajadora, hasta afirmar: “Ningún sindicato tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta la afiliación sindical de los trabajadores y mantendrá las consiguientes relaciones de cooperación con CC OO, UGT y los demás sindicatos”. A nadie se le ocurre ni siquiera pensarlo, porque sería un despropósito.
Junto a la modificación del artículo 16.3 hay que acometer la reforma de los Acuerdos con la Santa Sede de 1979, que constituyen la plasmación jurídica del trato de favor a la Iglesia católica y son el punto de apoyo arquimédico de la jerarquía eclesiástica para reclamar unos derechos que, en realidad, son privilegios. Se trata de unos Acuerdos anacrónicos, más propios del nacionalcatolicismo que de un Estado que se declara no confesional y al que el Tribunal Constitucional denomina laico desde el 2001.
Estas reformas son condición necesaria para entrar definitivamente en un nuevo paradigma en las relaciones del Estado con las religiones, caracterizado por la separación y la independencia, sin hipotecas por ninguna de las partes, y por la colaboración en cuantos asuntos contribuyan al bienestar de los ciudadanos y ciudadanas. Eso sí, sin privilegios ni fáciles sumisiones. Mientras estas dos reformas no se acometan, seguirán las relaciones mercantiles y la dependencia mutua entre la Iglesia católica y los sucesivos Gobiernos, cualquiera que sea su color político.
No se me hubiera ocurrido hacer esta pregunta durante el primer Gobierno socialista presidido por Felipe González en 1982. Y si la hubiera escuchado de labios de otras personas, hubiera respondido con contundencia: “¡Impensable, inimaginable!”. Era la respuesta más acorde con el ideario laico fundacional del PSOE, con la gradual secularización de la sociedad española, con el principio de libertad religiosa y con el de diversidad de religiones entonces incipiente. Sin embargo, conforme iban sucediéndose los diferentes gobiernos socialistas en el poder, mi respuesta iba evolucionando del contundente “imposible” al más matizado “pensable y posible”. Pero sin llegar a la respuesta afirmativa.
Mi percepción sobre el tema empezó a cambiar durante el primer Gobierno de Rodríguez Zapatero. Fue entonces cuando creí posible responder afirmativamente. Pero seguía sin decidirme. Y no faltaban razones para la indecisión. Durante la primera etapa de la legislatura se aprobaron leyes como la del matrimonio homosexual, la del divorcio exprés y la de Técnicas de Reproducción Asistida. Contaron con una resistencia numantina por parte de la jerarquía católica, que hizo todo lo posible por impedir su aprobación presionando de distintas formas: declarándolas contrarias a la ley natural, manifestándose en la calle del brazo del Partido Popular, acusando al Gobierno de “fundamentalista laicista”, etcétera. Sin embargo, los legisladores de la mayoría progresista no sucumbieron a las presiones eclesiásticas.
Pasado el ecuador de la anterior legislatura, cambió el escenario de las relaciones Iglesia católica-Gobierno socialista. Se aprobó la Ley Orgánica de Educación, que mantenía la enseñanza de la religión confesional, incluso con alternativa. E incrementó la asignación tributaria para la Iglesia católica del 0,52% al 0,7%, a través de un acuerdo blindado entre la Santa Sede y el Gobierno español, con la exclusión de las demás religiones.
Tal situación de privilegio es aún más llamativa estos días en que asistimos, inermes, a la discriminatoria publicidad en los medios de comunicación, las vallas publicitarias y los templos católicos pidiendo a los contribuyentes que pongan la cruz en la casilla de la Iglesia católica en vez de hacerlo en la destinada a fines sociales. Campaña que cuenta con el apoyo explícito del embajador de España ante la Santa Sede, el socialista Francisco Vázquez.
Y si el Gobierno de Rodríguez Zapatero negoció con la jerarquía católica y con la FERE la Ley de Educación para la Ciudadanía, ahora está dispuesto a llegar a acuerdos sobre los contenidos de la nueva asignatura. ¡De nuevo la jerarquía católica colegisladora!
Tras estas actuaciones, ya no tengo ninguna duda: efectivamente, el Gobierno fue -y sigue siendo- rehén de la Iglesia católica. Cuanto más se manifestaban y gritaban las huestes episcopales en los espacios públicos -nuevos púlpitos del integrismo católico-, más privilegios recibían del Gobierno. Y todo ello en contra de los principios de laicidad, igualdad y no discriminación, y ante la incomprensión de los propios militantes socialistas y de no pocos creyentes de las distintas religiones. El PSOE renunciaba a su tradición laica y se lanzaba por la pendiente de las alianzas con la Iglesia católica, en detrimento de la laicidad del Estado. Y sin nada a cambio.
La vicepresidenta del Gobierno español ha expresado recientemente el compromiso del Ejecutivo de avanzar en la laicidad durante esta legislatura. Para ello ha anunciado la reforma de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa, de 1980. Aun valorando positivamente el anuncio y reconociendo la necesidad de modificar dicha ley, que, casi 30 años después de su aprobación, ha quedado obsoleta, no puedo menos que expresar mi escepticismo, con tendencia a la incredulidad, teniendo en cuenta que fue la propia vicepresidenta la que obstaculizó cualquier avance en la dirección de la laicidad y la que, durante la legislatura anterior, más contribuyó a mantener, e incluso a ampliar, los privilegios de la Iglesia católica.
La profundización en la laicidad debe comenzar por la revisión del artículo 16.3 de la Constitución, que incurre en una clara contradicción al afirmar, en su primera parte, que “ninguna confesión tendrá carácter estatal” y, en la segunda, que “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones religiosas”. Es, por tanto, el propio texto constitucional el que está en el origen del trato de favor a la Iglesia católica y de la discriminación de las demás confesiones religiosas, y el que constituye el primer obstáculo para avanzar en la laicidad del Estado y de sus instituciones. Ésa es la raíz del problema. Y por ahí hay que empezar la reforma. De lo contrario, todo quedaría en un simple revoque de fachada.
Sorprende, sin embargo, que entre las materias de la Constitución a reformar se hable del Senado y de la sucesión a la Corona, y no se haga ninguna mención a las modificaciones en materia religiosa, cuando es una de las más urgentes para terminar con la alargada sombra del nacionalcatolicismo, que se extiende hasta las más altas instituciones del Estado. Dos ejemplos recientes: la promesa del presidente y de los ministros ante el crucifijo y la celebración del funeral católico de Estado por el recientemente fallecido ex presidente del Gobierno Leopoldo Calvo Sotelo.
Alguien puede sentirse tentado a justificar la mención a la Iglesia católica en que es la religión mayoritaria en España. Este mismo razonamiento podría llevar, por ejemplo, a defender la inclusión de Comisiones Obreras y de la UGT en el texto constitucional al ser los sindicatos mayoritarios entre la clase trabajadora, hasta afirmar: “Ningún sindicato tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta la afiliación sindical de los trabajadores y mantendrá las consiguientes relaciones de cooperación con CC OO, UGT y los demás sindicatos”. A nadie se le ocurre ni siquiera pensarlo, porque sería un despropósito.
Junto a la modificación del artículo 16.3 hay que acometer la reforma de los Acuerdos con la Santa Sede de 1979, que constituyen la plasmación jurídica del trato de favor a la Iglesia católica y son el punto de apoyo arquimédico de la jerarquía eclesiástica para reclamar unos derechos que, en realidad, son privilegios. Se trata de unos Acuerdos anacrónicos, más propios del nacionalcatolicismo que de un Estado que se declara no confesional y al que el Tribunal Constitucional denomina laico desde el 2001.
Estas reformas son condición necesaria para entrar definitivamente en un nuevo paradigma en las relaciones del Estado con las religiones, caracterizado por la separación y la independencia, sin hipotecas por ninguna de las partes, y por la colaboración en cuantos asuntos contribuyan al bienestar de los ciudadanos y ciudadanas. Eso sí, sin privilegios ni fáciles sumisiones. Mientras estas dos reformas no se acometan, seguirán las relaciones mercantiles y la dependencia mutua entre la Iglesia católica y los sucesivos Gobiernos, cualquiera que sea su color político.
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