Por José Antonio Martín Pallín, magistrado emérito del Tribunal Supremo (EL PAÍS, 12/05/08):
Celebradas las últimas elecciones generales, los demoscópicos, politólogos, analistas y sociólogos se pusieron a estudiar las cifras, datos, demarcaciones, tendencias y toda clase de componentes que sirvieran para explicar el resultado. Los estudios no pueden ser rigurosamente científicos, pero coincidían en detectar movimientos del llamado voto centrista hacia los espacios del Partido Popular y, a la vez, una movilización de la izquierda, temerosa de la llegada al poder de un programa basado en la negación de toda la política seguida por el Gobierno en la anterior legislatura.
En esta apasionante tarea de descifrar a posteriori la voluntad de los ciudadanos, me llama especialmente la atención el voto escrutado en localidades salpicadas por los escándalos urbanísticos, no sólo como forma de hacer política, sino como hecho criminalizado que ha llevado a algún alcalde a la cárcel y a otros a enfrentarse a procedimientos penales no concluidos.
A mayor implicación judicial de los protagonistas, más votos para sus opiniones políticas. Parece que no existe mejor aval electoral que pasar, en olor de multitudes, por las dependencias judiciales y salir a hombros de sus enfervorizados convecinos, como Barrabás, según la versión cinematográfica de La Vida de Brian.
En todas estas ciudades existen grupos ciudadanos minoritarios que se han alzado contra la irreflexiva y destructora política de crecimiento urbano a costa de esquilmar el futuro y comprometer el presente. No importan las razones, la mayoría piensa que puede beneficiarse de parte del botín si en el delirio desarrollista los planes pasan por sus terrenos, en franca recesión agrícola. Como en el cuento de la lechera, se imaginan la llegada masiva de extranjeros y nacionales que poblarán las fantásticas viviendas, se abrirán comercios y el dinero se repartirá generosamente entre los agraciados. Si en la tarea alguno se lucra fraudulentamente y con grave quebranto de los valores cívicos que deben adornar a los representantes democráticamente elegidos, el debido reproche se amortiza con la bonanza prometida.
Los cuatro evangelistas no se pusieron de acuerdo sobre las verdaderas actividades de Barrabás, conspirador, sedicioso, homicida, bandolero, en todo caso, un preso famoso y conocido por todos los habitantes de Jerusalén. Congregados ante Pilatos exclamaron, sin el menor atisbo de duda, que soltasen a Barrabás y crucificasen a Jesús.
Creo que no basta con el ejemplo evangélico porque simplifica demasiado el preocupante fenómeno de exaltación del fraude y la ilegalidad. Algo más profundo está pasando en esos núcleos urbanos para que la racionalidad no se traduzca en un voto de repudio a los corruptos.
Por desidia o cálculo político, la autonomía municipal se ha proclamado, pero no se ha financiado. Por ello resulta tentadora la explotación urbanística del territorio para el enriquecimiento de unos pocos, la bonanza económica de la mayoría e incluso la mejora de los servicios municipales para todos. Cuando el valor añadido o el porcentaje de ganancia en relación con el costo es desproporcionado, los modernos Midas que tienen el poder de convertir en oro un secarral o un huerto, exigen que se les compense más allá de lo señalado o permitido por la ley.
Pocos partidos políticos se atreven a salir al paso de estos desmanes porque saben que cuando gobiernen tendrán que acudir a métodos parecidos para financiar las arcas municipales. El desarrollo es progreso y nadie quiere presentarse como un obstáculo para conseguir la Arcadia feliz que se dibuja en los planos y se ofrece en los discursos.
Merece la pena sacrificar el acceso inmediato al poder para hacer pedagogía. Los males han adquirido dimensiones y efectos que llegan más allá de nuestras fronteras. La Unión Europea, el Parlamento Europeo, los medios de comunicación extranjeros nos han colocado como un ejemplo del desatino y la irracionalidad, poniendo en peligro nuestra máxima industria, el turismo y sus derivados.
Adoptaríamos una postura elitista, si no somos capaces de acercarnos a esos ciudadanos, debatir con ellos y mostrarles alternativas más racionales, dignas y rentables.
Se puede y se debe ser incansable en explicar, una y otra vez, las ventajas del desarrollo sostenible. Se puede y se debe inculcar el sentimiento y el valor del entorno como bien preciado que viene de atrás y que se debe transmitir a las generaciones venideras. Se puede demostrar que los peligros de la incontinencia urbanística van más allá del daño territorial y ambiental. Su fulgurante creación de riqueza es caldo de cultivo para que se asienten grupos delictivos organizados con estructuras parecidas a las de la mafia.
Como decía Manuel Rivas en su columna de este periódico, el paisaje está harto de los depredadores y añadiría yo, de la inoperancia del sistema judicial. Solo falta que los jueces demos una respuesta justa y en tiempo razonable para que el rumbo se corrija y pueda abrirse paso el debate inteligente sin demagogias entre los dos modelos antagónicos que ahora se enfrentan.
Celebradas las últimas elecciones generales, los demoscópicos, politólogos, analistas y sociólogos se pusieron a estudiar las cifras, datos, demarcaciones, tendencias y toda clase de componentes que sirvieran para explicar el resultado. Los estudios no pueden ser rigurosamente científicos, pero coincidían en detectar movimientos del llamado voto centrista hacia los espacios del Partido Popular y, a la vez, una movilización de la izquierda, temerosa de la llegada al poder de un programa basado en la negación de toda la política seguida por el Gobierno en la anterior legislatura.
En esta apasionante tarea de descifrar a posteriori la voluntad de los ciudadanos, me llama especialmente la atención el voto escrutado en localidades salpicadas por los escándalos urbanísticos, no sólo como forma de hacer política, sino como hecho criminalizado que ha llevado a algún alcalde a la cárcel y a otros a enfrentarse a procedimientos penales no concluidos.
A mayor implicación judicial de los protagonistas, más votos para sus opiniones políticas. Parece que no existe mejor aval electoral que pasar, en olor de multitudes, por las dependencias judiciales y salir a hombros de sus enfervorizados convecinos, como Barrabás, según la versión cinematográfica de La Vida de Brian.
En todas estas ciudades existen grupos ciudadanos minoritarios que se han alzado contra la irreflexiva y destructora política de crecimiento urbano a costa de esquilmar el futuro y comprometer el presente. No importan las razones, la mayoría piensa que puede beneficiarse de parte del botín si en el delirio desarrollista los planes pasan por sus terrenos, en franca recesión agrícola. Como en el cuento de la lechera, se imaginan la llegada masiva de extranjeros y nacionales que poblarán las fantásticas viviendas, se abrirán comercios y el dinero se repartirá generosamente entre los agraciados. Si en la tarea alguno se lucra fraudulentamente y con grave quebranto de los valores cívicos que deben adornar a los representantes democráticamente elegidos, el debido reproche se amortiza con la bonanza prometida.
Los cuatro evangelistas no se pusieron de acuerdo sobre las verdaderas actividades de Barrabás, conspirador, sedicioso, homicida, bandolero, en todo caso, un preso famoso y conocido por todos los habitantes de Jerusalén. Congregados ante Pilatos exclamaron, sin el menor atisbo de duda, que soltasen a Barrabás y crucificasen a Jesús.
Creo que no basta con el ejemplo evangélico porque simplifica demasiado el preocupante fenómeno de exaltación del fraude y la ilegalidad. Algo más profundo está pasando en esos núcleos urbanos para que la racionalidad no se traduzca en un voto de repudio a los corruptos.
Por desidia o cálculo político, la autonomía municipal se ha proclamado, pero no se ha financiado. Por ello resulta tentadora la explotación urbanística del territorio para el enriquecimiento de unos pocos, la bonanza económica de la mayoría e incluso la mejora de los servicios municipales para todos. Cuando el valor añadido o el porcentaje de ganancia en relación con el costo es desproporcionado, los modernos Midas que tienen el poder de convertir en oro un secarral o un huerto, exigen que se les compense más allá de lo señalado o permitido por la ley.
Pocos partidos políticos se atreven a salir al paso de estos desmanes porque saben que cuando gobiernen tendrán que acudir a métodos parecidos para financiar las arcas municipales. El desarrollo es progreso y nadie quiere presentarse como un obstáculo para conseguir la Arcadia feliz que se dibuja en los planos y se ofrece en los discursos.
Merece la pena sacrificar el acceso inmediato al poder para hacer pedagogía. Los males han adquirido dimensiones y efectos que llegan más allá de nuestras fronteras. La Unión Europea, el Parlamento Europeo, los medios de comunicación extranjeros nos han colocado como un ejemplo del desatino y la irracionalidad, poniendo en peligro nuestra máxima industria, el turismo y sus derivados.
Adoptaríamos una postura elitista, si no somos capaces de acercarnos a esos ciudadanos, debatir con ellos y mostrarles alternativas más racionales, dignas y rentables.
Se puede y se debe ser incansable en explicar, una y otra vez, las ventajas del desarrollo sostenible. Se puede y se debe inculcar el sentimiento y el valor del entorno como bien preciado que viene de atrás y que se debe transmitir a las generaciones venideras. Se puede demostrar que los peligros de la incontinencia urbanística van más allá del daño territorial y ambiental. Su fulgurante creación de riqueza es caldo de cultivo para que se asienten grupos delictivos organizados con estructuras parecidas a las de la mafia.
Como decía Manuel Rivas en su columna de este periódico, el paisaje está harto de los depredadores y añadiría yo, de la inoperancia del sistema judicial. Solo falta que los jueces demos una respuesta justa y en tiempo razonable para que el rumbo se corrija y pueda abrirse paso el debate inteligente sin demagogias entre los dos modelos antagónicos que ahora se enfrentan.
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