Por Felipe González, ex presidente del Gobierno español (EL PAÍS, 22/04/08):
En España al oír este grito de “¡Agua va!”, había que apartarse con premura, porque se te venía encima cualquier tipo de porquería que los vecinos evacuaban por la puerta de su vivienda. Todavía lo viví en mi adolescencia, en el peculiar barrio sevillano de Bellavista, carente entonces de alcantarillas y pavimento y típica concentración humana de aluvión de la buena gente que venía a la capital a buscar las oportunidades que no tenía en sus pueblos, o de los que se quedaban allí después de cumplir condena de trabajos forzados en el vecino canal de los presos, o del Bajo Guadalquivir para la España oficial.
Las aguas residuales están todas, o casi, canalizadas en esta España nuestra, pero las últimas voces nos indican que tenemos que seguir atentos al famoso grito si no queremos ensuciarnos.
El agua despierta pasiones, provoca conflictos, es el bien más preciado, por encima del petróleo. También el más abundante y escaso a la vez en este planeta Tierra compuesto de agua en sus cuatro quintas partes. Pero sólo el 1% es potable. Y cambio climático, crecimiento y desplazamientos de población agudizan el problema. Así es en todas partes del mundo, con escasas excepciones.
España tampoco es una excepción, sino uno de los territorios afectados más seriamente por estos factores. Así lo fue históricamente y lo es hoy en que la enfermedad de la escasez de recursos disponibles se ha agravado. Mucho antes de que Francia u otros países europeos pensaran en el agua como problema, en España se hacían obras hidráulicas.
En los territorios más afectados, las controversias sin solución dieron lugar a fórmulas de arbitraje, a tribunales del agua, que tienen una larga tradición y aún subsisten. Por eso no es extraño lo que nos ocurre hoy. Por eso todos tienen razón, aunque las razones sean contradictorias entre sí. Por eso hay que evitar que se ensucie el debate del agua y nos lo arrojemos como antaño al grito de “agua va”.
En nuestro caso hemos visto el agravamiento del problema en las últimas décadas. Se han hecho algunas cosas, más de las que parece cuando se discute lo inmediato en las llamadas guerras del agua, pero éstas se muestran insuficientes ante la magnitud del reto. Cuando llueve nos calmamos, casi olvidamos la amenaza que subyace. Vienen las tormentas y se acaba la tormenta política y mediática. Luego es al revés.
Los ciudadanos españoles se han ido desplazando de las zonas donde hay agua pero las condiciones climáticas y socioeconómicas son más difíciles y menos gratas para vivir, hacia las zonas más cálidas, con menos agua y, paradójicamente, con más oportunidades. Desde allí reclaman agua, y desde los territorios de origen los que quedaron reclaman expectativas con el agua que tienen, con el uso de la misma, con el potencial para su desarrollo. Tan delicado es el tema, tan politizado en el sentido negativo de la palabra, no en el positivo, que no quiero señalar los múltiples ejemplos que se dan en nuestra geografía.
Además, en los años que van de este nuevo siglo, los flujos migratorios y el aumento de población consiguiente, se han concentrado, por las mismas razones, en estas zonas demandantes de agua de nuestro litoral.
Como siempre ha habido tensiones, no podemos dejar de preguntarnos sobre las sobrevenidas con magnitud especial por la decisión del Gobierno de llevar agua a Barcelona, como conducción, trasvase, traslado o como quieran llamarle, a partir de un excedente ya trasvasado y no utilizado, que va desde los receptores en las comarcas de Tarragona y procedente del Ebro, y tiene una base legal de comienzos de los años 80, en tiempos de UCD.
Si no hubiera sido Cataluña la reacción sería tensa, como siempre, pero dentro de un orden, sin la aspereza y la demagogia que acompaña a la que estamos viviendo. Es el fruto de una mala cosecha de enfrentamiento territorial que entre todos tenemos que cortar. Digo entre todos, para no excluir voluntades necesarias, porque las responsabilidades son compartidas, aunque no sean de la misma naturaleza y dimensión.
Sólo quiero atenerme al agua, ahora que se pone de moda hablar de balances de otra naturaleza entre los territorios, para decir algunas cosas que han pasado y otras que pienso pueden y deben pasar, con el propósito de recuperar el sentido común y encauzar (nunca mejor expresión) las posibles y múltiples respuestas que hay que ir articulando.
La precondición, tal vez lo más difícil, es que la política del agua se haga con mayúsculas, atendiendo a los ciudadanos en el conjunto del territorio, alejándola de la cosecha inmediata de votos, manteniendo las mismas actitudes en el Gobierno y en la oposición, en el centro o en las comunidades. Es una forma como otras de definir lo que debería ser una política de Estado, con la mínima incidencia oportunista electoralista.
Hace dos décadas tenía la responsabilidad de gobernar y con ella la conciencia de que el problema del agua era, sustancialmente, una responsabilidad del Gobierno que presidía, porque afectaba a todo el espacio público que compartimos como españoles. Los ríos, los acuíferos, las aguas del mar, en la península y en las islas, configuraban el problema como de todos, sin capacidades locales para darle respuesta de fondo.
Ya sonaban voces ecologistas razonables, junto a gritos irracionales. Ya se criticaban decisiones con argumentos oportunistas por el mero hecho de estar en la oposición, para cambiar después, radicalmente, desde el Gobierno. Ya soportábamos descalificaciones e incluso burlas por las presas, como la de La Serena. Ya vimos el rechazo total al único plan hidrológico nacional que mereciera ese nombre, de los que después bautizaron otros con la misma denominación pero sin contenido nacional porque solo afectaba al Ebro.
Sobre todo esto ha caído lluvia y sequía, además de olvido de los antecedentes. Lo que el Gobierno hace estos días lo hemos hecho varias veces, todos los gobiernos de la democracia, urgidos por la necesidad y por las imprevisiones o las previsiones que las circunstancias no permitieron cumplir. Por eso hay que hacer una reflexión seria y sosegada. Mejor sin prisas porque el asunto es urgente y pasará facturas a todo el mundo. La gobernanza de España está afectada por este desafío, aunque haya otros.
Para empezar, hay que decir que tenemos poca agua disponible y despilfarramos mucha. Por mala infraestructura en las conducciones, por sistemas obsoletos de riego, por aventuras excesivas en urbanismo y campos de golf, por malos hábitos de consumo. Por responsabilidades, en fin, públicas y también cívicas de las que tenemos que hacernos cargo. Se haga lo que se haga con la política del agua, este tipo de comportamientos han de ser corregidos y las medidas de racionalización y ahorro van a seguir siendo imprescindibles en la mezcla final.
Los curiosos, o los deseosos de no perder la memoria, pueden ver en las hemerotecas y en el ministerio de Fomento el porcentaje de capacidad de embalse sobre el total nacional que se construyó durante el periodo en que fui presidente del Gobierno. Encontrarán la respuesta a la pregunta de por qué Extremadura no tiene problemas en esta sequía.
Más les gustará conocer o reconocer los feroces ataques al Plan Hidrológico Nacional que presentó Borrell siendo ministro del ramo. El que después fuera presidente del Gobierno llegó a decir que había agua o no la había donde Dios -con mayúsculas- quería y que no se debía actuar contra la voluntad divina. Menos mal que no aplicó el mismo argumento al gaseoducto que viene de Argelia.
Con esto quiero decir que los PNH, o los trasvases, no son de izquierdas o de derechas, como ahora se pretende, sino oportunos o no, necesarios o no. Depende de razones técnicas, de coste, oportunidad, medioambientales, etc. Por eso, años después de haber fracasado con aquel ambicioso Plan Hidrológico, que era Nacional porque pretendía la articulación de todas las cuencas, no volvería -si pudiera- a proponerlo. Las condiciones tecnológicas muestran respuestas más adecuadas económicamente y con menos impacto medioambiental.
No hay que demonizar ni sacralizar ninguna fórmula para arreglar el desafío, para evitar la irracionalidad en un debate cargado siempre de sentimientos. Si algún trasvase fuera necesario y mejor que otras medidas en términos económicos, medioambientales y sociales, ¿por qué excluirlo? Tampoco podremos excluir la regulación y aprovechamiento de nuestros cauces con los mismos requerimientos.
Esto no avala el que ahora se reclama como Plan Hidrológico de los primeros años de esta década. Muchos técnicos, no todos, han mostrado alternativas más operativas y razonables que ese trasvase del Ebro, incluyendo los costes energéticos y los ecológicos. Pero no se engañen. Estos días se dice que para huir del espectáculo de los políticos hay que acudir a los técnicos. El esfuerzo conducirá a la melancolía, porque opiniones técnicas las hay de todo tipo, incluso las tiene el primo de Rajoy, y después de contrastar la mejor información técnica disponible, volveremos inexorablemente a la política, que para eso está.
Hay que tener presente la solución tecnológica que nos viene del agua del mar. Recuerdo que un amigo, de excepcional cabeza, me decía cuando lo trataba de convencer del drama del agua en el mundo, que el problema era de desarrollo tecnológico, no de recursos. Creo que tenía y tiene una parte sustancial de razón dada la composición del planeta que habitamos. El progreso en la utilización del agua del mar ha sido enorme y seguirá avanzando en costes y en reducción del impacto. ¿Por qué negarse a su uso preferente en la mezcla de soluciones que necesitamos?
Tenemos que ser muy rigurosos con los acuíferos y el rigor está en aplicar las leyes. Porque hay leyes, y se pueden mejorar, pero su aplicación exigirá una toma de conciencia de todos y no una burla permanente o un mirar para otro sitio como ocurre con frecuencia. Y también debemos seguir actuando sobre la capacidad de embalse, de nuevo teniendo en cuenta los requerimientos medioambientales y económicos que han cambiado radicalmente.
Todas las medidas, con dosificación adecuada, van a ser necesarias, en todo el territorio y en cada rincón. Por eso, siento recordar que el Parlamento de la nación, sobre el que pasarán las iniciativas del Gobierno, será el gran árbitro del desafío del agua. Si no, no tendrá solución de verdad.
¡Manos a las obras!
En España al oír este grito de “¡Agua va!”, había que apartarse con premura, porque se te venía encima cualquier tipo de porquería que los vecinos evacuaban por la puerta de su vivienda. Todavía lo viví en mi adolescencia, en el peculiar barrio sevillano de Bellavista, carente entonces de alcantarillas y pavimento y típica concentración humana de aluvión de la buena gente que venía a la capital a buscar las oportunidades que no tenía en sus pueblos, o de los que se quedaban allí después de cumplir condena de trabajos forzados en el vecino canal de los presos, o del Bajo Guadalquivir para la España oficial.
Las aguas residuales están todas, o casi, canalizadas en esta España nuestra, pero las últimas voces nos indican que tenemos que seguir atentos al famoso grito si no queremos ensuciarnos.
El agua despierta pasiones, provoca conflictos, es el bien más preciado, por encima del petróleo. También el más abundante y escaso a la vez en este planeta Tierra compuesto de agua en sus cuatro quintas partes. Pero sólo el 1% es potable. Y cambio climático, crecimiento y desplazamientos de población agudizan el problema. Así es en todas partes del mundo, con escasas excepciones.
España tampoco es una excepción, sino uno de los territorios afectados más seriamente por estos factores. Así lo fue históricamente y lo es hoy en que la enfermedad de la escasez de recursos disponibles se ha agravado. Mucho antes de que Francia u otros países europeos pensaran en el agua como problema, en España se hacían obras hidráulicas.
En los territorios más afectados, las controversias sin solución dieron lugar a fórmulas de arbitraje, a tribunales del agua, que tienen una larga tradición y aún subsisten. Por eso no es extraño lo que nos ocurre hoy. Por eso todos tienen razón, aunque las razones sean contradictorias entre sí. Por eso hay que evitar que se ensucie el debate del agua y nos lo arrojemos como antaño al grito de “agua va”.
En nuestro caso hemos visto el agravamiento del problema en las últimas décadas. Se han hecho algunas cosas, más de las que parece cuando se discute lo inmediato en las llamadas guerras del agua, pero éstas se muestran insuficientes ante la magnitud del reto. Cuando llueve nos calmamos, casi olvidamos la amenaza que subyace. Vienen las tormentas y se acaba la tormenta política y mediática. Luego es al revés.
Los ciudadanos españoles se han ido desplazando de las zonas donde hay agua pero las condiciones climáticas y socioeconómicas son más difíciles y menos gratas para vivir, hacia las zonas más cálidas, con menos agua y, paradójicamente, con más oportunidades. Desde allí reclaman agua, y desde los territorios de origen los que quedaron reclaman expectativas con el agua que tienen, con el uso de la misma, con el potencial para su desarrollo. Tan delicado es el tema, tan politizado en el sentido negativo de la palabra, no en el positivo, que no quiero señalar los múltiples ejemplos que se dan en nuestra geografía.
Además, en los años que van de este nuevo siglo, los flujos migratorios y el aumento de población consiguiente, se han concentrado, por las mismas razones, en estas zonas demandantes de agua de nuestro litoral.
Como siempre ha habido tensiones, no podemos dejar de preguntarnos sobre las sobrevenidas con magnitud especial por la decisión del Gobierno de llevar agua a Barcelona, como conducción, trasvase, traslado o como quieran llamarle, a partir de un excedente ya trasvasado y no utilizado, que va desde los receptores en las comarcas de Tarragona y procedente del Ebro, y tiene una base legal de comienzos de los años 80, en tiempos de UCD.
Si no hubiera sido Cataluña la reacción sería tensa, como siempre, pero dentro de un orden, sin la aspereza y la demagogia que acompaña a la que estamos viviendo. Es el fruto de una mala cosecha de enfrentamiento territorial que entre todos tenemos que cortar. Digo entre todos, para no excluir voluntades necesarias, porque las responsabilidades son compartidas, aunque no sean de la misma naturaleza y dimensión.
Sólo quiero atenerme al agua, ahora que se pone de moda hablar de balances de otra naturaleza entre los territorios, para decir algunas cosas que han pasado y otras que pienso pueden y deben pasar, con el propósito de recuperar el sentido común y encauzar (nunca mejor expresión) las posibles y múltiples respuestas que hay que ir articulando.
La precondición, tal vez lo más difícil, es que la política del agua se haga con mayúsculas, atendiendo a los ciudadanos en el conjunto del territorio, alejándola de la cosecha inmediata de votos, manteniendo las mismas actitudes en el Gobierno y en la oposición, en el centro o en las comunidades. Es una forma como otras de definir lo que debería ser una política de Estado, con la mínima incidencia oportunista electoralista.
Hace dos décadas tenía la responsabilidad de gobernar y con ella la conciencia de que el problema del agua era, sustancialmente, una responsabilidad del Gobierno que presidía, porque afectaba a todo el espacio público que compartimos como españoles. Los ríos, los acuíferos, las aguas del mar, en la península y en las islas, configuraban el problema como de todos, sin capacidades locales para darle respuesta de fondo.
Ya sonaban voces ecologistas razonables, junto a gritos irracionales. Ya se criticaban decisiones con argumentos oportunistas por el mero hecho de estar en la oposición, para cambiar después, radicalmente, desde el Gobierno. Ya soportábamos descalificaciones e incluso burlas por las presas, como la de La Serena. Ya vimos el rechazo total al único plan hidrológico nacional que mereciera ese nombre, de los que después bautizaron otros con la misma denominación pero sin contenido nacional porque solo afectaba al Ebro.
Sobre todo esto ha caído lluvia y sequía, además de olvido de los antecedentes. Lo que el Gobierno hace estos días lo hemos hecho varias veces, todos los gobiernos de la democracia, urgidos por la necesidad y por las imprevisiones o las previsiones que las circunstancias no permitieron cumplir. Por eso hay que hacer una reflexión seria y sosegada. Mejor sin prisas porque el asunto es urgente y pasará facturas a todo el mundo. La gobernanza de España está afectada por este desafío, aunque haya otros.
Para empezar, hay que decir que tenemos poca agua disponible y despilfarramos mucha. Por mala infraestructura en las conducciones, por sistemas obsoletos de riego, por aventuras excesivas en urbanismo y campos de golf, por malos hábitos de consumo. Por responsabilidades, en fin, públicas y también cívicas de las que tenemos que hacernos cargo. Se haga lo que se haga con la política del agua, este tipo de comportamientos han de ser corregidos y las medidas de racionalización y ahorro van a seguir siendo imprescindibles en la mezcla final.
Los curiosos, o los deseosos de no perder la memoria, pueden ver en las hemerotecas y en el ministerio de Fomento el porcentaje de capacidad de embalse sobre el total nacional que se construyó durante el periodo en que fui presidente del Gobierno. Encontrarán la respuesta a la pregunta de por qué Extremadura no tiene problemas en esta sequía.
Más les gustará conocer o reconocer los feroces ataques al Plan Hidrológico Nacional que presentó Borrell siendo ministro del ramo. El que después fuera presidente del Gobierno llegó a decir que había agua o no la había donde Dios -con mayúsculas- quería y que no se debía actuar contra la voluntad divina. Menos mal que no aplicó el mismo argumento al gaseoducto que viene de Argelia.
Con esto quiero decir que los PNH, o los trasvases, no son de izquierdas o de derechas, como ahora se pretende, sino oportunos o no, necesarios o no. Depende de razones técnicas, de coste, oportunidad, medioambientales, etc. Por eso, años después de haber fracasado con aquel ambicioso Plan Hidrológico, que era Nacional porque pretendía la articulación de todas las cuencas, no volvería -si pudiera- a proponerlo. Las condiciones tecnológicas muestran respuestas más adecuadas económicamente y con menos impacto medioambiental.
No hay que demonizar ni sacralizar ninguna fórmula para arreglar el desafío, para evitar la irracionalidad en un debate cargado siempre de sentimientos. Si algún trasvase fuera necesario y mejor que otras medidas en términos económicos, medioambientales y sociales, ¿por qué excluirlo? Tampoco podremos excluir la regulación y aprovechamiento de nuestros cauces con los mismos requerimientos.
Esto no avala el que ahora se reclama como Plan Hidrológico de los primeros años de esta década. Muchos técnicos, no todos, han mostrado alternativas más operativas y razonables que ese trasvase del Ebro, incluyendo los costes energéticos y los ecológicos. Pero no se engañen. Estos días se dice que para huir del espectáculo de los políticos hay que acudir a los técnicos. El esfuerzo conducirá a la melancolía, porque opiniones técnicas las hay de todo tipo, incluso las tiene el primo de Rajoy, y después de contrastar la mejor información técnica disponible, volveremos inexorablemente a la política, que para eso está.
Hay que tener presente la solución tecnológica que nos viene del agua del mar. Recuerdo que un amigo, de excepcional cabeza, me decía cuando lo trataba de convencer del drama del agua en el mundo, que el problema era de desarrollo tecnológico, no de recursos. Creo que tenía y tiene una parte sustancial de razón dada la composición del planeta que habitamos. El progreso en la utilización del agua del mar ha sido enorme y seguirá avanzando en costes y en reducción del impacto. ¿Por qué negarse a su uso preferente en la mezcla de soluciones que necesitamos?
Tenemos que ser muy rigurosos con los acuíferos y el rigor está en aplicar las leyes. Porque hay leyes, y se pueden mejorar, pero su aplicación exigirá una toma de conciencia de todos y no una burla permanente o un mirar para otro sitio como ocurre con frecuencia. Y también debemos seguir actuando sobre la capacidad de embalse, de nuevo teniendo en cuenta los requerimientos medioambientales y económicos que han cambiado radicalmente.
Todas las medidas, con dosificación adecuada, van a ser necesarias, en todo el territorio y en cada rincón. Por eso, siento recordar que el Parlamento de la nación, sobre el que pasarán las iniciativas del Gobierno, será el gran árbitro del desafío del agua. Si no, no tendrá solución de verdad.
¡Manos a las obras!
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