Por Mariano Aguirre (EL CORREO DIGITAL, 13/05/08):
El jueves pasado Líbano estalló otra vez. Como ha ocurrido antes, en la guerra civil que asoló el país entre 1975 y 1990, durante la invasión de Israel para expulsar a la Organización para la Liberación de Palestina en 1982, en el curso de la guerra entre las fuerzas israelíes y Hezbolá en 2006 y con motivo de la lucha entre el ejército y un grupo radical palestino en 2007.
Esta vez el grupo chií Hezbolá (Partido de Dios), la fuerza militar y política más relevante del país, decidió hacer una exhibición de poder para presionar al débil Gobierno de coalición y conseguir más peso en las instituciones del Estado. Se calcula que el brazo armado de esta organización, la Resistencia Islámica, cuenta con unos 1.000 efectivos y un arsenal que le permitió enfrentarse y contener al ejército israelí en 2006.
La semana pasada el Gobierno de coalición, sostenido especialmente por EE UU y Francia, decidió ilegalizar la red de telefonía que ha organizado Hezbolá, y destituyó al jefe del aeropuerto de Beirut, un general miembro también de este grupo. El Ejecutivo actuó empujado por el líder del Partido Socialista Progresista (PSP), Walid Yumblat, quien el 3 de mayo también exigió que se expulsara del país al embajador de Irán y se prohibiesen los vuelos de Irán Air a Beirut. Yumblat acusó a Hezbolá de estar preparando atentados, asesinatos y secuestros, y aseguró que Irán estaría facilitando armas a este grupo.
En los días siguientes, el ejército controló Beirut mientras Hezbolá se replegaba, pero los enfrentamientos entre esta organización chií y grupos armados suníes y cristianos se han extendido por otras ciudades y zonas del país. Persiste el temor de que Líbano pueda volver a sufrir una guerra civil.
Hezbolá y el grupo Amal (también chiíes) están abiertamente apoyados por Siria y se supone que por Irán, mientras que el Gobierno de coalición (cristianos y suníes) tiene el respaldo de Francia, EE UU y los gobiernos suníes de Arabia Saudí, Egipto y Jordania.
Siria ocupó el país militarmente entre 1979 y 2005. En 2004, el primer ministro Rafic Hariri se alió con París y Washington para acabar con la presencia siria. Desafiar a Damasco le costó la vida, pero puso en marcha un movimiento popular que llevó a la salida de Siria en 2005. Su hijo, Saad Hariri, heredó su liderazgo. La creación de un tribunal internacional bajo mandato de la ONU para investigar las responsabilidades en el asesinato de Hariri es un factor de tensión, y especialmente sentido por Siria y Hezbolá.
Siria ha continuado influyendo sobre este país, que le otorga, a la vez, protección y proyección respecto de Israel. Para Irán, el apoyo a Hezbolá es una forma de ganar influencia en la región. La zona sur de Líbano está controlada por una fuerza internacional de 13.000 soldados bajo mandato de Naciones Unidas (UNIFIL II) en la que hay efectivos franceses, italianos y españoles, entre otras nacionalidades. UNIFIL II sirve, a la vez, para evitar que Hezbolá lance ataques con misiles contra Israel y para que este país no invada Líbano. En los últimos meses se ha intensificado la actividad militar a ambos lados de la frontera israelí-libanesa, y algunos analistas temen que puedan reanudarse los enfrentamientos. A España le corresponde asumir en breve el mando de esta misión.
Como respuesta ante las medidas del Gobierno, Hezbolá tomó la semana pasada el aeropuerto y parte de Beirut junto con los medios de comunicación que controla Hariri. «La decisión del Gobierno -dijo Sayyed Hassan Nasrallah, el jefe de Hezbolá -equivale a una declaración de guerra contra la resistencia, en beneficio de EE UU e Israel».
Desde hace dos años, el Gobierno y la oposición se encuentran en una negociación bloqueada. Hezbolá y el Movimiento para el Futuro tienen aliados entre los grupos cristianos y drusos. En los últimos seis meses no se ha podido llegar a un acuerdo para contar con un presidente y el Parlamento no funciona. Saad Hariri, del Movimiento del Futuro, lidera el Ejecutivo de coalición.
Líbano es formalmente un Estado secular que cuenta con diecisiete identidades religiosas legalmente reconocidas: cristianos maronitas, drusos, chiíes, suníes, cristianos ortodoxos, alawitas, protestantes y coptos, entre otros. De acuerdo con el pacto que promovió Francia en 1943 cuando dejó de ser potencia colonial, cada grupo tiene derecho a una cuota en las instituciones del Estado, incluyendo las fuerzas armadas y el acceso al empleo. Esa cuota se basa en el censo de 1932, que mostraba que el 54% de la población era cristiana. Según el pacto postcolonial el presidente sería maronita, el primer ministro un musulmán suní, y el portavoz del Parlamento un musulmán chií. En más de seis décadas la composición demográfica ha cambiado: los cristianos son ahora minoría, y la mayoría musulmana suní está cuestionada por los chiíes. Hezbolá, el grupo que los representa, comenzó luchando contra Israel y EE UU en los años 80, y ganó legitimidad al lograr que Israel se retirase de la zona que ocupaba en el sur del país en 2000.
El ejército, pese a estar formado por las diferentes identidades, es la única institución que permanece unida pero trata de estar al margen de los enfrentamientos. Su situación es muy particular porque provee estabilidad pero evita inmiscuirse en las luchas entre las diferentes facciones. Todos están de acuerdo en que, si interviniese, la guerra civil sería inevitable. Por esto, la ofensiva de Hezbolá de la semana pasada es muy peligrosa porque, ante la amenaza de tomar el control del Estado, el Gobierno podría decidir la utilización del ejército. Por el momento, el primer ministro suní, Fouad Siniora, tuvo el cuidado de anunciar que no lo usaría contra Hezbolá.
Por otro lado, Nasrallah siempre ha dicho que no emplearía sus fuerzas contra otros grupos de Líbano, pero con su acción de estos días, y con más de 40 muertos hasta el momento en esta crisis, ha dado a entender que podría usar las armas contra los suníes. La intención de Hezbolá no sería controlar Líbano, algo imposible dada la fragmentación de identidades y de poder, sino presionar al Gobierno y a los otros grupos para que reconozcan su fuerza y le otorguen un papel más predominante en las instituciones. El fin de semana, los enfrentamientos mostraron la fragmentación del país. Por ejemplo, en la zona montañosa alrededor de Aley hubo choques armados entre grupos chiíes y drusos. La única salida para Líbano es un pacto democrático entre las diferentes identidades, la delegación del uso legítimo de la fuerza en el ejército y el fin de las interferencias directas e indirectas de países extranjeros.
El jueves pasado Líbano estalló otra vez. Como ha ocurrido antes, en la guerra civil que asoló el país entre 1975 y 1990, durante la invasión de Israel para expulsar a la Organización para la Liberación de Palestina en 1982, en el curso de la guerra entre las fuerzas israelíes y Hezbolá en 2006 y con motivo de la lucha entre el ejército y un grupo radical palestino en 2007.
Esta vez el grupo chií Hezbolá (Partido de Dios), la fuerza militar y política más relevante del país, decidió hacer una exhibición de poder para presionar al débil Gobierno de coalición y conseguir más peso en las instituciones del Estado. Se calcula que el brazo armado de esta organización, la Resistencia Islámica, cuenta con unos 1.000 efectivos y un arsenal que le permitió enfrentarse y contener al ejército israelí en 2006.
La semana pasada el Gobierno de coalición, sostenido especialmente por EE UU y Francia, decidió ilegalizar la red de telefonía que ha organizado Hezbolá, y destituyó al jefe del aeropuerto de Beirut, un general miembro también de este grupo. El Ejecutivo actuó empujado por el líder del Partido Socialista Progresista (PSP), Walid Yumblat, quien el 3 de mayo también exigió que se expulsara del país al embajador de Irán y se prohibiesen los vuelos de Irán Air a Beirut. Yumblat acusó a Hezbolá de estar preparando atentados, asesinatos y secuestros, y aseguró que Irán estaría facilitando armas a este grupo.
En los días siguientes, el ejército controló Beirut mientras Hezbolá se replegaba, pero los enfrentamientos entre esta organización chií y grupos armados suníes y cristianos se han extendido por otras ciudades y zonas del país. Persiste el temor de que Líbano pueda volver a sufrir una guerra civil.
Hezbolá y el grupo Amal (también chiíes) están abiertamente apoyados por Siria y se supone que por Irán, mientras que el Gobierno de coalición (cristianos y suníes) tiene el respaldo de Francia, EE UU y los gobiernos suníes de Arabia Saudí, Egipto y Jordania.
Siria ocupó el país militarmente entre 1979 y 2005. En 2004, el primer ministro Rafic Hariri se alió con París y Washington para acabar con la presencia siria. Desafiar a Damasco le costó la vida, pero puso en marcha un movimiento popular que llevó a la salida de Siria en 2005. Su hijo, Saad Hariri, heredó su liderazgo. La creación de un tribunal internacional bajo mandato de la ONU para investigar las responsabilidades en el asesinato de Hariri es un factor de tensión, y especialmente sentido por Siria y Hezbolá.
Siria ha continuado influyendo sobre este país, que le otorga, a la vez, protección y proyección respecto de Israel. Para Irán, el apoyo a Hezbolá es una forma de ganar influencia en la región. La zona sur de Líbano está controlada por una fuerza internacional de 13.000 soldados bajo mandato de Naciones Unidas (UNIFIL II) en la que hay efectivos franceses, italianos y españoles, entre otras nacionalidades. UNIFIL II sirve, a la vez, para evitar que Hezbolá lance ataques con misiles contra Israel y para que este país no invada Líbano. En los últimos meses se ha intensificado la actividad militar a ambos lados de la frontera israelí-libanesa, y algunos analistas temen que puedan reanudarse los enfrentamientos. A España le corresponde asumir en breve el mando de esta misión.
Como respuesta ante las medidas del Gobierno, Hezbolá tomó la semana pasada el aeropuerto y parte de Beirut junto con los medios de comunicación que controla Hariri. «La decisión del Gobierno -dijo Sayyed Hassan Nasrallah, el jefe de Hezbolá -equivale a una declaración de guerra contra la resistencia, en beneficio de EE UU e Israel».
Desde hace dos años, el Gobierno y la oposición se encuentran en una negociación bloqueada. Hezbolá y el Movimiento para el Futuro tienen aliados entre los grupos cristianos y drusos. En los últimos seis meses no se ha podido llegar a un acuerdo para contar con un presidente y el Parlamento no funciona. Saad Hariri, del Movimiento del Futuro, lidera el Ejecutivo de coalición.
Líbano es formalmente un Estado secular que cuenta con diecisiete identidades religiosas legalmente reconocidas: cristianos maronitas, drusos, chiíes, suníes, cristianos ortodoxos, alawitas, protestantes y coptos, entre otros. De acuerdo con el pacto que promovió Francia en 1943 cuando dejó de ser potencia colonial, cada grupo tiene derecho a una cuota en las instituciones del Estado, incluyendo las fuerzas armadas y el acceso al empleo. Esa cuota se basa en el censo de 1932, que mostraba que el 54% de la población era cristiana. Según el pacto postcolonial el presidente sería maronita, el primer ministro un musulmán suní, y el portavoz del Parlamento un musulmán chií. En más de seis décadas la composición demográfica ha cambiado: los cristianos son ahora minoría, y la mayoría musulmana suní está cuestionada por los chiíes. Hezbolá, el grupo que los representa, comenzó luchando contra Israel y EE UU en los años 80, y ganó legitimidad al lograr que Israel se retirase de la zona que ocupaba en el sur del país en 2000.
El ejército, pese a estar formado por las diferentes identidades, es la única institución que permanece unida pero trata de estar al margen de los enfrentamientos. Su situación es muy particular porque provee estabilidad pero evita inmiscuirse en las luchas entre las diferentes facciones. Todos están de acuerdo en que, si interviniese, la guerra civil sería inevitable. Por esto, la ofensiva de Hezbolá de la semana pasada es muy peligrosa porque, ante la amenaza de tomar el control del Estado, el Gobierno podría decidir la utilización del ejército. Por el momento, el primer ministro suní, Fouad Siniora, tuvo el cuidado de anunciar que no lo usaría contra Hezbolá.
Por otro lado, Nasrallah siempre ha dicho que no emplearía sus fuerzas contra otros grupos de Líbano, pero con su acción de estos días, y con más de 40 muertos hasta el momento en esta crisis, ha dado a entender que podría usar las armas contra los suníes. La intención de Hezbolá no sería controlar Líbano, algo imposible dada la fragmentación de identidades y de poder, sino presionar al Gobierno y a los otros grupos para que reconozcan su fuerza y le otorguen un papel más predominante en las instituciones. El fin de semana, los enfrentamientos mostraron la fragmentación del país. Por ejemplo, en la zona montañosa alrededor de Aley hubo choques armados entre grupos chiíes y drusos. La única salida para Líbano es un pacto democrático entre las diferentes identidades, la delegación del uso legítimo de la fuerza en el ejército y el fin de las interferencias directas e indirectas de países extranjeros.
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