Por Mateo Madridejos, periodista e historiador (EL PERIÓDICO, 26/05/08):
La reciente e infructuosa gira del presidente George Bush por el Oriente Próximo, cuyo acontecimiento capital fue el discurso ante el Parlamento hebreo, con motivo del sexagésimo aniversario del Estado de Israel, puso de relieve el atasco de la situación entre palestinos y judíos, el fracaso estrepitoso de la diplomacia estadounidense y las amenazas que se divisan en el horizonte de la región, detrás de todas las cuales se esconde la larga mano de Irán o la nebulosa de Al Qaeda.
El reputado columnista Thomas L. Friedman pronostica que el próximo presidente de EEUU será “de guerra fría, pero que esa guerra fría será con Irán”. El desastre es tan inquietante que el más prestigioso y liberal periódico israelí, Haaretz, poco dado a las efusiones bélicas, glosó la intervención de Bush en la Kneset con un editorial inusitadamente pesimista, “No más apaciguamiento”, en el que concluye abogando por “una solución militar” para el terrible y existencial problema de la bomba atómica en manos de los clérigos mesiánicos de Teherán.
LOS IRANÍS no solo están empeñados en la producción de uranio enriquecido, sino que a través de sus clientes en el Líbano, Gaza e Irak, junto con su aliado sirio y la legión itinerante de los extremistas islámicos, aproximan sus misiles a las fronteras de Israel, cuya vulnerabilidad elevan a un nivel sin precedentes, como anticipó la guerra del 2006 –la primera no ganada por los israelís– en la frontera libanesa, pesadilla para los estrategas de Jerusalén. Los últimos cálculos cifran en 40.000 los cohetes de Hizbulá.
El descrédito y la incoherencia no afectan solo a Bush, aunque sus prejuicios y errores han sido clamorosos. Bill Clinton presidió la firma del acuerdo de Oslo en 1993 (paz por territorios), pero también consumió ocho años en estériles negociaciones. Los intentos del Gobierno libanés por parlamentar con Siria o del presidente palestino para buscar un acuerdo con Hamás, única forma de frenar a Hizbulá, fueron abortados por la errática diplomacia de Condoleezza Rice, mientras Israel multiplicaba los obstáculos para la creación de un Estado palestino viable, objetivo declarado y contradictorio de Bush. La llamada solución de los dos estados parece una entelequia.
Barak Obama y Hillary Clinton debaten acaloradamente sobre si EEUU debe hablar con los sucesores de Jomeini o arrasar sus instalaciones nucleares. La persistencia del conflicto, por ahora de baja intensidad, ofrece perspectivas para la intrusión iraní, como demuestran el infierno de Gaza y los cohetes que los palestinos lanzan desde allí contra Israel. Un diario de Teherán se pavonea de haber logrado una influencia regional incontestable: “En la pugna por el poder en el Oriente Próximo solo hay dos protagonistas: Irán y EEUU”. Y un analista norteamericano, refiriéndose al laberinto iraquí, asegura que “Irán pone dinero en todos los números de la ruleta”.
Como prueba la capitulación oprobiosa del Gobierno y el Ejército libaneses, enmascarada por la mediación saudí, resulta evidente que EEUU, la Unión Europea y sus aliados árabes (Egipto, Jordania, Arabia Saudí) han perdido la iniciativa y son incapaces de influir sobre la realidad. La gestión del enviado especial del Cuarteto (EEUU, UE, Rusia y ONU), Tony Blair, resulta decepcionante. Los israelís se aferran al estatu quo salvo para proferir contra Irán la diatriba y la amenaza, pero quizá deberían reflexionar sobre la pregunta retórica y pertinente que formula el polémico Christopher Hitchens: “¿Puede Israel sobrevivir otros 60 años?”. La guerra fría que se pronostica con Irán hace tiempo que acampa en la Palestina atormentada, aunque la prensa norteamericana sea menos dada a explicar cómo las bases políticas, económicas y estratégicas para la solución de los dos estados han sido aniquiladas. Mientras acepta oficialmente la creación de un Estado palestino propuesta por Bush, el Gobierno hebreo no solo persiste en la colonización, sino que se dedica a socavar las actuaciones de la Autoridad Palestina, además de impedir la reconciliación entre Hamás y Al Fatá que debería desembocar en una dirección viable y unificada. Y para distraer la atención, se vuelve hacia Siria.
Si Washington erró en la premisa de que la paz en Jerusalén pasaba por Bagdad, ahora puede caer en la tentación de sostener que el desenlace de la guerra fría o caliente con Irán puede resolver el conflicto palestino-israelí, cuando es una de sus secuelas. Los aspectos ideológicos de la confrontación están garantizados, como sugiere Hitchens, por la degeneración del nacionalismo árabe en un antisemitismo grotesco y suicida, cuyas proclamas más incendiarias son un remedo de las que propaga por toda la región la teocracia fanfarrona y judeofóbica que reina en Irán.
LA POLÍTICA de Bush tendente a crear “un nuevo Oriente Próximo”, pero equivocando el diagnóstico y los remedios, solo ha servido para exacerbar los viejos conflictos e incubar otros. Los grandes problemas están más enconados: sectarismo y odio entre israelís y palestinos, proliferación nuclear, reforma política. Quizá fragüe en Washington un consenso para arrinconar la peligrosa ilusión de remodelar la región según sus exclusivos intereses y los de Israel. Como adelanto de una diplomacia menos unilateral, Europa no debería escudarse detrás de la impopularidad de Bush, como advierte Kissinger, ni esperar un milagro de su sucesor.
La reciente e infructuosa gira del presidente George Bush por el Oriente Próximo, cuyo acontecimiento capital fue el discurso ante el Parlamento hebreo, con motivo del sexagésimo aniversario del Estado de Israel, puso de relieve el atasco de la situación entre palestinos y judíos, el fracaso estrepitoso de la diplomacia estadounidense y las amenazas que se divisan en el horizonte de la región, detrás de todas las cuales se esconde la larga mano de Irán o la nebulosa de Al Qaeda.
El reputado columnista Thomas L. Friedman pronostica que el próximo presidente de EEUU será “de guerra fría, pero que esa guerra fría será con Irán”. El desastre es tan inquietante que el más prestigioso y liberal periódico israelí, Haaretz, poco dado a las efusiones bélicas, glosó la intervención de Bush en la Kneset con un editorial inusitadamente pesimista, “No más apaciguamiento”, en el que concluye abogando por “una solución militar” para el terrible y existencial problema de la bomba atómica en manos de los clérigos mesiánicos de Teherán.
LOS IRANÍS no solo están empeñados en la producción de uranio enriquecido, sino que a través de sus clientes en el Líbano, Gaza e Irak, junto con su aliado sirio y la legión itinerante de los extremistas islámicos, aproximan sus misiles a las fronteras de Israel, cuya vulnerabilidad elevan a un nivel sin precedentes, como anticipó la guerra del 2006 –la primera no ganada por los israelís– en la frontera libanesa, pesadilla para los estrategas de Jerusalén. Los últimos cálculos cifran en 40.000 los cohetes de Hizbulá.
El descrédito y la incoherencia no afectan solo a Bush, aunque sus prejuicios y errores han sido clamorosos. Bill Clinton presidió la firma del acuerdo de Oslo en 1993 (paz por territorios), pero también consumió ocho años en estériles negociaciones. Los intentos del Gobierno libanés por parlamentar con Siria o del presidente palestino para buscar un acuerdo con Hamás, única forma de frenar a Hizbulá, fueron abortados por la errática diplomacia de Condoleezza Rice, mientras Israel multiplicaba los obstáculos para la creación de un Estado palestino viable, objetivo declarado y contradictorio de Bush. La llamada solución de los dos estados parece una entelequia.
Barak Obama y Hillary Clinton debaten acaloradamente sobre si EEUU debe hablar con los sucesores de Jomeini o arrasar sus instalaciones nucleares. La persistencia del conflicto, por ahora de baja intensidad, ofrece perspectivas para la intrusión iraní, como demuestran el infierno de Gaza y los cohetes que los palestinos lanzan desde allí contra Israel. Un diario de Teherán se pavonea de haber logrado una influencia regional incontestable: “En la pugna por el poder en el Oriente Próximo solo hay dos protagonistas: Irán y EEUU”. Y un analista norteamericano, refiriéndose al laberinto iraquí, asegura que “Irán pone dinero en todos los números de la ruleta”.
Como prueba la capitulación oprobiosa del Gobierno y el Ejército libaneses, enmascarada por la mediación saudí, resulta evidente que EEUU, la Unión Europea y sus aliados árabes (Egipto, Jordania, Arabia Saudí) han perdido la iniciativa y son incapaces de influir sobre la realidad. La gestión del enviado especial del Cuarteto (EEUU, UE, Rusia y ONU), Tony Blair, resulta decepcionante. Los israelís se aferran al estatu quo salvo para proferir contra Irán la diatriba y la amenaza, pero quizá deberían reflexionar sobre la pregunta retórica y pertinente que formula el polémico Christopher Hitchens: “¿Puede Israel sobrevivir otros 60 años?”. La guerra fría que se pronostica con Irán hace tiempo que acampa en la Palestina atormentada, aunque la prensa norteamericana sea menos dada a explicar cómo las bases políticas, económicas y estratégicas para la solución de los dos estados han sido aniquiladas. Mientras acepta oficialmente la creación de un Estado palestino propuesta por Bush, el Gobierno hebreo no solo persiste en la colonización, sino que se dedica a socavar las actuaciones de la Autoridad Palestina, además de impedir la reconciliación entre Hamás y Al Fatá que debería desembocar en una dirección viable y unificada. Y para distraer la atención, se vuelve hacia Siria.
Si Washington erró en la premisa de que la paz en Jerusalén pasaba por Bagdad, ahora puede caer en la tentación de sostener que el desenlace de la guerra fría o caliente con Irán puede resolver el conflicto palestino-israelí, cuando es una de sus secuelas. Los aspectos ideológicos de la confrontación están garantizados, como sugiere Hitchens, por la degeneración del nacionalismo árabe en un antisemitismo grotesco y suicida, cuyas proclamas más incendiarias son un remedo de las que propaga por toda la región la teocracia fanfarrona y judeofóbica que reina en Irán.
LA POLÍTICA de Bush tendente a crear “un nuevo Oriente Próximo”, pero equivocando el diagnóstico y los remedios, solo ha servido para exacerbar los viejos conflictos e incubar otros. Los grandes problemas están más enconados: sectarismo y odio entre israelís y palestinos, proliferación nuclear, reforma política. Quizá fragüe en Washington un consenso para arrinconar la peligrosa ilusión de remodelar la región según sus exclusivos intereses y los de Israel. Como adelanto de una diplomacia menos unilateral, Europa no debería escudarse detrás de la impopularidad de Bush, como advierte Kissinger, ni esperar un milagro de su sucesor.
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