Por Ian Bremmer, presidente del Eurasia Group y miembro del World Policy Institute (LA VANGUARDIA, 10/04/08):
Cuando el Comité Olímpico Internacional adjudicó a Pekín los Juegos Olímpicos del 2008 en julio del 2001, el anuncio desató celebraciones eufóricas en todo el país. El Partido Comunista Chino esperaba usar los Juegos para exhibir el surgimiento del país como una nación dinámica y moderna. Pero cuando los líderes de China culminen los preparativos finales para los Juegos, el próximo agosto, tal vez se pregunten si ser sede de este acontecimiento fue una idea tan buena después de todo. Tienen razones importantes para albergar dudas.
Los altos líderes de China siempre controlan de cerca las expresiones públicas espontáneas de fervor nacionalista, temerosos de que los vientos cambiantes puedan desatar una tormenta inoportuna en su dirección. Por supuesto, lo que esperan es que los Juegos canalicen estas energías hacia la solidaridad nacional, que le permitirá al liderazgo brindarle a su pueblo un momento de logro y gloria patriótica.
Ahora bien, los Juegos también pondrán bajo un intenso escrutinio internacional las debilidades de China en un momento delicado en el desarrollo del país. El mundo ya conoce el éxito de China y su atractivo como destino de la inversión extranjera, pero pocos extranjeros han visto de primera mano el precio elevado que el país está pagando por su nueva prosperidad.
Los signos más obvios de ese costo fluyen por las vías fluviales del país y contaminan su aire. El crecimiento y el desarrollo descontrolado han contaminado seriamente alrededor del 70% de los lagos y ríos de China, muchos de ellos no aptos para el uso humano de ningún tipo. De hecho, casi 500 millones de chinos no tienen acceso a agua potable y la cantidad de ríos y lagos contaminados de manera definitiva crece a diario.
Pero la calidad del aire terminará siendo el problema más bochornoso el próximo agosto. La cobertura televisiva de atletas con dificultades para respirar difícilmente le otorgue a Pekín la imagen olímpica que tenía en mente, y la creciente ansiedad internacional sobre el cambio climático y otros peligros ambientales se encargará de que estas cuestiones reciban una cobertura mediática considerable. También está el riesgo de que los Juegos se conviertan en un circo político, cuando la atención internacional cree oportunidades irresistibles para la protesta pública. El régimen chino ya demostró varias veces que puede reprimir el disenso interno, pero la escala única de los Juegos exigirá una vigilancia permanente.
Los activistas con quejas sobre Tíbet, Taiwán, Birmania, Darfur y decenas de otras cuestiones políticas, ambientales y de derechos humanos ya están manifestándose. ¿China está preparada para que los partidarios de Greenpeace, Derechos Humanos en China, Amnistía Internacional y Falun Gong se apoderen de las calles, con miles de periodistas extranjeros sedientos de historias y haciendo preguntas que las autoridades no están acostumbradas a responder?
Aun si la policía puede mantener el orden en Pekín, ¿está en condiciones de extender ese control a todo el país? ¿Podrá manejar el flujo de información e ideas a través de la blogosfera cuando los activistas on line abran otro frente más en su batalla por la libertad de información? Lo que sí sabemos es que las autoridades chinas nunca enfrentaron un desafío de esta magnitud con un potencial semejante para hacerle ganar o perder prestigio.
Luego está la cuestión de cómo los Juegos serán recibidos en Occidente. Desde el 2001, China se ha vuelto cada vez más el foco de una gran cuota de ansiedad en el mundo desarrollado. Los gigantescos déficits comerciales bilaterales, las acusaciones de que China mantiene su moneda subvaluada y una andanada de exportaciones de productos de fabricación china defectuosos y peligrosos alimentaron una reacción proteccionista en Estados Unidos y Europa.
En medio de amargos debates electorales sobre Iraq e Irán, y una perspectiva económica cada vez más acuciante, los estadounidenses tal vez no estén de humor para una manifestación de magnificencia triunfalista de una nueva potencia en ascenso en Pekín. ¿Los vecinos asiáticos intranquilos de China serán más receptivos? La crítica internacional estará a la orden del día si algo, cualquier cosa, sale mal durante los Juegos, especialmente si tiene que ver con la supresión del disenso y se transmite a todo el mundo a través de la televisión por cable y de internet las 24 horas del día.
China cambió desde que ganó los Juegos del 2008 hace siete años. El liderazgo del Partido cada vez confía más en su creciente papel internacional, pero su capacidad para manejar el ritmo del cambio en casa se ha vuelto más incierta. En el 2001, el entonces presidente Jiang Zemin anhelaba que los Juegos presagiaran el advenimiento de China como una potencia industrializada. Pero su sucesor, Hu Jintao, se concentró en el daño que produjo el crecimiento desenfrenado. Él y el premier Wen Jiabao también abogaron por una sociedad más “armoniosa”, porque entienden que la creciente brecha de riqueza, las tensiones sociales, los problemas ambientales y de salud pública y la tenue relación del Partido con la gente menos aventajada ya no pueden ignorarse.
Mientras los líderes de China bregan por abordar estos desafíos, ¿seguirán alimentando la idea de ofrecerle asientos en primera fila a un público internacional? La manera en que evalúen los Juegos una vez que se haya barrido el papel picado de las calles dista de ser certera.
Cuando el Comité Olímpico Internacional adjudicó a Pekín los Juegos Olímpicos del 2008 en julio del 2001, el anuncio desató celebraciones eufóricas en todo el país. El Partido Comunista Chino esperaba usar los Juegos para exhibir el surgimiento del país como una nación dinámica y moderna. Pero cuando los líderes de China culminen los preparativos finales para los Juegos, el próximo agosto, tal vez se pregunten si ser sede de este acontecimiento fue una idea tan buena después de todo. Tienen razones importantes para albergar dudas.
Los altos líderes de China siempre controlan de cerca las expresiones públicas espontáneas de fervor nacionalista, temerosos de que los vientos cambiantes puedan desatar una tormenta inoportuna en su dirección. Por supuesto, lo que esperan es que los Juegos canalicen estas energías hacia la solidaridad nacional, que le permitirá al liderazgo brindarle a su pueblo un momento de logro y gloria patriótica.
Ahora bien, los Juegos también pondrán bajo un intenso escrutinio internacional las debilidades de China en un momento delicado en el desarrollo del país. El mundo ya conoce el éxito de China y su atractivo como destino de la inversión extranjera, pero pocos extranjeros han visto de primera mano el precio elevado que el país está pagando por su nueva prosperidad.
Los signos más obvios de ese costo fluyen por las vías fluviales del país y contaminan su aire. El crecimiento y el desarrollo descontrolado han contaminado seriamente alrededor del 70% de los lagos y ríos de China, muchos de ellos no aptos para el uso humano de ningún tipo. De hecho, casi 500 millones de chinos no tienen acceso a agua potable y la cantidad de ríos y lagos contaminados de manera definitiva crece a diario.
Pero la calidad del aire terminará siendo el problema más bochornoso el próximo agosto. La cobertura televisiva de atletas con dificultades para respirar difícilmente le otorgue a Pekín la imagen olímpica que tenía en mente, y la creciente ansiedad internacional sobre el cambio climático y otros peligros ambientales se encargará de que estas cuestiones reciban una cobertura mediática considerable. También está el riesgo de que los Juegos se conviertan en un circo político, cuando la atención internacional cree oportunidades irresistibles para la protesta pública. El régimen chino ya demostró varias veces que puede reprimir el disenso interno, pero la escala única de los Juegos exigirá una vigilancia permanente.
Los activistas con quejas sobre Tíbet, Taiwán, Birmania, Darfur y decenas de otras cuestiones políticas, ambientales y de derechos humanos ya están manifestándose. ¿China está preparada para que los partidarios de Greenpeace, Derechos Humanos en China, Amnistía Internacional y Falun Gong se apoderen de las calles, con miles de periodistas extranjeros sedientos de historias y haciendo preguntas que las autoridades no están acostumbradas a responder?
Aun si la policía puede mantener el orden en Pekín, ¿está en condiciones de extender ese control a todo el país? ¿Podrá manejar el flujo de información e ideas a través de la blogosfera cuando los activistas on line abran otro frente más en su batalla por la libertad de información? Lo que sí sabemos es que las autoridades chinas nunca enfrentaron un desafío de esta magnitud con un potencial semejante para hacerle ganar o perder prestigio.
Luego está la cuestión de cómo los Juegos serán recibidos en Occidente. Desde el 2001, China se ha vuelto cada vez más el foco de una gran cuota de ansiedad en el mundo desarrollado. Los gigantescos déficits comerciales bilaterales, las acusaciones de que China mantiene su moneda subvaluada y una andanada de exportaciones de productos de fabricación china defectuosos y peligrosos alimentaron una reacción proteccionista en Estados Unidos y Europa.
En medio de amargos debates electorales sobre Iraq e Irán, y una perspectiva económica cada vez más acuciante, los estadounidenses tal vez no estén de humor para una manifestación de magnificencia triunfalista de una nueva potencia en ascenso en Pekín. ¿Los vecinos asiáticos intranquilos de China serán más receptivos? La crítica internacional estará a la orden del día si algo, cualquier cosa, sale mal durante los Juegos, especialmente si tiene que ver con la supresión del disenso y se transmite a todo el mundo a través de la televisión por cable y de internet las 24 horas del día.
China cambió desde que ganó los Juegos del 2008 hace siete años. El liderazgo del Partido cada vez confía más en su creciente papel internacional, pero su capacidad para manejar el ritmo del cambio en casa se ha vuelto más incierta. En el 2001, el entonces presidente Jiang Zemin anhelaba que los Juegos presagiaran el advenimiento de China como una potencia industrializada. Pero su sucesor, Hu Jintao, se concentró en el daño que produjo el crecimiento desenfrenado. Él y el premier Wen Jiabao también abogaron por una sociedad más “armoniosa”, porque entienden que la creciente brecha de riqueza, las tensiones sociales, los problemas ambientales y de salud pública y la tenue relación del Partido con la gente menos aventajada ya no pueden ignorarse.
Mientras los líderes de China bregan por abordar estos desafíos, ¿seguirán alimentando la idea de ofrecerle asientos en primera fila a un público internacional? La manera en que evalúen los Juegos una vez que se haya barrido el papel picado de las calles dista de ser certera.
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