Por Leonardo Padura Fuentes , periodista y novelista cubano (EL MUNDO, 11/04/08):
Es muy probable que algunos lectores despistados, al toparse con una de las noticias más extrañas que en los últimos días han recorrido el mundo, hayan pensado que se trataba de un error o incluso que estaban leyendo un periódico viejo.
La confirmación de que los ciudadanos cubanos residentes en Cuba (esto es muy relevante) al fin podrán contratar libre y personalmente sus líneas de teléfonos móviles, adquirir ordenadores, hornos microondas y reproductores de DVD en las tiendas que operan con divisas dentro de la isla, y hasta tener el derecho a alojarse en hoteles de primera categoría y alquilar coches con la única condición de que tengan suficiente moneda dura para pagarse el lujo, ha provocado un justificado asombro entre los menos enterados y una sonrisa irónica a los más conocedores de la realidad, tan difícil de decodificar, de este país del Caribe.
Que los cubanos hayan sido algunos de los últimos habitantes del planeta en tener libre acceso a la telefonía móvil que revolucionó el sistema de las comunicaciones el siglo pasado, o que la adquisición de reproductores de DVD y ordenadores personales haya sido una cuestión silenciosamente permitida por el nuevo Gobierno (que yo sepa, no se ha publicado en ningún medio oficial de la isla, aunque las confirmaciones y los comentarios callejeros abundan), es una realidad que contrasta abiertamente con la tradición de adelanto de la que durante mucho tiempo pudieron presumir los cubanos.
Cuba fue el primer país de Latinoamérica que, en los albores del siglo XIX, tuvo ferrocarril (antes incluso que España, la metrópoli colonial por aquel entonces); el primero donde se realizó, precisamente, una transmisión telefónica (obra del inventor italiano Meucci y no de Graham Bell) y el segundo en el hemisferio occidental en trasmitir y recibir señales televisivas, mucho antes que casi todos los países europeos. Fue también la primera nación de Latinoamérica que desterró el analfabetismo con una gigantesca campaña concluida en 1961, y el único del subcontinente que envío un hombre al espacio.
Además, a decir de los eslóganes oficiales, los cubanos formamos el país «más culto del mundo», y el que más fervientemente practica la solidaridad internacional, con miles de médicos y técnicos trabajando en los rincones más pobres y difíciles del planeta. Súmese a eso que en Cuba no existe la poliomielitis hace muchos años y que los índices de mortalidad infantil son inferiores incluso a los de EEUU. Pero ninguna de esas condiciones históricas y actuales han logrado que los cubanos salieran del siglo XX al mismo tiempo que el resto del mundo.
La posibilidad que ahora se les abre a los moradores de esta isla mítica y mágica, siempre sorprendente, de acceder a esos bienes y ventajas del siglo XX llega marcada, sin embargo, por la gravitación de un problema económico mucho más arduo: todas esas opciones prácticas deberán ser pagadas en moneda dura (los pesos cubanos convertibles, canjeables por divisas o por una alta cantidad de pesos nacionales) lo que hace que una simple llamada telefónica desde un teléfono móvil (de uno o dos minutos de duración) pueda costarle al emisor y al receptor más o menos lo que, en pesos cubanos, es su salario de todo un día, si es de los que trabajan para el abarcador Estado cubano que paga un salario medio de unos 400 pesos, o sea, unos 16 pesos convertibles, o sea, unos 12 euros.
Precisamente esa proporción deformada entre salario real y vida cotidiana es, hoy por hoy, una de las grandes preocupaciones del Gobierno cubano. La urgencia por adecuar los precios de los productos de primera necesidad a la realidad de los salarios estatales es un tema recurrente, alrededor del cual se habla de la prioridad de producir más, de ganar en eficiencia económica, de atraer a esos trabajadores que hoy están desvinculados precisamente por la precariedad de los salarios. Paralelamente, se habla de la elevación de los niveles de vida deprimidos -diría que aplastados- por la crisis económica de los años 90, con recuperaciones ya perceptibles, en el transporte urbano, la entrega de energía eléctrica, la oferta de medicinas, que van devolviendo al país a una nueva normalidad.
Pese a todo, mucha gente dice: no importa lo que cueste, al fin tendremos móviles… Pero tampoco esto es totalmente cierto: una buena parte de los cubanos que pueden pagarse el lujo de portar un celular en su cintura (mientras más visible, mejor), comprar un reproductor de DVD o una computadora, ya los tenían desde antes de que esa posibilidad fuese legalizada por el nuevo Gobierno (que desde hace mes y medio preside Raúl Castro), que, al fin, ha comenzado a revelar los primeros cambios programados, que sólo requerían la firma sobre un decreto ya escrito por la presión de la realidad, la vida y los tiempos que corren por el mundo.
Desde hace unos cuantos años -todos los que tengo- escucho decir que los cubanos son ostentosos, exhibicionistas y que prefieren vestir bien antes que comer, entre otras cualidades. Mi propia experiencia vital me ha demostrado que el cliché suele ser cierto y, en los últimos años, he visto florecer lo que en Cuba hemos bautizado como la especulación, o sea, el arte de demostrar que se tiene, de que se goza de lo que para otros es inaccesible, precisamente gracias a la precariedad y la escasez. Que recuerde, sólo la posesión de un automóvil -su venta ha sido estrictamente regulada en el país desde hace 50 años- ha podido superar la especulación que generó la posesión de un teléfono móvil.
Hasta ahora, sólo los extranjeros y los funcionarios de empresas ligadas a capital foráneo tenían la posibilidad legal de contratar líneas de telefonía móvil, pero los especuladores buscaron los resquicios posibles para que alguno de esos afortunados les cedieran, incluso le vendieran, la apertura de un contrato, generándose otro nuevo renglón de ofertas del mercado negro. El teléfono móvil en la cintura se convirtió entonces en una muestra de éxito económico y social, aunque una buena parte de los portadores sólo usaban el móvil para identificar quién lo llamaba y emplear los cinco primeros segundos de comunicación (que son gratis) para decir: «Ahora te llamo» y buscar un teléfono público de los que funcionaban con monedas de pesos cubanos… Lo importante no era usar el celular, sino tenerlo. Y más que tenerlo, mostrarlo, exhibirlo.
Quizá para ese lector despistado que pensó que tenía en sus manos un periódico viejo, estas noticias y actitudes tan cubanas sólo puedan parecer una manifestación de folclore caribeño. Pero lo cierto es que el hecho de que por primera vez los habitantes de la isla puedan tener legalmente un teléfono que no les haya sido asignado por el Estado, ver en su DVD una película que no haya sido trasmitida por el Estado, usar una computadora en la que pueda trabajar y almacenar información al margen del Estado, y adquirir ciclomotores eléctricos -que, al parecer, se agotaron el mismo día que se le levantó la restricción- es algo novedoso.
Cada uno de esos acontecimientos representa mucho más que un salto en el tiempo: es una ganancia de albedrío enorme y significativa para un país cargado de controles y prohibiciones obsoletas, como los han calificado los propios dirigentes. Bienvenido sea entonces el celular y lo que su diminuta dimensión física en realidad encierra para los cubanos.
Es muy probable que algunos lectores despistados, al toparse con una de las noticias más extrañas que en los últimos días han recorrido el mundo, hayan pensado que se trataba de un error o incluso que estaban leyendo un periódico viejo.
La confirmación de que los ciudadanos cubanos residentes en Cuba (esto es muy relevante) al fin podrán contratar libre y personalmente sus líneas de teléfonos móviles, adquirir ordenadores, hornos microondas y reproductores de DVD en las tiendas que operan con divisas dentro de la isla, y hasta tener el derecho a alojarse en hoteles de primera categoría y alquilar coches con la única condición de que tengan suficiente moneda dura para pagarse el lujo, ha provocado un justificado asombro entre los menos enterados y una sonrisa irónica a los más conocedores de la realidad, tan difícil de decodificar, de este país del Caribe.
Que los cubanos hayan sido algunos de los últimos habitantes del planeta en tener libre acceso a la telefonía móvil que revolucionó el sistema de las comunicaciones el siglo pasado, o que la adquisición de reproductores de DVD y ordenadores personales haya sido una cuestión silenciosamente permitida por el nuevo Gobierno (que yo sepa, no se ha publicado en ningún medio oficial de la isla, aunque las confirmaciones y los comentarios callejeros abundan), es una realidad que contrasta abiertamente con la tradición de adelanto de la que durante mucho tiempo pudieron presumir los cubanos.
Cuba fue el primer país de Latinoamérica que, en los albores del siglo XIX, tuvo ferrocarril (antes incluso que España, la metrópoli colonial por aquel entonces); el primero donde se realizó, precisamente, una transmisión telefónica (obra del inventor italiano Meucci y no de Graham Bell) y el segundo en el hemisferio occidental en trasmitir y recibir señales televisivas, mucho antes que casi todos los países europeos. Fue también la primera nación de Latinoamérica que desterró el analfabetismo con una gigantesca campaña concluida en 1961, y el único del subcontinente que envío un hombre al espacio.
Además, a decir de los eslóganes oficiales, los cubanos formamos el país «más culto del mundo», y el que más fervientemente practica la solidaridad internacional, con miles de médicos y técnicos trabajando en los rincones más pobres y difíciles del planeta. Súmese a eso que en Cuba no existe la poliomielitis hace muchos años y que los índices de mortalidad infantil son inferiores incluso a los de EEUU. Pero ninguna de esas condiciones históricas y actuales han logrado que los cubanos salieran del siglo XX al mismo tiempo que el resto del mundo.
La posibilidad que ahora se les abre a los moradores de esta isla mítica y mágica, siempre sorprendente, de acceder a esos bienes y ventajas del siglo XX llega marcada, sin embargo, por la gravitación de un problema económico mucho más arduo: todas esas opciones prácticas deberán ser pagadas en moneda dura (los pesos cubanos convertibles, canjeables por divisas o por una alta cantidad de pesos nacionales) lo que hace que una simple llamada telefónica desde un teléfono móvil (de uno o dos minutos de duración) pueda costarle al emisor y al receptor más o menos lo que, en pesos cubanos, es su salario de todo un día, si es de los que trabajan para el abarcador Estado cubano que paga un salario medio de unos 400 pesos, o sea, unos 16 pesos convertibles, o sea, unos 12 euros.
Precisamente esa proporción deformada entre salario real y vida cotidiana es, hoy por hoy, una de las grandes preocupaciones del Gobierno cubano. La urgencia por adecuar los precios de los productos de primera necesidad a la realidad de los salarios estatales es un tema recurrente, alrededor del cual se habla de la prioridad de producir más, de ganar en eficiencia económica, de atraer a esos trabajadores que hoy están desvinculados precisamente por la precariedad de los salarios. Paralelamente, se habla de la elevación de los niveles de vida deprimidos -diría que aplastados- por la crisis económica de los años 90, con recuperaciones ya perceptibles, en el transporte urbano, la entrega de energía eléctrica, la oferta de medicinas, que van devolviendo al país a una nueva normalidad.
Pese a todo, mucha gente dice: no importa lo que cueste, al fin tendremos móviles… Pero tampoco esto es totalmente cierto: una buena parte de los cubanos que pueden pagarse el lujo de portar un celular en su cintura (mientras más visible, mejor), comprar un reproductor de DVD o una computadora, ya los tenían desde antes de que esa posibilidad fuese legalizada por el nuevo Gobierno (que desde hace mes y medio preside Raúl Castro), que, al fin, ha comenzado a revelar los primeros cambios programados, que sólo requerían la firma sobre un decreto ya escrito por la presión de la realidad, la vida y los tiempos que corren por el mundo.
Desde hace unos cuantos años -todos los que tengo- escucho decir que los cubanos son ostentosos, exhibicionistas y que prefieren vestir bien antes que comer, entre otras cualidades. Mi propia experiencia vital me ha demostrado que el cliché suele ser cierto y, en los últimos años, he visto florecer lo que en Cuba hemos bautizado como la especulación, o sea, el arte de demostrar que se tiene, de que se goza de lo que para otros es inaccesible, precisamente gracias a la precariedad y la escasez. Que recuerde, sólo la posesión de un automóvil -su venta ha sido estrictamente regulada en el país desde hace 50 años- ha podido superar la especulación que generó la posesión de un teléfono móvil.
Hasta ahora, sólo los extranjeros y los funcionarios de empresas ligadas a capital foráneo tenían la posibilidad legal de contratar líneas de telefonía móvil, pero los especuladores buscaron los resquicios posibles para que alguno de esos afortunados les cedieran, incluso le vendieran, la apertura de un contrato, generándose otro nuevo renglón de ofertas del mercado negro. El teléfono móvil en la cintura se convirtió entonces en una muestra de éxito económico y social, aunque una buena parte de los portadores sólo usaban el móvil para identificar quién lo llamaba y emplear los cinco primeros segundos de comunicación (que son gratis) para decir: «Ahora te llamo» y buscar un teléfono público de los que funcionaban con monedas de pesos cubanos… Lo importante no era usar el celular, sino tenerlo. Y más que tenerlo, mostrarlo, exhibirlo.
Quizá para ese lector despistado que pensó que tenía en sus manos un periódico viejo, estas noticias y actitudes tan cubanas sólo puedan parecer una manifestación de folclore caribeño. Pero lo cierto es que el hecho de que por primera vez los habitantes de la isla puedan tener legalmente un teléfono que no les haya sido asignado por el Estado, ver en su DVD una película que no haya sido trasmitida por el Estado, usar una computadora en la que pueda trabajar y almacenar información al margen del Estado, y adquirir ciclomotores eléctricos -que, al parecer, se agotaron el mismo día que se le levantó la restricción- es algo novedoso.
Cada uno de esos acontecimientos representa mucho más que un salto en el tiempo: es una ganancia de albedrío enorme y significativa para un país cargado de controles y prohibiciones obsoletas, como los han calificado los propios dirigentes. Bienvenido sea entonces el celular y lo que su diminuta dimensión física en realidad encierra para los cubanos.
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