Por Pedro J. Ramírez, director de El Mundo (EL MUNDO, 13/04/08):
A menudo nos preguntamos por la materia de la que están hechos los sueños. Los míos de chaval se nutrían de la incipiente televisión en blanco y negro, el entintado papel del Marca y las vibrantes conexiones radiofónicas con el Tour de Francia. Aquel 12 de julio de la ascensión al Puy de Dôme en la vigésima etapa de la edición del 64 yo tenía 12 años. Rajoy, nueve. Una diferencia suficiente, a esa edad, como para que él, tan forofo del ciclismo, esté comportándose últimamente como si nunca hubiera llegado a enterarse del profundo significado de lo que aquella tarde sucedió allí.Fue la guerra de dos mundos. El pulso de todos los pulsos. El test supremo entre la mente y el músculo. Sólo faltó que el impresionante volcán del Macizo Central, en el que tribus ancestrales realizaban sus ofrendas religiosas, entrara en erupción mientras los corredores pespunteaban sus precipicios como si trataran de ceñir con un lazo rizado una empinada botella de borgoña. Aún resuena en mis oídos el sonido del duelo en la alta sierra, aún permanecen en mi retina las imágenes de aquella batalla épica.
Al pie del coloso se destacaron cuatro grandes campeones: nuestros dos míticos escaladores Julio Jiménez y Federico Martín Bahamontes y los dos franceses que aspiraban a la victoria final en París: nada menos que Jacques Anquetil y Raymond Poulidor. Apenas las cerradas curvas fueron arrojándoles contra pendientes de más del 10%, atacó Julio Jiménez, levantándose esmirriado sobre los tubos de la bici. Sólo Bahamontes pudo seguir su golpe de riñones. Ahí es nada, el Relojero de Avila y el Aguila de Toledo volando juntos. Y con ellos nuestras ilusiones. ¡Qué jornada de gloria!
Pero era entre los dos franceses donde se mascaba la tragedia. Rostros desencajados, músculos rígidos, jadeo ya casi sonámbulo. «Esto no es Hollywood ni Disneylandia», advertiría cuatro décadas más tarde el texano Lance Armstrong, «sino un lugar al que se viene a sufrir sin quejarse». Pero ese año, en esos pocos kilómetros de calvario, estaba en juego no sólo el Tour sino la supremacía entre dos modelos de vida, representados por dos símbolos que dividían a su nación.
Anquetil había ganado ya cuatro veces la carrera y era el paladín de la Francia urbana que pedaleaba hacia la modernidad, dejando atrás todos sus fantasmas. Era frío, calculador, imperturbable. Sus facciones huesudas, tirando a orientales, su cabello rubio casi albino, acentuaban ese aire enigmático. Exhalaba la seguridad en sí mismo de quien cree haber nacido para ganar, pero, aunque la suerte siempre parecía correr en su auxilio, nunca dejaba nada a su albur.
Poulidor era un genuino fruto de la tierra. Sólo tenía dos años menos, pero cuando cogió por primera vez en su vida un tren para hacer el servicio militar, su rival ya había recorrido medio mundo. La Francia municipal y campesina, extendida en sus infinitos pueblos, aldeas y villorrios, que sudaba la gota gorda trabajando de sol a sol y sabía por tanto cuál era el valor del esfuerzo físico, estaba incondicionalmente con él porque Poulidor era mediterráneo y menestral, abnegado e indolente, ocurrente y peleón.
¿Lograría el inconstante héroe conservador derrocar de su trono al ídolo de las ideas nuevas? Dos años antes Poulidor ya había subido al podio debajo de Anquetil y se trataba de ver si ahora era capaz de invertir las tornas. Las casi tres semanas transcurridas de carrera habían sido tan pródigas en escaramuzas y episodios varios como los avatares de toda una legislatura, pero al cabo de tanto preámbulo era Anquetil quien conservaba el maillot amarillo y quien iba levemente por delante en las apuestas.
Para intentar darles la vuelta a esos pronósticos Poulidor comenzó atacando por la parte de fuera de la carretera. Una y otra vez. Arriesgando mucho. En algunos momentos con media rueda asomada al borde del barranco. «¿Dónde va ese loco?, ¿pero qué hace?», farfullaban los aficionados más prudentes, mientras los amantes de las emociones fuertes disfrutaban de lo lindo.
Al principio Anquetil encajaba sus hachazos con el estoicismo del que escucha las peores cosas que se pueden decir de uno como quien oye llover. Se ponía a su rueda, hincaba los codos en el manillar y esperaba a que la tormenta perdiera intensidad. Pero detrás de sus nervios de acero, debajo de su máscara normanda, los observadores más sabios, empezaron a detectar síntomas de debilidad. Sufría sin quejarse, pero vaya que sí sufría. Tal vez su voluntad no se resquebrajara, pero sus piernas sí. El campeón se tambaleaba, el siguiente round bien podría ser el definitivo.
Entre debate y debate quedaba una pausa, un falso llano para preparar el asalto final. Algo debió pasar entonces por la mente de Poulidor o por la de su director deportivo y asesor aúlico Antonin Magne. El caso es que ante el estupor de sus seguidores -y para alivio de los de Anquetil- se produjo un cambio de táctica. Ya no habría más demarrajes, no más golpes bruscos destinados a noquear rotundamente al adversario. Ahora se trataba de intentar ganarle a los puntos, manteniendo un tren constante en la escalada y dejando que el desgaste y el paso del tiempo hicieran el resto. Frente a la consistencia de los valores verdaderos, el ídolo de barro caería por su propio peso.
Pero lo que ocurrió fue algo muy distinto. La pedalada monocorde de Poulidor no sólo no logró asfixiar a Anquetil sino que le permitió atrincherarse en una determinación feroz a no ceder. Durante unos cientos de metros los dos se bambolearon bruscamente a izquierda y derecha, tirando como rudos remeros de sus máquinas. Incluso llegaron a recostarse el uno contra el otro pegados por codos y antebrazos cual amigos borrachos sobre la cubierta de un barco. Un fotógrafo inmortalizó el instante. Hasta los motoristas que les escoltaban contenían el aliento.
Poco a poco la moral de victoria plasmada en el rictus de serenidad con que Anquetil disfrazaba sus padecimientos fue haciendo mella en Poulidor. En algún momento debieron mirarse a los ojos y el aspirante parpadeó primero. La suerte estaba echada. En la línea de llegada junto a la cima del volcán Poulidor recortó en un puñado de segundos su desventaja, pero tres días después Anquetil volvió a ganar el Tour de Francia.
El director de la carrera, Jacques Goddet, que había asistido sobrecogido desde su coche a aquel tremendo mano a mano, describiría así algún tiempo después lo sucedido: «Para mí estaba claro que Anquetil había llegado al límite de sus fuerzas y, si Poulidor le hubiera seguido atacando repentinamente, entonces habría hecho crack. A pesar de que hay quienes dicen que su error de mantener un ritmo constante se debió a que llevaba un tipo de desarrollo demasiado grande, lo que dificultaba su escalada, yo creo que es en su cabeza donde Poulidor debió haber cambiado de plato».
El propio mánager de Anquetil, el sabio y viejo zorro Raphael Geminiani, emitiría un dictamen concurrente: «Cuanto más cerca estábamos de la cumbre, más estaba sufriendo Jacques. En los últimos cientos de metros iba perdiendo tiempo. En la cima del Puy de Dôme la pendiente es del 13%. Poulidor debió haber atacado pero no lo hizo… En mi opinión Poulidor estaba desmoralizado por la resistencia de Anquetil, por su fuerza mental».
Desde el propio bando de Poulidor surgieron algunos reproches como que el ciclista era un gran tipo lleno de buen sentido, pero también algo gandul y que, por eso, a diferencia de Anquetil, no había hecho previamente la escalada para preparársela con la minuciosidad debida. También se dijo que el error táctico de sus asesores consistió en apostar por una etapa tranquila en la que el minuto de bonificación que entonces se asignaba al vencedor -y que fue a parar a Julio Jiménez- podía haber llevado a Poulidor a la cima de la general. O sea, algo así como pretender ganar unas elecciones a base de una participación baja y gracias a una ley que bonifica hasta tal punto a determinadas circunscripciones que con menos votos se pueden obtener más escaños que el rival.
En lo que tirios y troyanos coincidieron fue en todo caso en que había quedado patente que entre ambos existía una barrera psicológica. Anquetil era un ganador y Poulidor no lo era. Por eso a la hora de la verdad se había arrugado y no había ido a por todas. Y 100 veces más que se enfrentaran, sucedería lo mismo.
La primera reacción del derrotado fue de resentimiento hacia el vencedor -«Durante un tiempo lo detesté casi todos los días»-, pero poco a poco fue descubriendo el atractivo de su papel como ingenioso y feliz subcampeón y empezó a disfrutar de ese premio de consolación.
Al principio a él mismo le sorprendía que hubiera tantos a su alrededor que parecían hacer suyo el lema infantil del «hemos perdido, pero cuánto nos hemos divertido». Luego se dio cuenta de que explotar ese rol de elegante perdedor, de resignada víctima de un fatídico determinismo, al estilo del que exhiben los seguidores del Betis o el Atlético de Madrid, podía ser un magnífico negocio en todos los sentidos: jugamos como nunca y perdimos como siempre.
Y así -por utilizar una expresión del comentadísimo artículo del miércoles de Luis Herrero-, «de ovación en ovación», llegó Poulidor a conquistar su intransferible lugar en la historia. Es más, consiguió incluso convertir su apellido en sinónimo del conformismo en la derrota, aplicado no sólo a todas las ramas del deporte sino también a dirigentes políticos e incluso sociedades enteras. Habían nacido, para interés de sociólogos y lingüistas, el «síndrome de Poulidor» y el «pulidorismo».
Con el paso del tiempo Anquetil y Poulidor terminaron haciéndose amigos. Cuando el primero contrajo un cáncer tan devastador como doloroso le confesó a su antiguo rival que sentía «lo mismo que si estuviera escalando el Puy de Dôme durante todas las horas del día», pero ambos bromearon con que también la muerte había decidido respetar la jerarquía natural entre ellos. «Desolé, Raymond, mais, encore une fois, tu vas finir deuxième», le dijo Anquetil a modo de despedida.
Muchos años después Poulidor continúa siendo un símbolo andante de una Francia chovinista y bon vivant, encantada de haberse conocido, indiferente a su pérdida de peso en el concierto internacional y nada propensa a la renovación y el cambio.
La inmarcesible popularidad del tan querido Pou Pou es el legado de una carrera deportiva que fue transformando al brillante segundo clasificado de aquel inolvidable Tour del 64 en el «eterno segundón» de todas las grandes citas. Tras la retirada de Anquetil, Poulidor volvió a subir seis veces más al podio del Parque de los Príncipes, ora como segundo ora como tercero, siendo doblegado sucesivamente por Gimondi, Aimar, Merckx en tres ocasiones e incluso por el escalador belga de bolsillo Lucien Van Impe.
Poulidor nunca tuvo un problema de aptitud sino de actitud. En 1992 se sinceró a la revista especializada Velo: «Me fui acostumbrando a ir perdiendo todos los jerséis de líder que obtenía. Tonin Magne solía decirme: ‘Raymond, estás siempre en las nubes’. Y era verdad. Pensaba que lo que me estaba ocurriendo era ya suficientemente maravilloso. Nunca pensé en ganar. Nunca, jamás, me desperté por la mañana con la idea de ganar».
La única excepción a esa regla tuvo lugar precisamente en el mismo año de aquella legendaria madre de todas sus derrotas. Junto a otros éxitos en carreras menores de uno o pocos días, en el palmarés de Poulidor sólo aparece el triunfo en la Vuelta a España del 64. Fue una victoria para andar por casa, en una edición hecha a su medida, con sólo 80 participantes. Poulidor no tuvo un contendiente digno de tal nombre. Los organizadores no incluyeron a ninguna de las demás grandes figuras internacionales y de hecho los nueve siguientes clasificados de la general, encabezados por Luis Otaño, fueron españoles. La carrera partió de Benidorm, muy cerquita de Valencia.
A menudo nos preguntamos por la materia de la que están hechos los sueños. Los míos de chaval se nutrían de la incipiente televisión en blanco y negro, el entintado papel del Marca y las vibrantes conexiones radiofónicas con el Tour de Francia. Aquel 12 de julio de la ascensión al Puy de Dôme en la vigésima etapa de la edición del 64 yo tenía 12 años. Rajoy, nueve. Una diferencia suficiente, a esa edad, como para que él, tan forofo del ciclismo, esté comportándose últimamente como si nunca hubiera llegado a enterarse del profundo significado de lo que aquella tarde sucedió allí.Fue la guerra de dos mundos. El pulso de todos los pulsos. El test supremo entre la mente y el músculo. Sólo faltó que el impresionante volcán del Macizo Central, en el que tribus ancestrales realizaban sus ofrendas religiosas, entrara en erupción mientras los corredores pespunteaban sus precipicios como si trataran de ceñir con un lazo rizado una empinada botella de borgoña. Aún resuena en mis oídos el sonido del duelo en la alta sierra, aún permanecen en mi retina las imágenes de aquella batalla épica.
Al pie del coloso se destacaron cuatro grandes campeones: nuestros dos míticos escaladores Julio Jiménez y Federico Martín Bahamontes y los dos franceses que aspiraban a la victoria final en París: nada menos que Jacques Anquetil y Raymond Poulidor. Apenas las cerradas curvas fueron arrojándoles contra pendientes de más del 10%, atacó Julio Jiménez, levantándose esmirriado sobre los tubos de la bici. Sólo Bahamontes pudo seguir su golpe de riñones. Ahí es nada, el Relojero de Avila y el Aguila de Toledo volando juntos. Y con ellos nuestras ilusiones. ¡Qué jornada de gloria!
Pero era entre los dos franceses donde se mascaba la tragedia. Rostros desencajados, músculos rígidos, jadeo ya casi sonámbulo. «Esto no es Hollywood ni Disneylandia», advertiría cuatro décadas más tarde el texano Lance Armstrong, «sino un lugar al que se viene a sufrir sin quejarse». Pero ese año, en esos pocos kilómetros de calvario, estaba en juego no sólo el Tour sino la supremacía entre dos modelos de vida, representados por dos símbolos que dividían a su nación.
Anquetil había ganado ya cuatro veces la carrera y era el paladín de la Francia urbana que pedaleaba hacia la modernidad, dejando atrás todos sus fantasmas. Era frío, calculador, imperturbable. Sus facciones huesudas, tirando a orientales, su cabello rubio casi albino, acentuaban ese aire enigmático. Exhalaba la seguridad en sí mismo de quien cree haber nacido para ganar, pero, aunque la suerte siempre parecía correr en su auxilio, nunca dejaba nada a su albur.
Poulidor era un genuino fruto de la tierra. Sólo tenía dos años menos, pero cuando cogió por primera vez en su vida un tren para hacer el servicio militar, su rival ya había recorrido medio mundo. La Francia municipal y campesina, extendida en sus infinitos pueblos, aldeas y villorrios, que sudaba la gota gorda trabajando de sol a sol y sabía por tanto cuál era el valor del esfuerzo físico, estaba incondicionalmente con él porque Poulidor era mediterráneo y menestral, abnegado e indolente, ocurrente y peleón.
¿Lograría el inconstante héroe conservador derrocar de su trono al ídolo de las ideas nuevas? Dos años antes Poulidor ya había subido al podio debajo de Anquetil y se trataba de ver si ahora era capaz de invertir las tornas. Las casi tres semanas transcurridas de carrera habían sido tan pródigas en escaramuzas y episodios varios como los avatares de toda una legislatura, pero al cabo de tanto preámbulo era Anquetil quien conservaba el maillot amarillo y quien iba levemente por delante en las apuestas.
Para intentar darles la vuelta a esos pronósticos Poulidor comenzó atacando por la parte de fuera de la carretera. Una y otra vez. Arriesgando mucho. En algunos momentos con media rueda asomada al borde del barranco. «¿Dónde va ese loco?, ¿pero qué hace?», farfullaban los aficionados más prudentes, mientras los amantes de las emociones fuertes disfrutaban de lo lindo.
Al principio Anquetil encajaba sus hachazos con el estoicismo del que escucha las peores cosas que se pueden decir de uno como quien oye llover. Se ponía a su rueda, hincaba los codos en el manillar y esperaba a que la tormenta perdiera intensidad. Pero detrás de sus nervios de acero, debajo de su máscara normanda, los observadores más sabios, empezaron a detectar síntomas de debilidad. Sufría sin quejarse, pero vaya que sí sufría. Tal vez su voluntad no se resquebrajara, pero sus piernas sí. El campeón se tambaleaba, el siguiente round bien podría ser el definitivo.
Entre debate y debate quedaba una pausa, un falso llano para preparar el asalto final. Algo debió pasar entonces por la mente de Poulidor o por la de su director deportivo y asesor aúlico Antonin Magne. El caso es que ante el estupor de sus seguidores -y para alivio de los de Anquetil- se produjo un cambio de táctica. Ya no habría más demarrajes, no más golpes bruscos destinados a noquear rotundamente al adversario. Ahora se trataba de intentar ganarle a los puntos, manteniendo un tren constante en la escalada y dejando que el desgaste y el paso del tiempo hicieran el resto. Frente a la consistencia de los valores verdaderos, el ídolo de barro caería por su propio peso.
Pero lo que ocurrió fue algo muy distinto. La pedalada monocorde de Poulidor no sólo no logró asfixiar a Anquetil sino que le permitió atrincherarse en una determinación feroz a no ceder. Durante unos cientos de metros los dos se bambolearon bruscamente a izquierda y derecha, tirando como rudos remeros de sus máquinas. Incluso llegaron a recostarse el uno contra el otro pegados por codos y antebrazos cual amigos borrachos sobre la cubierta de un barco. Un fotógrafo inmortalizó el instante. Hasta los motoristas que les escoltaban contenían el aliento.
Poco a poco la moral de victoria plasmada en el rictus de serenidad con que Anquetil disfrazaba sus padecimientos fue haciendo mella en Poulidor. En algún momento debieron mirarse a los ojos y el aspirante parpadeó primero. La suerte estaba echada. En la línea de llegada junto a la cima del volcán Poulidor recortó en un puñado de segundos su desventaja, pero tres días después Anquetil volvió a ganar el Tour de Francia.
El director de la carrera, Jacques Goddet, que había asistido sobrecogido desde su coche a aquel tremendo mano a mano, describiría así algún tiempo después lo sucedido: «Para mí estaba claro que Anquetil había llegado al límite de sus fuerzas y, si Poulidor le hubiera seguido atacando repentinamente, entonces habría hecho crack. A pesar de que hay quienes dicen que su error de mantener un ritmo constante se debió a que llevaba un tipo de desarrollo demasiado grande, lo que dificultaba su escalada, yo creo que es en su cabeza donde Poulidor debió haber cambiado de plato».
El propio mánager de Anquetil, el sabio y viejo zorro Raphael Geminiani, emitiría un dictamen concurrente: «Cuanto más cerca estábamos de la cumbre, más estaba sufriendo Jacques. En los últimos cientos de metros iba perdiendo tiempo. En la cima del Puy de Dôme la pendiente es del 13%. Poulidor debió haber atacado pero no lo hizo… En mi opinión Poulidor estaba desmoralizado por la resistencia de Anquetil, por su fuerza mental».
Desde el propio bando de Poulidor surgieron algunos reproches como que el ciclista era un gran tipo lleno de buen sentido, pero también algo gandul y que, por eso, a diferencia de Anquetil, no había hecho previamente la escalada para preparársela con la minuciosidad debida. También se dijo que el error táctico de sus asesores consistió en apostar por una etapa tranquila en la que el minuto de bonificación que entonces se asignaba al vencedor -y que fue a parar a Julio Jiménez- podía haber llevado a Poulidor a la cima de la general. O sea, algo así como pretender ganar unas elecciones a base de una participación baja y gracias a una ley que bonifica hasta tal punto a determinadas circunscripciones que con menos votos se pueden obtener más escaños que el rival.
En lo que tirios y troyanos coincidieron fue en todo caso en que había quedado patente que entre ambos existía una barrera psicológica. Anquetil era un ganador y Poulidor no lo era. Por eso a la hora de la verdad se había arrugado y no había ido a por todas. Y 100 veces más que se enfrentaran, sucedería lo mismo.
La primera reacción del derrotado fue de resentimiento hacia el vencedor -«Durante un tiempo lo detesté casi todos los días»-, pero poco a poco fue descubriendo el atractivo de su papel como ingenioso y feliz subcampeón y empezó a disfrutar de ese premio de consolación.
Al principio a él mismo le sorprendía que hubiera tantos a su alrededor que parecían hacer suyo el lema infantil del «hemos perdido, pero cuánto nos hemos divertido». Luego se dio cuenta de que explotar ese rol de elegante perdedor, de resignada víctima de un fatídico determinismo, al estilo del que exhiben los seguidores del Betis o el Atlético de Madrid, podía ser un magnífico negocio en todos los sentidos: jugamos como nunca y perdimos como siempre.
Y así -por utilizar una expresión del comentadísimo artículo del miércoles de Luis Herrero-, «de ovación en ovación», llegó Poulidor a conquistar su intransferible lugar en la historia. Es más, consiguió incluso convertir su apellido en sinónimo del conformismo en la derrota, aplicado no sólo a todas las ramas del deporte sino también a dirigentes políticos e incluso sociedades enteras. Habían nacido, para interés de sociólogos y lingüistas, el «síndrome de Poulidor» y el «pulidorismo».
Con el paso del tiempo Anquetil y Poulidor terminaron haciéndose amigos. Cuando el primero contrajo un cáncer tan devastador como doloroso le confesó a su antiguo rival que sentía «lo mismo que si estuviera escalando el Puy de Dôme durante todas las horas del día», pero ambos bromearon con que también la muerte había decidido respetar la jerarquía natural entre ellos. «Desolé, Raymond, mais, encore une fois, tu vas finir deuxième», le dijo Anquetil a modo de despedida.
Muchos años después Poulidor continúa siendo un símbolo andante de una Francia chovinista y bon vivant, encantada de haberse conocido, indiferente a su pérdida de peso en el concierto internacional y nada propensa a la renovación y el cambio.
La inmarcesible popularidad del tan querido Pou Pou es el legado de una carrera deportiva que fue transformando al brillante segundo clasificado de aquel inolvidable Tour del 64 en el «eterno segundón» de todas las grandes citas. Tras la retirada de Anquetil, Poulidor volvió a subir seis veces más al podio del Parque de los Príncipes, ora como segundo ora como tercero, siendo doblegado sucesivamente por Gimondi, Aimar, Merckx en tres ocasiones e incluso por el escalador belga de bolsillo Lucien Van Impe.
Poulidor nunca tuvo un problema de aptitud sino de actitud. En 1992 se sinceró a la revista especializada Velo: «Me fui acostumbrando a ir perdiendo todos los jerséis de líder que obtenía. Tonin Magne solía decirme: ‘Raymond, estás siempre en las nubes’. Y era verdad. Pensaba que lo que me estaba ocurriendo era ya suficientemente maravilloso. Nunca pensé en ganar. Nunca, jamás, me desperté por la mañana con la idea de ganar».
La única excepción a esa regla tuvo lugar precisamente en el mismo año de aquella legendaria madre de todas sus derrotas. Junto a otros éxitos en carreras menores de uno o pocos días, en el palmarés de Poulidor sólo aparece el triunfo en la Vuelta a España del 64. Fue una victoria para andar por casa, en una edición hecha a su medida, con sólo 80 participantes. Poulidor no tuvo un contendiente digno de tal nombre. Los organizadores no incluyeron a ninguna de las demás grandes figuras internacionales y de hecho los nueve siguientes clasificados de la general, encabezados por Luis Otaño, fueron españoles. La carrera partió de Benidorm, muy cerquita de Valencia.
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