Por Francisco Bustelo, catedrático jubilado de Historia Económica y rector honorario de la Universidad Complutense (EL PAÍS, 13/05/08):
La humanidad constituye una especie harto singular. Su racionalidad es bastante imperfecta, pero permite progresar. Ocurre, sin embargo, que esa imperfección de la razón hace que el progreso sea lento, resulte injusto para muchos y avance a trompicones. Ahora lo estamos viendo con una desaceleración económica que puede convertirse en una crisis honda y duradera.
¿Qué ha sucedido? De repente y casi sin previo aviso se han suscitado dos serios problemas. El primero se debe a la llamada financiarización. En todas partes existe una producción y consumo de bienes, es decir, una economía real. Junto a ella hay otra economía, la financiera, muy pujante en los países avanzados. En ellos, las transacciones financieras son en su cuantía enormemente superiores a las transacciones reales. Resulta así que el sistema financiero, fundamental como es, se ha hipertrofiado. Tal cosa se debe a que bancos, cajas y demás funcionan con un mecanismo tan sencillo como rentable. Captan fondos, por los que pagan un precio, y luego esos fondos, multiplicados, los prestan, cobrando por ello un precio más alto. Cuanto más presten más ganarán, salvo, claro es, si no se devuelven los préstamos. ¿Cómo se evita esto último? Exigiendo garantías suficientes a los prestatarios. Y eso es lo que no han hecho muchas entidades estadounidenses con las famosas subprimes, unos créditos hipotecarios otorgados alegre e imprudentemente.
Como los Estados Unidos son potentes y grandes, que dijo el poeta, sus alifafes financieros amenazan con contagiarse al resto del mundo. Y lo mismo que el progreso se alimenta a sí mismo y empuja hacia adelante, todo retroceso, por pequeño que parezca al principio, puede convertirse en una espiral descendente que afecte a todos, a los prudentes y a los imprudentes. Una economía financiera que vaya a menos frenará a la economía real y la desaceleración de ésta afectará a su vez a aquélla, y así se irá de mal en peor hasta que se toque fondo y se produzca un rebote.
El segundo problema es la subida de los precios de la energía y de los alimentos. Cuando hay progreso aumentará la demanda de casi todo y si la oferta no lo hace en igual medida, los precios subirán. Aunque sea absurdo, esa mayor demanda no se había previsto y el alza de los precios ha causado sorpresa general, fomentado la especulación y, lo que es más grave, incrementado el número de pobres. Además, cosechas que podrían haberse traducido en más alimentos se han desviado hacia los biocombustibles.
¿Qué solución hay? Una es resignarse y leer la Biblia, donde se dice que a siete años de vacas gordas sucederán otros siete de vacas flacas. Pero también cabe emplear la razón y supervisar más y mejor al sistema financiero para que no vuelva a haber subprimes. Sobre el papel es cosa bastante hacedera, aunque habrá que vencer las fuertes reticencias de los fans del libre mercado, que piensan que éste no falla nunca y no debe, por tanto, intervenirse.
En cuanto a los precios del petróleo, poco se puede hacer salvo convencer a los ciudadanos de que sean menos “energéticos” y dispendiosos, cosa difícil habida cuenta de que nuestra civilización se basa en el consumismo. Los precios de los alimentos, en cambio, podrían dejar de subir simplemente produciendo más, lo cual es relativamente sencillo con los conocimientos agronómicos actuales, aunque no lo es tanto que los países ricos faciliten la labor con más ayuda, menos proteccionismo agrícola y mayores transferencias tecnológicas.
En España tenemos un problema añadido. Hemos vivido los años de vacas gordas gracias en parte al artificio de construir más viviendas de las que podían finalmente venderse a los desorbitados precios de mercado. Al final, como suele ocurrir en esos casos, ha habido que dar un brusco frenazo y poner, nunca mejor dicho, orden en la casa. Con ello ha aumentado el número de parados y se ha gripado uno de los motores, por artificioso que fuese, del crecimiento, del que estábamos demasiado orgullosos.
¿Qué va a pasar en España y en el mundo en los próximos tiempos? A decir verdad, nadie lo sabe, pues la economía es todo menos una ciencia exacta. Además, hay mucho en ella de psicología y se desconoce cómo van a reaccionar los ciudadanos ante los negros nubarrones. ¿Con el optimismo que intentan infundir los gobernantes o con pesimismo? Incluso en el segundo caso, no habrá en España ni en los demás países avanzados situaciones trágicas para la mayoría de sus habitantes, aunque como acostumbra a suceder en este perro mundo, los menesterosos sufrirán más. Véase, como muestra de la poca vulnerabilidad de los pudientes, el caso de Japón, que ha estado 15 años en una crisis que todavía colea y sigue siendo uno de los países más ricos del globo. Pero sí habrá penurias en muchas otras partes, aumentarán las hambrunas y nos alejaremos del final de la extrema pobreza, lo que demostraría que más que poco racionales somos, en realidad, bastante brutos.
La humanidad constituye una especie harto singular. Su racionalidad es bastante imperfecta, pero permite progresar. Ocurre, sin embargo, que esa imperfección de la razón hace que el progreso sea lento, resulte injusto para muchos y avance a trompicones. Ahora lo estamos viendo con una desaceleración económica que puede convertirse en una crisis honda y duradera.
¿Qué ha sucedido? De repente y casi sin previo aviso se han suscitado dos serios problemas. El primero se debe a la llamada financiarización. En todas partes existe una producción y consumo de bienes, es decir, una economía real. Junto a ella hay otra economía, la financiera, muy pujante en los países avanzados. En ellos, las transacciones financieras son en su cuantía enormemente superiores a las transacciones reales. Resulta así que el sistema financiero, fundamental como es, se ha hipertrofiado. Tal cosa se debe a que bancos, cajas y demás funcionan con un mecanismo tan sencillo como rentable. Captan fondos, por los que pagan un precio, y luego esos fondos, multiplicados, los prestan, cobrando por ello un precio más alto. Cuanto más presten más ganarán, salvo, claro es, si no se devuelven los préstamos. ¿Cómo se evita esto último? Exigiendo garantías suficientes a los prestatarios. Y eso es lo que no han hecho muchas entidades estadounidenses con las famosas subprimes, unos créditos hipotecarios otorgados alegre e imprudentemente.
Como los Estados Unidos son potentes y grandes, que dijo el poeta, sus alifafes financieros amenazan con contagiarse al resto del mundo. Y lo mismo que el progreso se alimenta a sí mismo y empuja hacia adelante, todo retroceso, por pequeño que parezca al principio, puede convertirse en una espiral descendente que afecte a todos, a los prudentes y a los imprudentes. Una economía financiera que vaya a menos frenará a la economía real y la desaceleración de ésta afectará a su vez a aquélla, y así se irá de mal en peor hasta que se toque fondo y se produzca un rebote.
El segundo problema es la subida de los precios de la energía y de los alimentos. Cuando hay progreso aumentará la demanda de casi todo y si la oferta no lo hace en igual medida, los precios subirán. Aunque sea absurdo, esa mayor demanda no se había previsto y el alza de los precios ha causado sorpresa general, fomentado la especulación y, lo que es más grave, incrementado el número de pobres. Además, cosechas que podrían haberse traducido en más alimentos se han desviado hacia los biocombustibles.
¿Qué solución hay? Una es resignarse y leer la Biblia, donde se dice que a siete años de vacas gordas sucederán otros siete de vacas flacas. Pero también cabe emplear la razón y supervisar más y mejor al sistema financiero para que no vuelva a haber subprimes. Sobre el papel es cosa bastante hacedera, aunque habrá que vencer las fuertes reticencias de los fans del libre mercado, que piensan que éste no falla nunca y no debe, por tanto, intervenirse.
En cuanto a los precios del petróleo, poco se puede hacer salvo convencer a los ciudadanos de que sean menos “energéticos” y dispendiosos, cosa difícil habida cuenta de que nuestra civilización se basa en el consumismo. Los precios de los alimentos, en cambio, podrían dejar de subir simplemente produciendo más, lo cual es relativamente sencillo con los conocimientos agronómicos actuales, aunque no lo es tanto que los países ricos faciliten la labor con más ayuda, menos proteccionismo agrícola y mayores transferencias tecnológicas.
En España tenemos un problema añadido. Hemos vivido los años de vacas gordas gracias en parte al artificio de construir más viviendas de las que podían finalmente venderse a los desorbitados precios de mercado. Al final, como suele ocurrir en esos casos, ha habido que dar un brusco frenazo y poner, nunca mejor dicho, orden en la casa. Con ello ha aumentado el número de parados y se ha gripado uno de los motores, por artificioso que fuese, del crecimiento, del que estábamos demasiado orgullosos.
¿Qué va a pasar en España y en el mundo en los próximos tiempos? A decir verdad, nadie lo sabe, pues la economía es todo menos una ciencia exacta. Además, hay mucho en ella de psicología y se desconoce cómo van a reaccionar los ciudadanos ante los negros nubarrones. ¿Con el optimismo que intentan infundir los gobernantes o con pesimismo? Incluso en el segundo caso, no habrá en España ni en los demás países avanzados situaciones trágicas para la mayoría de sus habitantes, aunque como acostumbra a suceder en este perro mundo, los menesterosos sufrirán más. Véase, como muestra de la poca vulnerabilidad de los pudientes, el caso de Japón, que ha estado 15 años en una crisis que todavía colea y sigue siendo uno de los países más ricos del globo. Pero sí habrá penurias en muchas otras partes, aumentarán las hambrunas y nos alejaremos del final de la extrema pobreza, lo que demostraría que más que poco racionales somos, en realidad, bastante brutos.
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