Por Rafael Rojas, historiador cubano, exiliado en México, premio Anagrama de Ensayo por su libro Tumbas sin sosiego (EL PAÍS, 24/04/08):
María Zambrano escribió que el exilio se presenta ante quienes lo padecen como una condición interminable o eterna: “La inmensidad, el ilimitado desierto, la inexistencia del horizonte y el cielo fluido. La existencia del ser humano a quien esto acontece ha entrado ya en el exilio, como en un océano sin isla alguna a la vista, sin norte real, punto de llegada, meta”. Sin embargo, María Zambrano regresó a su patria en 1984, después de 45 años de peregrinación, y murió como persona en democracia.
La actual sucesión cubana da la razón a quienes, en las dos últimas décadas, han sostenido que la revolución, entendida como cambio social promovido por un Estado, terminó hace mucho tiempo, y que lo que subsiste en la isla es un Gobierno autoritario que administra conflictos domésticos. Pero que la revolución haya terminado no significa que su contraparte histórica, el exilio, también concluya.
En el lenguaje del poder cubano la palabra revolución funciona como sinónimo de socialismo y patria, a pesar de que los tres términos posean significados distintos. La confusión se debe a que en el habla oficial todos los conceptos y símbolos nacionales desembocan en el mismo campo semántico: el de un régimen de partido único y economía estatal, encabezado desde hace medio siglo, por los hermanos Fidel y Raúl Castro.
Llamar revolución a un orden institucional, copiado del soviético, como el que funcionó entre 1971 y 1992, no pasa de un ardid simbólico de las élites del poder insular. Más absurdo aún resulta entender como revolución lo que viene sucediendo en Cuba en los últimos 16 años, cuando se ha producido un cambio social que el Gobierno no quiso ni propició y que apenas en los últimos meses comienza a ser legalmente reconocido.
El exilio, como es sabido, no surgió como reacción contra aquella revolución que triunfó en enero de 1959, sino contra la radicalización comunista del Gobierno revolucionario entre 1960 y 1961. Lo decisivo para la formación de cualquier comunidad exiliada, en la España de Franco, la Rusia de Stalin, la Alemania de Hitler, el Chile de Pinochet o la Cuba de Fidel, es la ausencia de libertades públicas, la imposibilidad de ser opositor sin arriesgar la vida o perder la libertad.
De ahí que aunque la revolución haya terminado y aunque la definición ideológica del régimen tome una tímida distancia del “marxismo-leninismo”, la experiencia del exilio seguirá reproduciéndose mientras la ciudadanía carezca de derechos de asociación y expresión.
El Gobierno de Raúl Castro puede declararse mañana a favor de una “economía social de mercado”, abrir la pequeña y mediana empresa privada, dejando intacto el partido único y penalizando el ejercicio de algunos derechos. Aún en ese escenario poco probable, de verdadera apertura económica con cierre político, habrá exilio.
Si en Cuba se produjera una transición a la democracia y dentro de cinco o diez años se concedieran plenos derechos civiles y políticos, muy pocos de los exiliados actuales se repatriarían. En Miami, Madrid, Barcelona, París y México seguirán viviendo cubanos, afincados en esas ciudades, pero con una relación muy distinta con el país de origen que, finalmente, reabre sus puertas. Entonces no dejará de haber emigrantes cubanos, pero será muy difícil llamarlos exiliados.
Los exilios duran lo mismo que los regímenes que los producen. En el caso de Cuba, por lo prolongado del régimen, es inevitable que el exilio cambie. Cambia de muchas maneras, pero, sobre todo, generacional e ideológicamente. Las diferencias entre un cubano que llegó a Miami en 1961, otro que llegó por el Mariel en 1980, un balsero del 94 o uno que se ganó la lotería de las visas en el 2002 son palpables. Los cuatro dejaron atrás un país diferente, aunque sueñen con un futuro parecido.
El exilio y el régimen que lo produce son antípodas, pero no entidades equivalentes. Un exilio es una comunidad civil, cultural y política, no un Gobierno y mucho menos un Estado. Es error de algunos exiliados considerarse gobierno y es malicia del régimen de la isla presentar a Miami como un Estado opositor. De ahí que sean injustos la medición del éxito o el fracaso y el veredicto sobre la eficacia política de sujetos tan disímiles.
Mucho se ha hablado, y con razón, del triunfo económico del exilio y de la dinámica inserción de los cubanos en la política de Estados Unidos. Muchas veces se contrapone esa historia de éxito al fracaso que representa la persistencia del régimen cubano. El exilio, en efecto, no ha logrado su objetivo histórico: generar un cambio de régimen en la isla. Sin embargo, pocas veces se repara en el hecho de que, ideológicamente, el exilio y la oposición también pueden atribuirse la victoria.
Cuando por mero afán continuista o por malabares de la sobrevivencia, los gobernantes cubanos reconocen que la política económica de la isla es “obsoleta”, que la gran literatura exiliada “forma parte del patrimonio nacional” o que el “socialismo debe democratizarse”, es difícil no concluir que, a regañadientes, están dando la razón a sus críticos y adversarios. Los nuevos gobernantes de Cuba se apropian, de manera incompleta y autoritaria, de las ideas que durante medio siglo han sostenido la oposición y el exilio.
¿Cuántos intelectuales, académicos o funcionarios han tenido que exiliarse en los últimos veinte años por defender abiertamente el mercado libre campesino, la pequeña y mediana empresa privada, la tolerancia de la crítica en los periódicos o el respeto a la comunidad exiliada? Los 75 disidentes encarcelados en la primavera de 2003 y los 300 presos políticos, que malviven en Cuba, perdieron su libertad por sostener públicamente muchas ideas que hoy acepta el Gobierno de Raúl Castro.
La meta de los exiliados cubanos, con independencia del método utilizado, ha sido siempre la democracia. Aunque todavía se vea lejana, cuesta trabajo imaginar que esa meta no se alcanzará en el futuro de Cuba. Quienes la alcanzarán no serán, probablemente, muchos exiliados y sí algunos de los que hoy se presentan como sus enemigos más feroces. Esa paradoja, de derrota política y victoria ideológica, debe ser asumida en toda su tragedia, en toda su amarga epopeya. Reconocer al exilio como precursor de la democracia cubana será una tarea intelectual del futuro.
El Gobierno de Raúl Castro, aunque aparentemente dispuesto a avanzar en una reforma económica limitada, mantiene la misma actitud de soberbia de su antecesor, al desconocer la legitimidad histórica de la oposición y el exilio. Ese Gobierno no sólo conserva las mismas prácticas represivas, como vimos recientemente con la “dispersión” de las Damas de Blanco, sino el mismo lenguaje descalificador que identifica a los opositores con un sujeto “antinacional”.
Las élites sucesoras parecen no advertir que el inmovilismo político puede conspirar contra la deseada popularidad de las reformas, dentro y fuera de la isla.
María Zambrano escribió que el exilio se presenta ante quienes lo padecen como una condición interminable o eterna: “La inmensidad, el ilimitado desierto, la inexistencia del horizonte y el cielo fluido. La existencia del ser humano a quien esto acontece ha entrado ya en el exilio, como en un océano sin isla alguna a la vista, sin norte real, punto de llegada, meta”. Sin embargo, María Zambrano regresó a su patria en 1984, después de 45 años de peregrinación, y murió como persona en democracia.
La actual sucesión cubana da la razón a quienes, en las dos últimas décadas, han sostenido que la revolución, entendida como cambio social promovido por un Estado, terminó hace mucho tiempo, y que lo que subsiste en la isla es un Gobierno autoritario que administra conflictos domésticos. Pero que la revolución haya terminado no significa que su contraparte histórica, el exilio, también concluya.
En el lenguaje del poder cubano la palabra revolución funciona como sinónimo de socialismo y patria, a pesar de que los tres términos posean significados distintos. La confusión se debe a que en el habla oficial todos los conceptos y símbolos nacionales desembocan en el mismo campo semántico: el de un régimen de partido único y economía estatal, encabezado desde hace medio siglo, por los hermanos Fidel y Raúl Castro.
Llamar revolución a un orden institucional, copiado del soviético, como el que funcionó entre 1971 y 1992, no pasa de un ardid simbólico de las élites del poder insular. Más absurdo aún resulta entender como revolución lo que viene sucediendo en Cuba en los últimos 16 años, cuando se ha producido un cambio social que el Gobierno no quiso ni propició y que apenas en los últimos meses comienza a ser legalmente reconocido.
El exilio, como es sabido, no surgió como reacción contra aquella revolución que triunfó en enero de 1959, sino contra la radicalización comunista del Gobierno revolucionario entre 1960 y 1961. Lo decisivo para la formación de cualquier comunidad exiliada, en la España de Franco, la Rusia de Stalin, la Alemania de Hitler, el Chile de Pinochet o la Cuba de Fidel, es la ausencia de libertades públicas, la imposibilidad de ser opositor sin arriesgar la vida o perder la libertad.
De ahí que aunque la revolución haya terminado y aunque la definición ideológica del régimen tome una tímida distancia del “marxismo-leninismo”, la experiencia del exilio seguirá reproduciéndose mientras la ciudadanía carezca de derechos de asociación y expresión.
El Gobierno de Raúl Castro puede declararse mañana a favor de una “economía social de mercado”, abrir la pequeña y mediana empresa privada, dejando intacto el partido único y penalizando el ejercicio de algunos derechos. Aún en ese escenario poco probable, de verdadera apertura económica con cierre político, habrá exilio.
Si en Cuba se produjera una transición a la democracia y dentro de cinco o diez años se concedieran plenos derechos civiles y políticos, muy pocos de los exiliados actuales se repatriarían. En Miami, Madrid, Barcelona, París y México seguirán viviendo cubanos, afincados en esas ciudades, pero con una relación muy distinta con el país de origen que, finalmente, reabre sus puertas. Entonces no dejará de haber emigrantes cubanos, pero será muy difícil llamarlos exiliados.
Los exilios duran lo mismo que los regímenes que los producen. En el caso de Cuba, por lo prolongado del régimen, es inevitable que el exilio cambie. Cambia de muchas maneras, pero, sobre todo, generacional e ideológicamente. Las diferencias entre un cubano que llegó a Miami en 1961, otro que llegó por el Mariel en 1980, un balsero del 94 o uno que se ganó la lotería de las visas en el 2002 son palpables. Los cuatro dejaron atrás un país diferente, aunque sueñen con un futuro parecido.
El exilio y el régimen que lo produce son antípodas, pero no entidades equivalentes. Un exilio es una comunidad civil, cultural y política, no un Gobierno y mucho menos un Estado. Es error de algunos exiliados considerarse gobierno y es malicia del régimen de la isla presentar a Miami como un Estado opositor. De ahí que sean injustos la medición del éxito o el fracaso y el veredicto sobre la eficacia política de sujetos tan disímiles.
Mucho se ha hablado, y con razón, del triunfo económico del exilio y de la dinámica inserción de los cubanos en la política de Estados Unidos. Muchas veces se contrapone esa historia de éxito al fracaso que representa la persistencia del régimen cubano. El exilio, en efecto, no ha logrado su objetivo histórico: generar un cambio de régimen en la isla. Sin embargo, pocas veces se repara en el hecho de que, ideológicamente, el exilio y la oposición también pueden atribuirse la victoria.
Cuando por mero afán continuista o por malabares de la sobrevivencia, los gobernantes cubanos reconocen que la política económica de la isla es “obsoleta”, que la gran literatura exiliada “forma parte del patrimonio nacional” o que el “socialismo debe democratizarse”, es difícil no concluir que, a regañadientes, están dando la razón a sus críticos y adversarios. Los nuevos gobernantes de Cuba se apropian, de manera incompleta y autoritaria, de las ideas que durante medio siglo han sostenido la oposición y el exilio.
¿Cuántos intelectuales, académicos o funcionarios han tenido que exiliarse en los últimos veinte años por defender abiertamente el mercado libre campesino, la pequeña y mediana empresa privada, la tolerancia de la crítica en los periódicos o el respeto a la comunidad exiliada? Los 75 disidentes encarcelados en la primavera de 2003 y los 300 presos políticos, que malviven en Cuba, perdieron su libertad por sostener públicamente muchas ideas que hoy acepta el Gobierno de Raúl Castro.
La meta de los exiliados cubanos, con independencia del método utilizado, ha sido siempre la democracia. Aunque todavía se vea lejana, cuesta trabajo imaginar que esa meta no se alcanzará en el futuro de Cuba. Quienes la alcanzarán no serán, probablemente, muchos exiliados y sí algunos de los que hoy se presentan como sus enemigos más feroces. Esa paradoja, de derrota política y victoria ideológica, debe ser asumida en toda su tragedia, en toda su amarga epopeya. Reconocer al exilio como precursor de la democracia cubana será una tarea intelectual del futuro.
El Gobierno de Raúl Castro, aunque aparentemente dispuesto a avanzar en una reforma económica limitada, mantiene la misma actitud de soberbia de su antecesor, al desconocer la legitimidad histórica de la oposición y el exilio. Ese Gobierno no sólo conserva las mismas prácticas represivas, como vimos recientemente con la “dispersión” de las Damas de Blanco, sino el mismo lenguaje descalificador que identifica a los opositores con un sujeto “antinacional”.
Las élites sucesoras parecen no advertir que el inmovilismo político puede conspirar contra la deseada popularidad de las reformas, dentro y fuera de la isla.
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