Por José Manuel Sánchez Ron, miembro de la Real Academia Española y catedrático de Historia de la Ciencia de la Universidad Autónoma de Madrid (EL PAÍS, 23/04/08):
Hay historias que merecen ser contadas e individuos que deben ser recordados. Uno de ellos es Max Planck (1858-1947), el físico alemán de cuyo nacimiento se cumplen hoy, 23 de abril, 150 años.
Debemos a Planck un descubrimiento que puso en marcha una de las grandes revoluciones de la historia de la ciencia, la de la física cuántica, cuyos frutos terminarían cambiando el mundo. Fue en 1900 cuando Planck obtuvo un resultado que no encajaba bien con la continuidad que la física suponía para la radiación electromagnética. Y tuvo grandes dificultades para entender las novedades radicales que fueron surgiendo. “Mis infructuosos intentos de incorporar de algún modo el cuanto de acción a la teoría clásica”, escribió en su autobiografía, “se prolongaron varios años y me exigieron mucho trabajo. Algunos colegas han visto en ello una especie de tragedia, pero tengo otra opinión al respecto: el provecho que obtuve de tan exhaustiva indagación fue muy valioso”. En 1905, un todavía desconocido físico de nombre Albert Einstein se tomaba en serio la discontinuidad que Planck aún no aceptaba, mostrando que era necesario suponer que a veces la luz se comporta como un conjunto de partículas, de “cuantos de luz” regidos por los resultados de Planck, y otras como una onda continua. Por este trabajo, Einstein recibió el Premio Nobel de Física de 1921. Tres años antes, el galardón había recaído en Planck. Fue, por consiguiente, Planck un científico notable, aunque no de la talla de un Newton o un Einstein. El que dejase una huella que nunca se borrará nos ayuda a comprender mejor qué es la ciencia, una empresa colectiva que no se puede reducir a los genios supremos.
Con ser todo esto importante, hay más. Y es que la biografía de Planck no se puede reconstruir únicamente en términos científicos. Si pretendemos comprenderle hay que tener en cuenta el tiempo en que vivió y su personalidad. Con respecto a ésta, se asemejó al tipo de servidor público cuyas más nobles virtudes ensalzó Max Weber cuando escribió en 1919: los funcionarios son “un conjunto de trabajadores intelectuales altamente especializados mediante una larga preparación y con un honor estamental muy desarrollado, cuyo valor supremo es la integridad”.
Planck, catedrático en Berlín y por tanto funcionario público, fue un hombre de honor de esa clase. Hoy podemos -y debemos- cuestionar su sentido de la honorabilidad. No tanto porque cuando la Primera Guerra Mundial apenas había comenzado firmase un vergonzante nacionalista Llamamiento al mundo civilizado. No han sido, al fin y al cabo, demasiados los que en el pasado han sabido librarse de la exaltación patriótica que acompaña a las guerras. Pero, ¿y cuando, ocupando una posición de privilegio y liderazgo científico como presidente de la Academia Prusiana de Ciencias, respetado y admirado, vivió sin renunciar a sus cargos en la Alemania gobernada por Hitler? ¿No debemos repudiar entonces su sentido del honor, que entendía la misión de mantener la dignidad como un deber individual integrado dentro del bien superior de servir al Estado?
Planck sirvió con lealtad a la monarquía del káiser Guillermo, a la República de Weimar, al régimen de Hitler y a la Alemania controlada por los aliados que surgió al término de la Segunda Guerra Mundial. ¿Acomodaticio? No seamos tan rápidos en llegar a semejante conclusión. Cierto, es moralmente reprobable obedecer a un régimen injusto, más aún si es -como el de Hitler- asesino, pero también es conveniente que un Estado disponga de servidores públicos que estén por encima de las ideologías de los distintos gobiernos. En España, donde las opiniones o simpatías políticas han llegado a afectar hasta a la administración de justicia, sabemos bien de esto. ¿Dónde se encuentra la frontera? ¿Son los funcionarios, individuos al fin y al cabo, o el “pueblo” el que debe oponerse a la injusticia gubernamental? La historia nos responde con claridad a estas cuestiones, mostrándonos dónde se encuentran los límites que no hay que traspasar, pero la historia es visión del pasado hecha desde el hoy.
Es apropiado en este punto recordar la entrevista que Planck mantuvo con Hitler en mayo de 1933, para intentar convencer al Führer de que la emigración forzada de judíos afectaría a la ciencia alemana y que los judíos podían ser buenos alemanes. La entrevista terminó con Hitler vociferando. Planck sin duda sufrió una gran decepción, pero no se rebeló, él que puso en marcha una revolución científica.
Es complicado -y muy arriesgado- mantener el honor en tiempos difíciles. En el caso de Max Planck nos consuela recordar otra de sus actuaciones, en las que se comportó con la dignidad que querríamos ver siempre en quienes son los mejores exponentes de la racionalidad que da la ciencia. Me refiero a su comportamiento tras el fallecimiento del químico Fritz Haber, una de las figuras más prominentes de la ciencia alemana y un hombre que se había esforzado por ser un buen patriota. Haber era de origen judío y aunque sus servicios durante la Gran Guerra (fue el padre de la guerra química) le permitían conservar su puesto ante la ley de abril de 1933 que imponía la exclusión en empleos públicos de, entre otros, los judíos, no quiso utilizar tal privilegio cuando algunos de sus colaboradores eran despedidos y dimitió. Pronto, el 30 de enero de 1934, falleció.
A instancias de otro físico eminente, Max von Laue, Planck decidió organizar una sesión pública para honrar la memoria de Haber. El Gobierno y el partido nazi intentaron impedirla, aunque únicamente pudieron prohibir a los funcionarios que asistieran a ella. La sesión se celebró con muchas mujeres asistiendo en lugar de sus maridos, obligados a no participar. Al final de la ceremonia, Planck declaró: “Haber fue leal con nosotros; nosotros seremos leales con él”. Requería valor en aquellos tiempos organizar una reunión así.
Sirvió, en cualquier caso, Planck a Hitler y a su odioso régimen, aunque seguramente terminó arrepintiéndose, cuando ese mismo régimen acabó con la vida de su último hijo, Erwin (los tres anteriores habían muerto antes: sus dos hijas gemelas, en 1917 y 1919, al dar a luz; su hijo mayor en Verdún, de heridas sufridas mientras servía a su patria en la guerra). Erwin Planck fue ejecutado el 23 de enero de 1945, acusado de haber participado en el famoso intento de acabar con la vida de Hitler. Parece que no intervino en él, aunque sin duda conocía a muchos de los conspiradores y simpatizaba con su causa. Su padre movió cielo y tierra para intentar que la pena de muerte fuera conmutada, y creyó haberlo logrado: el 18 de febrero supo que el perdón llegaría pronto. Pero cinco días después lo que llegó fue la noticia del ajusticiamiento.
Acaso se consolase pensando en que le quedaba la cultura, la gloriosa cultura germana. Tal vez podría haber mitigado su dolor en su espléndida biblioteca, rodeado de sus queridos libros y con su música, pero la noche del 15 de febrero de 1944, durante un ataque aéreo de los aliados, su casa de Berlín, con su biblioteca y papeles personales, fue destruida. Especialmente dramáticos fueron los últimos momentos de la guerra. Para escapar de los bombardeos de Berlín, el octogenario Planck y su esposa se trasladaron a Rogätz, en la orilla oeste del Elba. Cuando Rogätz se convirtió también en un campo de batalla, los Planck tuvieron que vagar por los bosques, durmiendo donde podían. Allí fueron encontrados por militares estadounidenses.
No sobrevivió mucho. Falleció el 4 de octubre de 1947. Antes, el 11 de septiembre de 1946, la Sociedad Káiser Guillermo -una magnífica organización para el fomento de la investigación científica, que él había presidido antes y después de la guerra- fue sustituida por una nueva “Sociedad Max Planck para la investigación científica en la zona británica”. Despojada de la referencia a la partición política posterior a la guerra, esta asociación continúa existiendo para cuidar y promover la ciencia alemana, transmitiendo así a las nuevas generaciones el nombre de aquel científico que intentó ser honorable en tiempos en que el honor fue un atributo muy difícil de conservar. Como en el caso de tantos otros alemanes de entonces, no podemos recordar su nombre con orgullo, con agradecido recuerdo, pero sí, al menos, con dolorosa comprensión.
Hay historias que merecen ser contadas e individuos que deben ser recordados. Uno de ellos es Max Planck (1858-1947), el físico alemán de cuyo nacimiento se cumplen hoy, 23 de abril, 150 años.
Debemos a Planck un descubrimiento que puso en marcha una de las grandes revoluciones de la historia de la ciencia, la de la física cuántica, cuyos frutos terminarían cambiando el mundo. Fue en 1900 cuando Planck obtuvo un resultado que no encajaba bien con la continuidad que la física suponía para la radiación electromagnética. Y tuvo grandes dificultades para entender las novedades radicales que fueron surgiendo. “Mis infructuosos intentos de incorporar de algún modo el cuanto de acción a la teoría clásica”, escribió en su autobiografía, “se prolongaron varios años y me exigieron mucho trabajo. Algunos colegas han visto en ello una especie de tragedia, pero tengo otra opinión al respecto: el provecho que obtuve de tan exhaustiva indagación fue muy valioso”. En 1905, un todavía desconocido físico de nombre Albert Einstein se tomaba en serio la discontinuidad que Planck aún no aceptaba, mostrando que era necesario suponer que a veces la luz se comporta como un conjunto de partículas, de “cuantos de luz” regidos por los resultados de Planck, y otras como una onda continua. Por este trabajo, Einstein recibió el Premio Nobel de Física de 1921. Tres años antes, el galardón había recaído en Planck. Fue, por consiguiente, Planck un científico notable, aunque no de la talla de un Newton o un Einstein. El que dejase una huella que nunca se borrará nos ayuda a comprender mejor qué es la ciencia, una empresa colectiva que no se puede reducir a los genios supremos.
Con ser todo esto importante, hay más. Y es que la biografía de Planck no se puede reconstruir únicamente en términos científicos. Si pretendemos comprenderle hay que tener en cuenta el tiempo en que vivió y su personalidad. Con respecto a ésta, se asemejó al tipo de servidor público cuyas más nobles virtudes ensalzó Max Weber cuando escribió en 1919: los funcionarios son “un conjunto de trabajadores intelectuales altamente especializados mediante una larga preparación y con un honor estamental muy desarrollado, cuyo valor supremo es la integridad”.
Planck, catedrático en Berlín y por tanto funcionario público, fue un hombre de honor de esa clase. Hoy podemos -y debemos- cuestionar su sentido de la honorabilidad. No tanto porque cuando la Primera Guerra Mundial apenas había comenzado firmase un vergonzante nacionalista Llamamiento al mundo civilizado. No han sido, al fin y al cabo, demasiados los que en el pasado han sabido librarse de la exaltación patriótica que acompaña a las guerras. Pero, ¿y cuando, ocupando una posición de privilegio y liderazgo científico como presidente de la Academia Prusiana de Ciencias, respetado y admirado, vivió sin renunciar a sus cargos en la Alemania gobernada por Hitler? ¿No debemos repudiar entonces su sentido del honor, que entendía la misión de mantener la dignidad como un deber individual integrado dentro del bien superior de servir al Estado?
Planck sirvió con lealtad a la monarquía del káiser Guillermo, a la República de Weimar, al régimen de Hitler y a la Alemania controlada por los aliados que surgió al término de la Segunda Guerra Mundial. ¿Acomodaticio? No seamos tan rápidos en llegar a semejante conclusión. Cierto, es moralmente reprobable obedecer a un régimen injusto, más aún si es -como el de Hitler- asesino, pero también es conveniente que un Estado disponga de servidores públicos que estén por encima de las ideologías de los distintos gobiernos. En España, donde las opiniones o simpatías políticas han llegado a afectar hasta a la administración de justicia, sabemos bien de esto. ¿Dónde se encuentra la frontera? ¿Son los funcionarios, individuos al fin y al cabo, o el “pueblo” el que debe oponerse a la injusticia gubernamental? La historia nos responde con claridad a estas cuestiones, mostrándonos dónde se encuentran los límites que no hay que traspasar, pero la historia es visión del pasado hecha desde el hoy.
Es apropiado en este punto recordar la entrevista que Planck mantuvo con Hitler en mayo de 1933, para intentar convencer al Führer de que la emigración forzada de judíos afectaría a la ciencia alemana y que los judíos podían ser buenos alemanes. La entrevista terminó con Hitler vociferando. Planck sin duda sufrió una gran decepción, pero no se rebeló, él que puso en marcha una revolución científica.
Es complicado -y muy arriesgado- mantener el honor en tiempos difíciles. En el caso de Max Planck nos consuela recordar otra de sus actuaciones, en las que se comportó con la dignidad que querríamos ver siempre en quienes son los mejores exponentes de la racionalidad que da la ciencia. Me refiero a su comportamiento tras el fallecimiento del químico Fritz Haber, una de las figuras más prominentes de la ciencia alemana y un hombre que se había esforzado por ser un buen patriota. Haber era de origen judío y aunque sus servicios durante la Gran Guerra (fue el padre de la guerra química) le permitían conservar su puesto ante la ley de abril de 1933 que imponía la exclusión en empleos públicos de, entre otros, los judíos, no quiso utilizar tal privilegio cuando algunos de sus colaboradores eran despedidos y dimitió. Pronto, el 30 de enero de 1934, falleció.
A instancias de otro físico eminente, Max von Laue, Planck decidió organizar una sesión pública para honrar la memoria de Haber. El Gobierno y el partido nazi intentaron impedirla, aunque únicamente pudieron prohibir a los funcionarios que asistieran a ella. La sesión se celebró con muchas mujeres asistiendo en lugar de sus maridos, obligados a no participar. Al final de la ceremonia, Planck declaró: “Haber fue leal con nosotros; nosotros seremos leales con él”. Requería valor en aquellos tiempos organizar una reunión así.
Sirvió, en cualquier caso, Planck a Hitler y a su odioso régimen, aunque seguramente terminó arrepintiéndose, cuando ese mismo régimen acabó con la vida de su último hijo, Erwin (los tres anteriores habían muerto antes: sus dos hijas gemelas, en 1917 y 1919, al dar a luz; su hijo mayor en Verdún, de heridas sufridas mientras servía a su patria en la guerra). Erwin Planck fue ejecutado el 23 de enero de 1945, acusado de haber participado en el famoso intento de acabar con la vida de Hitler. Parece que no intervino en él, aunque sin duda conocía a muchos de los conspiradores y simpatizaba con su causa. Su padre movió cielo y tierra para intentar que la pena de muerte fuera conmutada, y creyó haberlo logrado: el 18 de febrero supo que el perdón llegaría pronto. Pero cinco días después lo que llegó fue la noticia del ajusticiamiento.
Acaso se consolase pensando en que le quedaba la cultura, la gloriosa cultura germana. Tal vez podría haber mitigado su dolor en su espléndida biblioteca, rodeado de sus queridos libros y con su música, pero la noche del 15 de febrero de 1944, durante un ataque aéreo de los aliados, su casa de Berlín, con su biblioteca y papeles personales, fue destruida. Especialmente dramáticos fueron los últimos momentos de la guerra. Para escapar de los bombardeos de Berlín, el octogenario Planck y su esposa se trasladaron a Rogätz, en la orilla oeste del Elba. Cuando Rogätz se convirtió también en un campo de batalla, los Planck tuvieron que vagar por los bosques, durmiendo donde podían. Allí fueron encontrados por militares estadounidenses.
No sobrevivió mucho. Falleció el 4 de octubre de 1947. Antes, el 11 de septiembre de 1946, la Sociedad Káiser Guillermo -una magnífica organización para el fomento de la investigación científica, que él había presidido antes y después de la guerra- fue sustituida por una nueva “Sociedad Max Planck para la investigación científica en la zona británica”. Despojada de la referencia a la partición política posterior a la guerra, esta asociación continúa existiendo para cuidar y promover la ciencia alemana, transmitiendo así a las nuevas generaciones el nombre de aquel científico que intentó ser honorable en tiempos en que el honor fue un atributo muy difícil de conservar. Como en el caso de tantos otros alemanes de entonces, no podemos recordar su nombre con orgullo, con agradecido recuerdo, pero sí, al menos, con dolorosa comprensión.
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