Por Alfredo Conde, escritor (EL PERIÓDICO, 10/04/08):
¿Se enojaría el Dios de los cristianos si un niño comulgase con un pan distinto del habitual decidido por la Iglesia, con tal de no ver quebrantada su salud? ¿Se enojará Dios cuando alguien rechaza una transfusión sanguínea destinada a salvar la vida de un enfermo? ¿Lo hará cuando alguien se suicida con tal de llevarse por delante a unas cuantas docenas de transeúntes descuidados? ¿Qué hará cuando alguien ayuda a otro a morir sin dolor y dignamente? ¿Se habrá enojado alguna vez con sus representantes zotes y cretinos?
Hace años, en una pequeña aldea con iglesia románica y largo hórreo donde cabe el océano, un cura algo disparatado y jactancioso apostó con la concurrencia, presente en la taberna del lugar, que él obligaría a todos los demás a arrodillarse al único conjuro de su voz. Ha de decirse que, en tal momento, el cura estaba algo bebido. La concurrencia también, pero no tanto. El caso es que, al parecer sin encomendarse ni a dios ni al diablo, el ministro del Señor se giró y consagró un saco lleno de bollos de pan. Acto seguido, hizo lo mismo con un tonel de vino de Ribeiro. Excusa aclarar que, al darse cuenta de lo que estaba sucediendo, la citada concurrencia se puso de rodillas: todos, excepto el consagrante. Es de imaginar que más de uno hiciese ademán de persignarse, e, incluso, que lo hiciese por entero.
GANADA LA apuesta y disipados los etílicos vapores, cabe suponer que aún no del todo, tanto en las cabezas de los fieles como en la del clérigo dipsómano, se consideró la conveniencia de que aquel pan y aquel vino –consagrados como cuerpo y sangre de Nuestro Señor Jesucristo, gracias al dogma y misterio de la transustanciación por las palabras pronunciadas por el sacerdote– fuesen trasladados con todo respeto al recinto sagrado de la pequeña iglesia del lugar. Así que se organizó la procesión debida y pertinente, un viático que aún hoy es recordado.
Primero extendieron una alfombra roja. Desgraciadamente, era de longitud insuficiente para cubrir la distancia entre la taberna y la iglesia parroquial.
Después pudo verse al párroco empujando el tonel a lo largo de ella. Una vez recorrida la bermellona y escasa longitud total, se detuvo la procesión. Entonces, manteniendo el tonel de forma que la alfombra pudiese girar, con la barriga de este como centro, dos marineros cogieron cada uno un extremo de lo que había sido inicio del camino y, describiendo un círculo, lo convirtieron en final de la siguiente etapa. Así, una y otra vez, hasta convertir la procesión en un vía crucis. Trasladado el tonel, regresó el sacerdote a la taberna, se echó al hombro el saco lleno de hogazas de pan y recorrió el camino hasta la iglesia. Lo realizó en una sola etapa, a toda prisa, porque amenazaba lluvia. Llegó a tiempo de evitar un mayor desaguisado.
El tonel de vino consagrado, es decir, la sucesiva y constante ingesta de la sangre del Señor, no ofreció, al menos en principio, mayor problema al ministro de tan sacramental celebración. Excepto, claro está, los derivados de la aún presente condición etílica del líquido. La del pan ya fue algo más dura. Según los días se iban sucediendo, se fue aquel endureciendo de forma que llegó un momento en que la masticación se le ofreció al sacerdote en exceso irreverente. Pensó entonces que también se podría agriar el vino, y decidió recurrir al señor obispo. Le confesó el disparate sacramental realizado y, el obispo, persona de mejor criterio y elevado juicio que el presbítero, resolvió de forma que quizá no haga ahora al caso. Pero resolvió con caridad y fe. Aún hay quien lo recuerda.
Viene todo esto a cuento de la que se narraba hace unos días en la prensa. Los padres de un niño celiaco de Huesca han aceptado que su hijo pueda comulgar con una oblea elaborada en Alemania con almidón de trigo bajo en gluten, de forma que no le resulte dañina –o que no lo sea tanto– como le sería una hostia normal. Este señor obispo se negó, al parecer, a que el infante lo hiciese con una sagrada forma de harina de maíz.
CONTEMPLADO este hecho desde la distancia de la fe que anima a los padres de la criatura a aceptar una solución que les preocupa, pero que es derivación y consecuencia de un acuerdo alcanzado en el año 2004 entre la Delegación Episcopal de la Liturgia de Navarra y la asociación de celiacos de dicha comunidad eclesiástica, no deja de sugerir una reflexión acerca de las ortodoxias y los integrismos, de los reglamentos y los reglamentistas, así como de las diversas actitudes religiosas tendentes a convertir las anécdotas en categorías. La no condición de creyente de quien firma le provee del respeto suficiente y necesario como para no hacer chistes al respecto, parangonando la situación del tierno comulgante con la del talludo clérigo galaico, pero no le impide sugerir todas las preguntas que van implícitas en el texto para quien quiera encontrarlas.
Quizá sea momento, siempre lo es, de que la sociedad se prevenga contra los ataques del integrismo, sea el que sea y venga de donde venga. La ley del embudo aplicada a temas de fe, que lleva a contemplar con benevolencia los excesos de la clase sacerdotal y con rigor las necesidades de lo que se da en llamar el rebaño del Señor, puede ser el anuncio de los tiempos que regresan y se nos pueden venir encima. Quizá convenga que se inicien rogativas, con procesiones y alfombras o sin ellas, en las que se reclamen de los celestiales ámbitos que alejen de nosotros tanto síntoma anunciador de tormentas ciudadanas que no han de resultar precisamente de verano.
¿Se enojaría el Dios de los cristianos si un niño comulgase con un pan distinto del habitual decidido por la Iglesia, con tal de no ver quebrantada su salud? ¿Se enojará Dios cuando alguien rechaza una transfusión sanguínea destinada a salvar la vida de un enfermo? ¿Lo hará cuando alguien se suicida con tal de llevarse por delante a unas cuantas docenas de transeúntes descuidados? ¿Qué hará cuando alguien ayuda a otro a morir sin dolor y dignamente? ¿Se habrá enojado alguna vez con sus representantes zotes y cretinos?
Hace años, en una pequeña aldea con iglesia románica y largo hórreo donde cabe el océano, un cura algo disparatado y jactancioso apostó con la concurrencia, presente en la taberna del lugar, que él obligaría a todos los demás a arrodillarse al único conjuro de su voz. Ha de decirse que, en tal momento, el cura estaba algo bebido. La concurrencia también, pero no tanto. El caso es que, al parecer sin encomendarse ni a dios ni al diablo, el ministro del Señor se giró y consagró un saco lleno de bollos de pan. Acto seguido, hizo lo mismo con un tonel de vino de Ribeiro. Excusa aclarar que, al darse cuenta de lo que estaba sucediendo, la citada concurrencia se puso de rodillas: todos, excepto el consagrante. Es de imaginar que más de uno hiciese ademán de persignarse, e, incluso, que lo hiciese por entero.
GANADA LA apuesta y disipados los etílicos vapores, cabe suponer que aún no del todo, tanto en las cabezas de los fieles como en la del clérigo dipsómano, se consideró la conveniencia de que aquel pan y aquel vino –consagrados como cuerpo y sangre de Nuestro Señor Jesucristo, gracias al dogma y misterio de la transustanciación por las palabras pronunciadas por el sacerdote– fuesen trasladados con todo respeto al recinto sagrado de la pequeña iglesia del lugar. Así que se organizó la procesión debida y pertinente, un viático que aún hoy es recordado.
Primero extendieron una alfombra roja. Desgraciadamente, era de longitud insuficiente para cubrir la distancia entre la taberna y la iglesia parroquial.
Después pudo verse al párroco empujando el tonel a lo largo de ella. Una vez recorrida la bermellona y escasa longitud total, se detuvo la procesión. Entonces, manteniendo el tonel de forma que la alfombra pudiese girar, con la barriga de este como centro, dos marineros cogieron cada uno un extremo de lo que había sido inicio del camino y, describiendo un círculo, lo convirtieron en final de la siguiente etapa. Así, una y otra vez, hasta convertir la procesión en un vía crucis. Trasladado el tonel, regresó el sacerdote a la taberna, se echó al hombro el saco lleno de hogazas de pan y recorrió el camino hasta la iglesia. Lo realizó en una sola etapa, a toda prisa, porque amenazaba lluvia. Llegó a tiempo de evitar un mayor desaguisado.
El tonel de vino consagrado, es decir, la sucesiva y constante ingesta de la sangre del Señor, no ofreció, al menos en principio, mayor problema al ministro de tan sacramental celebración. Excepto, claro está, los derivados de la aún presente condición etílica del líquido. La del pan ya fue algo más dura. Según los días se iban sucediendo, se fue aquel endureciendo de forma que llegó un momento en que la masticación se le ofreció al sacerdote en exceso irreverente. Pensó entonces que también se podría agriar el vino, y decidió recurrir al señor obispo. Le confesó el disparate sacramental realizado y, el obispo, persona de mejor criterio y elevado juicio que el presbítero, resolvió de forma que quizá no haga ahora al caso. Pero resolvió con caridad y fe. Aún hay quien lo recuerda.
Viene todo esto a cuento de la que se narraba hace unos días en la prensa. Los padres de un niño celiaco de Huesca han aceptado que su hijo pueda comulgar con una oblea elaborada en Alemania con almidón de trigo bajo en gluten, de forma que no le resulte dañina –o que no lo sea tanto– como le sería una hostia normal. Este señor obispo se negó, al parecer, a que el infante lo hiciese con una sagrada forma de harina de maíz.
CONTEMPLADO este hecho desde la distancia de la fe que anima a los padres de la criatura a aceptar una solución que les preocupa, pero que es derivación y consecuencia de un acuerdo alcanzado en el año 2004 entre la Delegación Episcopal de la Liturgia de Navarra y la asociación de celiacos de dicha comunidad eclesiástica, no deja de sugerir una reflexión acerca de las ortodoxias y los integrismos, de los reglamentos y los reglamentistas, así como de las diversas actitudes religiosas tendentes a convertir las anécdotas en categorías. La no condición de creyente de quien firma le provee del respeto suficiente y necesario como para no hacer chistes al respecto, parangonando la situación del tierno comulgante con la del talludo clérigo galaico, pero no le impide sugerir todas las preguntas que van implícitas en el texto para quien quiera encontrarlas.
Quizá sea momento, siempre lo es, de que la sociedad se prevenga contra los ataques del integrismo, sea el que sea y venga de donde venga. La ley del embudo aplicada a temas de fe, que lleva a contemplar con benevolencia los excesos de la clase sacerdotal y con rigor las necesidades de lo que se da en llamar el rebaño del Señor, puede ser el anuncio de los tiempos que regresan y se nos pueden venir encima. Quizá convenga que se inicien rogativas, con procesiones y alfombras o sin ellas, en las que se reclamen de los celestiales ámbitos que alejen de nosotros tanto síntoma anunciador de tormentas ciudadanas que no han de resultar precisamente de verano.
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