Por Mario Trinidad, ex diputado socialista y escritor (EL PAÍS, 15/04/08):
En algún artículo aparecido hace tiempo en el Financial Times, leí la expresión amateur economics, empleada con condescendencia, para referirse al flujo de opiniones y análisis sobre los problemas económicos que salen de los labios o las plumas de los legos. Debe haber un sentimiento de frustración entre los sacrificados profesionales de la disciplina al ver que dos siglos y pico de esfuerzo intelectual, y más de uno desde que la formalización matemática irrumpiera entre los métodos del análisis económico, no han bastado para impedir el acceso de los profanos a los arcanos de una ciencia sombría.
Pero una ciencia que trata de las riquezas y su distribución o, como prefieren los ortodoxos, de la más eficiente distribución de los recursos escasos, tiene pocas posibilidades de mantenerse al abrigo de los intrusos. Mucho más si, como ocurre en estos momentos, aparecen señales alarmantes en aspectos tan sensibles y tan visibles para el gran público como la vivienda, el precio de los alimentos o las compras de coches.
Los expertos están algo perplejos a la hora de interpretar esas señales y ofrecer pronósticos sobre la profundidad de la crisis que parecen anunciar. Lo cierto es que muchos de esos expertos sólo pueden culparse a sí mismos por el apuro en el que se encuentran. Durante meses han estado ofreciendo análisis, por así decir, constructivos, atentos a los que ellos consideraban los superiores intereses del país o de su gobierno. Es decir, comportándose más como elevados estadistas que como artesanos respetuosos con las reglas de su oficio. Y la realidad no siempre se muestra comprensiva con los altruistas.
Pero son especialmente los economistas ortodoxos los que acumulan más razones para removerse incómodos en sus asientos. La principal es el súbito retorno de las recetas keynesianas. Cuando parecía haberse cumplido con éxito la tarea de cerrar con siete llaves el sepulcro de Keynes, he aquí que, ante la amenaza de una crisis severa, todo el mundo redescubre el encanto de los estímulos a la demanda: la receta keynesiana por excelencia, aunque no la única ni la más revolucionaria de su arsenal.
Además, como recordaba hace poco Paul Krugman en las páginas del New York Times, los estímulos a la demanda que resultan más eficaces son los que se dirigen a los sectores sociales más desfavorecidos; algo que choca con la ortodoxia económica prevaleciente en los últimos años. Son aquellos sectores, explicó Keynes, los que con más seguridad trasladarán cualquier dólar o euro suplementario que les llegue a los bolsillos en decisiones de gasto susceptibles de estimular la economía.
Otro comentarista prestigioso, éste desde el Financial Times, se permitía hace algún tiempo apuntar a otra incómoda verdad keynesiana como origen de los problemas actuales. Escribiendo en su blog hace ahora algo más de un año, Martin Wolf decía que, aunque, según la opinión dominante, los nubarrones que se cernían entonces sobre la economía -transformados luego en sonora tormenta- sólo podían ser pasajeros (porque la economía mundial tenía el viento de popa gracias al efecto combinado de las nuevas tecnologías, el crecimiento de China y la India y los beneficios de la globalización), existía otra perspectiva menos tranquilizadora.
La economía actual, decía Wolf, sufre de un enorme excedente de ahorro en relación con la inversión; una situación que, como es bien sabido, era uno de los supuestos centrales que Keynes planteó en su Teoría General y cuya posibilidad era negada por la doctrina ortodoxa. La absorción de ese excedente ha generado, en opinión de Wolf, dos consecuencias estrechamente relacionadas: los denominados “desequilibrios globales”, que han convertido a los EE UU en el destino de más de tres cuartas partes de ese exceso de ahorro, y un relajamiento de la política monetaria. Y el resultado ha sido la subida en los precios de los activos (algo que me he permitido calificar algunas veces como la inflación de los ricos para distinguirla de la otra, tan vapuleada, que tiene su origen en las alzas salariales) y en particular del mercado de la vivienda, el motor que ha impulsado la demanda hacia los altos niveles de crecimiento de estos años.
Wolf citaba como ejemplo de este encadenamiento de causas y efectos a las economías de Estados Unidos, Reino Unido y España, y concluía que, debido a él, la corrección de la situación (es decir, en nuestro caso, de la burbuja inmobiliaria, del repunte de la inflación y de la pérdida de impulso de la economía) podría ser más dolorosa de lo que la opinión dominante preveía.
Las sorpresas que depara la realidad deberían servir de aviso a los economistas profesionales de que no siempre el consenso de los expertos o las opiniones establecidas constituyen una garantía de acierto. Después de todo muchas de las grandes correcciones experimentadas por el pensamiento económico -al igual que en otras ramas de la ciencia- debieron llevarse a cabo a base de romper con la sabiduría recibida.
Y desde luego son un incentivo para que los ciudadanos, por definición simples aficionados en la dura disciplina del análisis económico, sigan atreviéndose a pensar con su propia cabeza.
En algún artículo aparecido hace tiempo en el Financial Times, leí la expresión amateur economics, empleada con condescendencia, para referirse al flujo de opiniones y análisis sobre los problemas económicos que salen de los labios o las plumas de los legos. Debe haber un sentimiento de frustración entre los sacrificados profesionales de la disciplina al ver que dos siglos y pico de esfuerzo intelectual, y más de uno desde que la formalización matemática irrumpiera entre los métodos del análisis económico, no han bastado para impedir el acceso de los profanos a los arcanos de una ciencia sombría.
Pero una ciencia que trata de las riquezas y su distribución o, como prefieren los ortodoxos, de la más eficiente distribución de los recursos escasos, tiene pocas posibilidades de mantenerse al abrigo de los intrusos. Mucho más si, como ocurre en estos momentos, aparecen señales alarmantes en aspectos tan sensibles y tan visibles para el gran público como la vivienda, el precio de los alimentos o las compras de coches.
Los expertos están algo perplejos a la hora de interpretar esas señales y ofrecer pronósticos sobre la profundidad de la crisis que parecen anunciar. Lo cierto es que muchos de esos expertos sólo pueden culparse a sí mismos por el apuro en el que se encuentran. Durante meses han estado ofreciendo análisis, por así decir, constructivos, atentos a los que ellos consideraban los superiores intereses del país o de su gobierno. Es decir, comportándose más como elevados estadistas que como artesanos respetuosos con las reglas de su oficio. Y la realidad no siempre se muestra comprensiva con los altruistas.
Pero son especialmente los economistas ortodoxos los que acumulan más razones para removerse incómodos en sus asientos. La principal es el súbito retorno de las recetas keynesianas. Cuando parecía haberse cumplido con éxito la tarea de cerrar con siete llaves el sepulcro de Keynes, he aquí que, ante la amenaza de una crisis severa, todo el mundo redescubre el encanto de los estímulos a la demanda: la receta keynesiana por excelencia, aunque no la única ni la más revolucionaria de su arsenal.
Además, como recordaba hace poco Paul Krugman en las páginas del New York Times, los estímulos a la demanda que resultan más eficaces son los que se dirigen a los sectores sociales más desfavorecidos; algo que choca con la ortodoxia económica prevaleciente en los últimos años. Son aquellos sectores, explicó Keynes, los que con más seguridad trasladarán cualquier dólar o euro suplementario que les llegue a los bolsillos en decisiones de gasto susceptibles de estimular la economía.
Otro comentarista prestigioso, éste desde el Financial Times, se permitía hace algún tiempo apuntar a otra incómoda verdad keynesiana como origen de los problemas actuales. Escribiendo en su blog hace ahora algo más de un año, Martin Wolf decía que, aunque, según la opinión dominante, los nubarrones que se cernían entonces sobre la economía -transformados luego en sonora tormenta- sólo podían ser pasajeros (porque la economía mundial tenía el viento de popa gracias al efecto combinado de las nuevas tecnologías, el crecimiento de China y la India y los beneficios de la globalización), existía otra perspectiva menos tranquilizadora.
La economía actual, decía Wolf, sufre de un enorme excedente de ahorro en relación con la inversión; una situación que, como es bien sabido, era uno de los supuestos centrales que Keynes planteó en su Teoría General y cuya posibilidad era negada por la doctrina ortodoxa. La absorción de ese excedente ha generado, en opinión de Wolf, dos consecuencias estrechamente relacionadas: los denominados “desequilibrios globales”, que han convertido a los EE UU en el destino de más de tres cuartas partes de ese exceso de ahorro, y un relajamiento de la política monetaria. Y el resultado ha sido la subida en los precios de los activos (algo que me he permitido calificar algunas veces como la inflación de los ricos para distinguirla de la otra, tan vapuleada, que tiene su origen en las alzas salariales) y en particular del mercado de la vivienda, el motor que ha impulsado la demanda hacia los altos niveles de crecimiento de estos años.
Wolf citaba como ejemplo de este encadenamiento de causas y efectos a las economías de Estados Unidos, Reino Unido y España, y concluía que, debido a él, la corrección de la situación (es decir, en nuestro caso, de la burbuja inmobiliaria, del repunte de la inflación y de la pérdida de impulso de la economía) podría ser más dolorosa de lo que la opinión dominante preveía.
Las sorpresas que depara la realidad deberían servir de aviso a los economistas profesionales de que no siempre el consenso de los expertos o las opiniones establecidas constituyen una garantía de acierto. Después de todo muchas de las grandes correcciones experimentadas por el pensamiento económico -al igual que en otras ramas de la ciencia- debieron llevarse a cabo a base de romper con la sabiduría recibida.
Y desde luego son un incentivo para que los ciudadanos, por definición simples aficionados en la dura disciplina del análisis económico, sigan atreviéndose a pensar con su propia cabeza.
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