Por Robert Kagan, miembro no numerario de la Carnegie Endowment for International Peace [Fundación Carnegie para la Paz Internacional] y socio transatlántico del German Marshall Fund [Fondo Marshall Alemán]. Su último libro es The return of History and the end of dreams [El regreso de la Historia y el fin de los sueños] (EL MUNDO, 24/05/08):
Las ideologías vuelven a tener importancia. La principal novedad de los últimos años es el auge no sólo de las grandes potencias sino también de las grandes potencias autocráticas de Rusia y China. En la escena internacional, la verdadera realidad empieza por comprender en qué medida este giro inesperado va a condicionar nuestro mundo.
Son muchos los convencidos de que, cuando los dirigentes chinos y rusos dejaron de creer en el comunismo, dejaron de creer en todo. Se habían convertido en unos pragmáticos, centrados exclusivamente en sus propios intereses y en los de sus naciones.
Sin embargo, los gobernantes chinos y rusos, como los antiguos gobernantes autocráticos, sí que tienen un conjunto de convicciones que guían su política interior y exterior. Creen en las virtudes de un gobierno central fuerte y desprecian la debilidad del sistema democrático. Creen que es necesario un régimen fuerte dentro de sus fronteras para que sus naciones sean respetadas en el mundo. Los dirigentes chinos y rusos no son simplemente unos autócratas. Creen en la autocracia.
Por otra parte, ¿por qué no habrían de creer en ella? En Rusia y China, el crecimiento de la riqueza nacional y la autocracia han demostrado ser compatibles, en contra de los vaticinios del occidente liberal. Moscú y Pekín han resuelto la fórmula que permite una actividad económica abierta al mismo tiempo que se reprime toda actividad política.
Quienes ganan dinero no van a meter sus manos en política, sobre todo si saben que se las cortarán si lo hacen. La riqueza reciente confiere a las autocracias una mayor capacidad de control de la información -monopolizar las emisoras de televisión y controlar el tráfico de internet, por ejemplo-, por lo general, con la ayuda de las empresas extranjeras ávidas de hacer negocios con ellas.
A largo plazo, no hay que descartar que una prosperidad creciente de lugar a un liberalismo político pero, ¿cómo de largo es el largo plazo? Es posible que resulte excesivamente largo para que tenga trascendencia estratégica o geopolítica.
Mientras tanto, el poder y la perduración de estas autocracias van a condicionar el sistema internacional. El mundo no está por la labor de embarcarse en una nueva contienda ideológica del tipo de la que dominó la Guerra Fría. Sin embargo, esta nueva era, en lugar de ser una etapa de valores comunes e intereses compartidos, va a ser una época de tensiones crecientes y, en determinados momentos, de confrontación entre las fuerzas de la democracia y las de la autocracia.
Si las autocracias tienen un haz particular de convicciones, también tienen un haz propio de intereses. Los gobernantes de China y Rusia son pragmáticos sobre todo en la defensa de la continuidad de su forma de gobierno. Su interés en su propia conservación condiciona sus planteamientos de política exterior.
Rusia es un buen ejemplo de hasta qué punto el gobierno de una nación afecta a sus relaciones con el mundo. Una Rusia en proceso de democratización, e incluso una Unión Soviética en proceso de democratización, como la de Mijail Gorbachov, adoptaron una visión francamente benévola de la OTAN y tendieron a mantener buenas relaciones con unos vecinos que iban recorriendo el mismo camino hacia la democracia.
Vladimir Putin, sin embargo, considera a la OTAN una organización hostil, califica su ampliación de «una grave provocación» y pregunta «contra quién va dirigida esta ampliación». No obstante, la OTAN es hoy mucho menos provocadora y amenazante para Moscú de lo que lo era en los tiempos de Gorbachov.
Entonces, ¿qué es lo que teme Putin de la OTAN? No es su poderío militar, es la democracia.
El mundo posterior a la Guerra Fría se contempla desde un Pekín y un Moscú autocráticos con un aspecto diferente del que se ve desde un Washington, un Londres, un París, un Berlín o una Bruselas democráticos. Las revoluciones de colores de Georgia y Ucrania, tan celebradas en Occidente, llenaron de preocupación a Putin porque frenaron sus ambiciones en la zona y porque le entró miedo de que sus ejemplos pudieran repetirse en Rusia. Incluso en la actualidad, el recientemente aclamado primer ministro ruso llama la atención contra los chacales que en Rusia «han recibido un curso intensivo de expertos extranjeros, se han entrenado en repúblicas vecinas y lo van a intentar aquí y ahora».
Los dirigentes políticos de Estados Unidos y de Europa afirman que quieren que Rusia y China se integren en el orden internacional liberal pero no es de extrañar que los dirigentes rusos y chinos se muestren desconfiados. ¿Pueden unos autócratas abrazar el orden internacional liberal sin sucumbir a las fuerzas del liberalismo?
Asustadas ante la respuesta, resulta comprensible que las autocracias se echen atrás, no sin consecuencias. La autocracia está experimentando un proceso de revivificación. El moderno pensamiento liberal del «fin de la historia» tropieza con dificultades a la hora de entender el atractivo perdurable de la autocracia en este mundo globalizado. En cualquier caso, los cambios de cariz ideológico de las potencias más influyentes del mundo han producido siempre algún efecto en las alternativas adoptadas por los dirigentes de otras naciones más pequeñas.
El fascismo estuvo en boga en América Latina en los años 30 y 40 debido en parte a que parecía que tenía éxito en Italia, Alemania y España. El creciente poder de las democracias en los últimos años de la Guerra Fría, que culminó en el hundimiento del comunismo a partir de 1989, contribuyó a la ola mundial de democratización. El auge de dos autocracias poderosas es posible que vuelva a desequilibrar la balanza otra vez.
El ministro de Asuntos Exteriores de Rusia, Sergei Lavrov, se ha alegrado de que vuelva la rivalidad ideológica. «Por primera vez en muchos años [ha alardeado, todo ufano], en el mercado de las ideas ha surgido un ambiente de auténtica competitividad», entre diferentes «sistemas de valores y modelos de desarrollo». Lo mejor del caso, desde la perspectiva del Kremlin, es que «Occidente está perdiendo su monopolio en el proceso de globalización».
Todo esto resulta ser una sorpresa desagradable para un mundo democrático convencido de que esta clase de rivalidad había terminado con la caída del Muro de Berlín. Ha llegado el momento de despertar del sueño.
Las ideologías vuelven a tener importancia. La principal novedad de los últimos años es el auge no sólo de las grandes potencias sino también de las grandes potencias autocráticas de Rusia y China. En la escena internacional, la verdadera realidad empieza por comprender en qué medida este giro inesperado va a condicionar nuestro mundo.
Son muchos los convencidos de que, cuando los dirigentes chinos y rusos dejaron de creer en el comunismo, dejaron de creer en todo. Se habían convertido en unos pragmáticos, centrados exclusivamente en sus propios intereses y en los de sus naciones.
Sin embargo, los gobernantes chinos y rusos, como los antiguos gobernantes autocráticos, sí que tienen un conjunto de convicciones que guían su política interior y exterior. Creen en las virtudes de un gobierno central fuerte y desprecian la debilidad del sistema democrático. Creen que es necesario un régimen fuerte dentro de sus fronteras para que sus naciones sean respetadas en el mundo. Los dirigentes chinos y rusos no son simplemente unos autócratas. Creen en la autocracia.
Por otra parte, ¿por qué no habrían de creer en ella? En Rusia y China, el crecimiento de la riqueza nacional y la autocracia han demostrado ser compatibles, en contra de los vaticinios del occidente liberal. Moscú y Pekín han resuelto la fórmula que permite una actividad económica abierta al mismo tiempo que se reprime toda actividad política.
Quienes ganan dinero no van a meter sus manos en política, sobre todo si saben que se las cortarán si lo hacen. La riqueza reciente confiere a las autocracias una mayor capacidad de control de la información -monopolizar las emisoras de televisión y controlar el tráfico de internet, por ejemplo-, por lo general, con la ayuda de las empresas extranjeras ávidas de hacer negocios con ellas.
A largo plazo, no hay que descartar que una prosperidad creciente de lugar a un liberalismo político pero, ¿cómo de largo es el largo plazo? Es posible que resulte excesivamente largo para que tenga trascendencia estratégica o geopolítica.
Mientras tanto, el poder y la perduración de estas autocracias van a condicionar el sistema internacional. El mundo no está por la labor de embarcarse en una nueva contienda ideológica del tipo de la que dominó la Guerra Fría. Sin embargo, esta nueva era, en lugar de ser una etapa de valores comunes e intereses compartidos, va a ser una época de tensiones crecientes y, en determinados momentos, de confrontación entre las fuerzas de la democracia y las de la autocracia.
Si las autocracias tienen un haz particular de convicciones, también tienen un haz propio de intereses. Los gobernantes de China y Rusia son pragmáticos sobre todo en la defensa de la continuidad de su forma de gobierno. Su interés en su propia conservación condiciona sus planteamientos de política exterior.
Rusia es un buen ejemplo de hasta qué punto el gobierno de una nación afecta a sus relaciones con el mundo. Una Rusia en proceso de democratización, e incluso una Unión Soviética en proceso de democratización, como la de Mijail Gorbachov, adoptaron una visión francamente benévola de la OTAN y tendieron a mantener buenas relaciones con unos vecinos que iban recorriendo el mismo camino hacia la democracia.
Vladimir Putin, sin embargo, considera a la OTAN una organización hostil, califica su ampliación de «una grave provocación» y pregunta «contra quién va dirigida esta ampliación». No obstante, la OTAN es hoy mucho menos provocadora y amenazante para Moscú de lo que lo era en los tiempos de Gorbachov.
Entonces, ¿qué es lo que teme Putin de la OTAN? No es su poderío militar, es la democracia.
El mundo posterior a la Guerra Fría se contempla desde un Pekín y un Moscú autocráticos con un aspecto diferente del que se ve desde un Washington, un Londres, un París, un Berlín o una Bruselas democráticos. Las revoluciones de colores de Georgia y Ucrania, tan celebradas en Occidente, llenaron de preocupación a Putin porque frenaron sus ambiciones en la zona y porque le entró miedo de que sus ejemplos pudieran repetirse en Rusia. Incluso en la actualidad, el recientemente aclamado primer ministro ruso llama la atención contra los chacales que en Rusia «han recibido un curso intensivo de expertos extranjeros, se han entrenado en repúblicas vecinas y lo van a intentar aquí y ahora».
Los dirigentes políticos de Estados Unidos y de Europa afirman que quieren que Rusia y China se integren en el orden internacional liberal pero no es de extrañar que los dirigentes rusos y chinos se muestren desconfiados. ¿Pueden unos autócratas abrazar el orden internacional liberal sin sucumbir a las fuerzas del liberalismo?
Asustadas ante la respuesta, resulta comprensible que las autocracias se echen atrás, no sin consecuencias. La autocracia está experimentando un proceso de revivificación. El moderno pensamiento liberal del «fin de la historia» tropieza con dificultades a la hora de entender el atractivo perdurable de la autocracia en este mundo globalizado. En cualquier caso, los cambios de cariz ideológico de las potencias más influyentes del mundo han producido siempre algún efecto en las alternativas adoptadas por los dirigentes de otras naciones más pequeñas.
El fascismo estuvo en boga en América Latina en los años 30 y 40 debido en parte a que parecía que tenía éxito en Italia, Alemania y España. El creciente poder de las democracias en los últimos años de la Guerra Fría, que culminó en el hundimiento del comunismo a partir de 1989, contribuyó a la ola mundial de democratización. El auge de dos autocracias poderosas es posible que vuelva a desequilibrar la balanza otra vez.
El ministro de Asuntos Exteriores de Rusia, Sergei Lavrov, se ha alegrado de que vuelva la rivalidad ideológica. «Por primera vez en muchos años [ha alardeado, todo ufano], en el mercado de las ideas ha surgido un ambiente de auténtica competitividad», entre diferentes «sistemas de valores y modelos de desarrollo». Lo mejor del caso, desde la perspectiva del Kremlin, es que «Occidente está perdiendo su monopolio en el proceso de globalización».
Todo esto resulta ser una sorpresa desagradable para un mundo democrático convencido de que esta clase de rivalidad había terminado con la caída del Muro de Berlín. Ha llegado el momento de despertar del sueño.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario