Por Denis MacShane, miembro laborista del Parlamento británico y ex ministro para Europa entre 2002 y 2005. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL MUNDO, 10/04/08):
¿Por qué no está presente Europa como tema en las elecciones presidenciales de Estados Unidos? La senadora Hillary Clinton es incapaz de pronunciar el nombre del nuevo presidente de Rusia. El senador Barak Obama preside el Comité del Senado sobre Asuntos Europeos pero no ha hecho ninguna visita oficial a Europa. El senador John McCain escribe sobre la necesidad de que Estados Unidos y Europa vuelvan a ser amigos pero el lenguaje militarista que emplea al hablar de Irak no coincide con el de una Europa que considera Irak, en palabras de Talleyrand, algo peor que un crimen: un error.
En esta situación, ¿qué politica debería adoptar el próximo presidente norteamericano con respecto a Europa? Estamos ante una buena oportunidad para empezar de cero. Los arquitectos de la hostilidad europea hacia el derrocamiento de Sadam Husein, como Jacques Chirac en Francia y Gerhard Schröder en Alemania, se han retirado. Los líderes actuales de Gran Bretaña, Francia y Alemania, Gordon Brown, Nicolas Sarkozy y Angela Merkel, están encantados de declararse proamericanos.
En 2007, la economía de la Unión Europea creció más deprisa que la de Estados Unidos. El crecimiento de la productividad fue superior, la inflación inferior, y la capitalización de acciones en Europa superó a la de Estados Unidos por primera vez desde 1945. Los años de Bush han representado un descenso de la riqueza y la posición de Estados Unidos respecto al resto del mundo que no tiene precedentes en la historia de su país.
Si Estados Unidos es un país débil, aislacionista y proteccionista, eso es malo para Europa. Y una Europa que juzgue a Estados Unidos desde la perspectiva del gaullismo o el izquierdismo del siglo XX -como rival y amenaza- no conseguirá más que causar divisiones en el mundo democrático que beneficiarán al mundo no democrático.
Así, pues, ahora que Estados Unidos entierra la era de Bush, ¿puede hacer Europa la oferta de comenzar una nueva etapa en las relaciones euroatlánticas?
Para Alemania, significa convertirse en una nación del siglo XXI con arreglo a los principios de Clausewitz: aceptar la necesidad no sólo de estar presente sino también de actuar. Eso supone eliminar las condiciones que, desde Kosovo hasta Afganistán, han impedido que los soldados alemanes interviniesen.
Para Gran Bretaña, representa que el aparato militar de Londres, obsesionado con la OTAN, tiene que abandonar su suspicacia instintiva ante la UE y dejar de ser un rezagado para convertirse en líder del desarrollo europeo de la PESC y el ESOP.
Para Francia, connota la plena reintegración en la OTAN, con el fin de demostrar al mundo que el hecho de que la UE tenga un papel militar cada vez mayor no va en contra de la OTAN, con su sugerencia de paralelismo y disociación.
Para España, significa aceptar que no es posible construir una alianza de civilizaciones con buenas palabras y una visión generosa, sino que es preciso derrotar a los enemigos de la civilización democrática.
En Estados Unidos, todo apunta a un nuevo paradigma post-Irak de una alianza euroatlántica de democracias dispuesta a actuar en interés de la estabilidad y la seguridad, las dos condiciones necesarias para que haya paz, prosperidad y progreso.
Lo que hay que saber es si la clase política de Londres, Berlín, París y Madrid está a la altura del reto. El Tratado de Lisboa ofrece mayores posibilidades, pero los gobiernos nacionales son los únicos que pueden marcar la diferencia.
Como es natural, Europa tiene sus propios problemas que resolver. Si Estados Unidos necesita una política de sanidad factible, Europa necesita una estrategia de crecimiento económico creíble, basada en un desarrollo empresarial que se guíe por el mercado. Europa necesita tener un debate maduro sobre la inmigración y los retos demográficos, en la medida en que los europeos nativos han dejado de reproducirse. Europa debe despertar a los desafíos de la ideología del islamismo con una clara distinción entre el islam -la fe-, los musulmanes -los seguidores de la fe- y el islamismo, la ideología conservadora y reaccionaria que proponen los islamistas. La política de los ideólogos islamistas contra las mujeres, contra la democracia, contra los homosexuales, contra la libertad de expresión, es una gran amenaza para los valores europeos. Y los islamistas, además, apoyan el nuevo antisemitismo, que se ha convertido en un problema europeo importante.
¿Ha llegado, por tanto, el momento de que el Marte estadounidense y la Venus europea se vayan juntos a la cama para engendrar una nueva política que fusione el poder duro y el poder blando? No puede haber paz sin seguridad, ni en Oriente Próximo, ni en Colombia, ni en Pakistán, ni en África.
Si sumamos los países europeos y norteamericanos que son miembros de la OTAN, y otros países aliados como Japón y Australia, hay más de mil millones de personas que viven dentro de un marco de valores comunes como el imperio de la ley, el relevo de los dirigentes mediante elecciones, la libertad de expresión, el derecho de las mujeres a ser mujeres, de los homosexuales a ser homosexuales, y así sucesivamente.
Ha llegado la hora de que Europa, Norteamérica y otras democracias del mundo defiendan y promuevan esos valores. Para ello es precisa la política de contención de un George Kennan, no la política de confrontación de un Donald Rumsfeld. Es precisa una postura común frente a las intimidaciones de un Putin que está desarrollando en Rusia una política autoritaria que, por desgracia, aleja a su país cada vez más de su sitio natural como gran nación europea.
Es precisa una inversión mundial en una política keynesiana modernizada, basada en el comercio libre y la justicia social. Y es preciso que reexaminemos cómo consumimos los recursos energéticos mundiales.
La Europa del siglo XX vivió su propia tragedia, al ser la región que dio a luz el comunismo, el hitlerismo, el franquismo, el racismo imperialista y el acontecimiento único que fue el Holocausto. Pero eso fue en el siglo XX. La nueva Europa se basa en unas complejas obligaciones mutuas definidas por las leyes del tratado de la Unión Europea, por su capacidad de difundir la democracia como por ósmosis y por su negativa a supeditar los derechos sociales a los económicos.
Estados Unidos puede dar la vuelta a la página de su pasado sin volver la vista atrás. Europa es como Jano, mira hacia el pasado y hacia el futuro de forma simultánea, pero nunca está verdaderamente segura de qué presente ocupa. No le faltan ideas, pero sí un liderazgo capaz de convencer a las orgullosas naciones europeas de que deben pensar como potencia continental, no como un aglomerado de vanidades nacionales rivales.
Tal vez el próximo presidente de Estados Unidos sepa comprenderlo e invite a Europa a tener confianza y entablar una nueva relación euroatlántica que pueda ayudar al mundo a tener paz, hogares, empleo y derechos para todos, y por medios más inteligentes que los que empleó Europa en el siglo pasado y ha empleado Estados Unidos hasta el momento en el actual. El próximo presidente estadounidense debe aprender a hablar europeo como lo hicieron otros anteriores, desde Truman hasta Clinton. Será la mejor forma de restablecer el lugar de Estados Unidos en el mundo.
¿Por qué no está presente Europa como tema en las elecciones presidenciales de Estados Unidos? La senadora Hillary Clinton es incapaz de pronunciar el nombre del nuevo presidente de Rusia. El senador Barak Obama preside el Comité del Senado sobre Asuntos Europeos pero no ha hecho ninguna visita oficial a Europa. El senador John McCain escribe sobre la necesidad de que Estados Unidos y Europa vuelvan a ser amigos pero el lenguaje militarista que emplea al hablar de Irak no coincide con el de una Europa que considera Irak, en palabras de Talleyrand, algo peor que un crimen: un error.
En esta situación, ¿qué politica debería adoptar el próximo presidente norteamericano con respecto a Europa? Estamos ante una buena oportunidad para empezar de cero. Los arquitectos de la hostilidad europea hacia el derrocamiento de Sadam Husein, como Jacques Chirac en Francia y Gerhard Schröder en Alemania, se han retirado. Los líderes actuales de Gran Bretaña, Francia y Alemania, Gordon Brown, Nicolas Sarkozy y Angela Merkel, están encantados de declararse proamericanos.
En 2007, la economía de la Unión Europea creció más deprisa que la de Estados Unidos. El crecimiento de la productividad fue superior, la inflación inferior, y la capitalización de acciones en Europa superó a la de Estados Unidos por primera vez desde 1945. Los años de Bush han representado un descenso de la riqueza y la posición de Estados Unidos respecto al resto del mundo que no tiene precedentes en la historia de su país.
Si Estados Unidos es un país débil, aislacionista y proteccionista, eso es malo para Europa. Y una Europa que juzgue a Estados Unidos desde la perspectiva del gaullismo o el izquierdismo del siglo XX -como rival y amenaza- no conseguirá más que causar divisiones en el mundo democrático que beneficiarán al mundo no democrático.
Así, pues, ahora que Estados Unidos entierra la era de Bush, ¿puede hacer Europa la oferta de comenzar una nueva etapa en las relaciones euroatlánticas?
Para Alemania, significa convertirse en una nación del siglo XXI con arreglo a los principios de Clausewitz: aceptar la necesidad no sólo de estar presente sino también de actuar. Eso supone eliminar las condiciones que, desde Kosovo hasta Afganistán, han impedido que los soldados alemanes interviniesen.
Para Gran Bretaña, representa que el aparato militar de Londres, obsesionado con la OTAN, tiene que abandonar su suspicacia instintiva ante la UE y dejar de ser un rezagado para convertirse en líder del desarrollo europeo de la PESC y el ESOP.
Para Francia, connota la plena reintegración en la OTAN, con el fin de demostrar al mundo que el hecho de que la UE tenga un papel militar cada vez mayor no va en contra de la OTAN, con su sugerencia de paralelismo y disociación.
Para España, significa aceptar que no es posible construir una alianza de civilizaciones con buenas palabras y una visión generosa, sino que es preciso derrotar a los enemigos de la civilización democrática.
En Estados Unidos, todo apunta a un nuevo paradigma post-Irak de una alianza euroatlántica de democracias dispuesta a actuar en interés de la estabilidad y la seguridad, las dos condiciones necesarias para que haya paz, prosperidad y progreso.
Lo que hay que saber es si la clase política de Londres, Berlín, París y Madrid está a la altura del reto. El Tratado de Lisboa ofrece mayores posibilidades, pero los gobiernos nacionales son los únicos que pueden marcar la diferencia.
Como es natural, Europa tiene sus propios problemas que resolver. Si Estados Unidos necesita una política de sanidad factible, Europa necesita una estrategia de crecimiento económico creíble, basada en un desarrollo empresarial que se guíe por el mercado. Europa necesita tener un debate maduro sobre la inmigración y los retos demográficos, en la medida en que los europeos nativos han dejado de reproducirse. Europa debe despertar a los desafíos de la ideología del islamismo con una clara distinción entre el islam -la fe-, los musulmanes -los seguidores de la fe- y el islamismo, la ideología conservadora y reaccionaria que proponen los islamistas. La política de los ideólogos islamistas contra las mujeres, contra la democracia, contra los homosexuales, contra la libertad de expresión, es una gran amenaza para los valores europeos. Y los islamistas, además, apoyan el nuevo antisemitismo, que se ha convertido en un problema europeo importante.
¿Ha llegado, por tanto, el momento de que el Marte estadounidense y la Venus europea se vayan juntos a la cama para engendrar una nueva política que fusione el poder duro y el poder blando? No puede haber paz sin seguridad, ni en Oriente Próximo, ni en Colombia, ni en Pakistán, ni en África.
Si sumamos los países europeos y norteamericanos que son miembros de la OTAN, y otros países aliados como Japón y Australia, hay más de mil millones de personas que viven dentro de un marco de valores comunes como el imperio de la ley, el relevo de los dirigentes mediante elecciones, la libertad de expresión, el derecho de las mujeres a ser mujeres, de los homosexuales a ser homosexuales, y así sucesivamente.
Ha llegado la hora de que Europa, Norteamérica y otras democracias del mundo defiendan y promuevan esos valores. Para ello es precisa la política de contención de un George Kennan, no la política de confrontación de un Donald Rumsfeld. Es precisa una postura común frente a las intimidaciones de un Putin que está desarrollando en Rusia una política autoritaria que, por desgracia, aleja a su país cada vez más de su sitio natural como gran nación europea.
Es precisa una inversión mundial en una política keynesiana modernizada, basada en el comercio libre y la justicia social. Y es preciso que reexaminemos cómo consumimos los recursos energéticos mundiales.
La Europa del siglo XX vivió su propia tragedia, al ser la región que dio a luz el comunismo, el hitlerismo, el franquismo, el racismo imperialista y el acontecimiento único que fue el Holocausto. Pero eso fue en el siglo XX. La nueva Europa se basa en unas complejas obligaciones mutuas definidas por las leyes del tratado de la Unión Europea, por su capacidad de difundir la democracia como por ósmosis y por su negativa a supeditar los derechos sociales a los económicos.
Estados Unidos puede dar la vuelta a la página de su pasado sin volver la vista atrás. Europa es como Jano, mira hacia el pasado y hacia el futuro de forma simultánea, pero nunca está verdaderamente segura de qué presente ocupa. No le faltan ideas, pero sí un liderazgo capaz de convencer a las orgullosas naciones europeas de que deben pensar como potencia continental, no como un aglomerado de vanidades nacionales rivales.
Tal vez el próximo presidente de Estados Unidos sepa comprenderlo e invite a Europa a tener confianza y entablar una nueva relación euroatlántica que pueda ayudar al mundo a tener paz, hogares, empleo y derechos para todos, y por medios más inteligentes que los que empleó Europa en el siglo pasado y ha empleado Estados Unidos hasta el momento en el actual. El próximo presidente estadounidense debe aprender a hablar europeo como lo hicieron otros anteriores, desde Truman hasta Clinton. Será la mejor forma de restablecer el lugar de Estados Unidos en el mundo.
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