Por Mijail Gorbachov, ex presidente de la URSS y premio Nobel de la Paz. Traducción de Toni Tobella (EL PERIÓDICO, 13/04/08):
En un mundo sobrecargado de problemas, uno se empeña en buscar señales esperanzadoras. Por suerte, últimamente la agenda internacional ha estado cogiendo ritmo y empaque. Destacan algunos acontecimientos, como la cumbre franco-británica en la que el presidente de Francia, Nicolas Sarkozy, y el primer ministro del Reino Unido, Gordon Brown, debatieron propuestas largamente pendientes para reformar grandes instituciones internacionales. Los presidentes Vladimir Putin y George Bush se reunieron luego en lo que pareció ser un intento final de asegurar su legado sobre temas vitales de seguridad. La OTAN y la Unión Europea (UE) están tomando decisiones cruciales sobre su incorporación a ellas y las relaciones con Rusia.
Todo el mundo parece estar de acuerdo en que algún grado de gobierno global es clave para superar el caos global. La cuestión que hay que plantearse es: ¿quién se encargará de ello?
Los aspirantes han presentado sus opciones. Justamente hace dos semanas, Estados Unidos dedicaba importantes esfuerzos a arrastrar a Ucrania hacia la OTAN (aunque más de la mitad de los ucranianos se oponen manifiestamente a esa decisión). El presidente Bush intentó sin éxito presionar a sus socios europeos reacios a recibir a Ucrania y también a Georgia, otra antigua república soviética.
Otro aspirante al liderazgo global, el G-8, carece del tipo de legitimidad internacional que le otorgaría una auténtica autoridad para hacer frente a las preocupaciones comunes del mundo.
Una liga de democracias, según proponen algunos aspirantes presidenciales en EEUU, sería aún menos creíble. ¿Quién seleccionaría a los considerados dignos de pertenecer a ella, y cuáles serían los criterios de elegibilidad? Esta organización suplantaría a todas luces a las Naciones Unidas. En cambio, el hecho de que excluyera a China y a Rusia, tal y como recientemente sugirió uno de los candidatos a la presidencia, el senador John McCain, bastaría para deslegitimar esa propuesta por inútil de raíz.
Una iniciativa de este estilo no solo es vergonzosa, también es peligrosa: un mundo que acaba de salir de una confrontación global volvería a quedar partido, dividido entre buenos y malos. Mi país quedaría entre los segundos, como si fuera un país hostil. Rusia, que hizo más que cualquier otra nación por acabar con la guerra fría, está siendo acusada por políticos y medios de comunicación de Occidente de revanchista, de chantaje nuclear y energético, y de intentar la subordinación de sus vecinos.
LA SITUACIÓN real en las relaciones entre Rusia y otros países, incluyendo a sus vecinos, difiere bastante de este retrato tan sombrío. Los últimos meses han traído un cambio importante para bien tras años de peleas con Polonia y Letonia. Rusia y Ucrania están acercando posiciones sobre complicados temas energéticos. Las cosas están despegando en la república de Georgia con la restauración de conexiones aéreas directas.
Los intereses comunes de Rusia y sus vecinos son demasiado importantes para verse sacrificados en el altar de la ambición, la intriga o el doloroso legado del pasado. Hay unos cuantos signos de que los políticos empiezan a darse cuenta de esto y actúan con arreglo a esa concepción.
Con todo, están aquellos a quienes no gusta esta tendencia positiva y se oponen a ella. Entre los políticos norteamericanos, unos cuantos parecen apoyar la famosa máxima de Zbigniew Brzezinski que dice que cuanto mayor sea la fractura entre Rusia y Ucrania, mucho mejor para la democracia. Pero se hace difícil ver algún rastro de democracia en los intentos por empujar Ucrania hacia la OTAN. Se diría que por las cabezas de los miembros del Senado norteamericano deberían rondar otros problemas y no la adopción de una resolución para apoyar una temprana ampliación de la OTAN.
Pues no. Ellos insisten en apuntarse a juegos de geopolítica, alejándose de cualquier política internacional responsable o que tenga que ver con los auténticos retos que presenta un mundo en vías de rápida globalización.
ACABO DE volver de un congreso en Turín, Italia, donde el Foro Político Mundial, del que soy presidente, y el Club de Roma, un think-tank internacional de referencia, han debatido los temas urgentes del mundo 40 años después del primer informe del club, que fue su primer “aviso global”.
Hemos tenido que admitir que los avisos y recomendaciones hechas por los pensadores más brillantes del mundo han sido generalmente desoídos. La culpa en gran parte fue de la guerra fría, pero ni su final nos ha producido los dividendos esperados. Resurge la carrera armamentista, el signo más preclaro de nuestra incapacidad por romper con el dominio del pasado.
No disponemos de 40 años más para reconciliarnos con los temas reales y cruciales de la humanidad: los retos de la seguridad, la pobreza y la crisis medioambiental. Pero, con las prioridades políticas torcidas como están hoy, no hay posibilidad de que los recursos necesarios y disponibles para hacer frente a esos retos se puedan utilizar para el bien común.
EL TÍTULO DE UN libro reciente del economista y premio Nobel Joseph Stiglitz lo dice todo: La guerra de los tres billones de dólares. El coste real del conflicto en Irak. Según algunos cálculos, los costes son comparables a los de la primera guerra mundial e incluso a los de la segunda, en un tiempo en el que 1.000 millones de personas viven con menos de un dólar al día.
Con todo, hay que seguir siendo optimistas. Yo aún creo que el sentido común prevalecerá, que los medios de comunicación, conscientes de la responsabilidad global que les corresponde, son capaces de la glasnost (transparencia) a escala global, y que los políticos pueden llegar a ser auténticos estadistas. Juntos debemos moldear unas políticas mejores para un siglo XXI mejor.
En un mundo sobrecargado de problemas, uno se empeña en buscar señales esperanzadoras. Por suerte, últimamente la agenda internacional ha estado cogiendo ritmo y empaque. Destacan algunos acontecimientos, como la cumbre franco-británica en la que el presidente de Francia, Nicolas Sarkozy, y el primer ministro del Reino Unido, Gordon Brown, debatieron propuestas largamente pendientes para reformar grandes instituciones internacionales. Los presidentes Vladimir Putin y George Bush se reunieron luego en lo que pareció ser un intento final de asegurar su legado sobre temas vitales de seguridad. La OTAN y la Unión Europea (UE) están tomando decisiones cruciales sobre su incorporación a ellas y las relaciones con Rusia.
Todo el mundo parece estar de acuerdo en que algún grado de gobierno global es clave para superar el caos global. La cuestión que hay que plantearse es: ¿quién se encargará de ello?
Los aspirantes han presentado sus opciones. Justamente hace dos semanas, Estados Unidos dedicaba importantes esfuerzos a arrastrar a Ucrania hacia la OTAN (aunque más de la mitad de los ucranianos se oponen manifiestamente a esa decisión). El presidente Bush intentó sin éxito presionar a sus socios europeos reacios a recibir a Ucrania y también a Georgia, otra antigua república soviética.
Otro aspirante al liderazgo global, el G-8, carece del tipo de legitimidad internacional que le otorgaría una auténtica autoridad para hacer frente a las preocupaciones comunes del mundo.
Una liga de democracias, según proponen algunos aspirantes presidenciales en EEUU, sería aún menos creíble. ¿Quién seleccionaría a los considerados dignos de pertenecer a ella, y cuáles serían los criterios de elegibilidad? Esta organización suplantaría a todas luces a las Naciones Unidas. En cambio, el hecho de que excluyera a China y a Rusia, tal y como recientemente sugirió uno de los candidatos a la presidencia, el senador John McCain, bastaría para deslegitimar esa propuesta por inútil de raíz.
Una iniciativa de este estilo no solo es vergonzosa, también es peligrosa: un mundo que acaba de salir de una confrontación global volvería a quedar partido, dividido entre buenos y malos. Mi país quedaría entre los segundos, como si fuera un país hostil. Rusia, que hizo más que cualquier otra nación por acabar con la guerra fría, está siendo acusada por políticos y medios de comunicación de Occidente de revanchista, de chantaje nuclear y energético, y de intentar la subordinación de sus vecinos.
LA SITUACIÓN real en las relaciones entre Rusia y otros países, incluyendo a sus vecinos, difiere bastante de este retrato tan sombrío. Los últimos meses han traído un cambio importante para bien tras años de peleas con Polonia y Letonia. Rusia y Ucrania están acercando posiciones sobre complicados temas energéticos. Las cosas están despegando en la república de Georgia con la restauración de conexiones aéreas directas.
Los intereses comunes de Rusia y sus vecinos son demasiado importantes para verse sacrificados en el altar de la ambición, la intriga o el doloroso legado del pasado. Hay unos cuantos signos de que los políticos empiezan a darse cuenta de esto y actúan con arreglo a esa concepción.
Con todo, están aquellos a quienes no gusta esta tendencia positiva y se oponen a ella. Entre los políticos norteamericanos, unos cuantos parecen apoyar la famosa máxima de Zbigniew Brzezinski que dice que cuanto mayor sea la fractura entre Rusia y Ucrania, mucho mejor para la democracia. Pero se hace difícil ver algún rastro de democracia en los intentos por empujar Ucrania hacia la OTAN. Se diría que por las cabezas de los miembros del Senado norteamericano deberían rondar otros problemas y no la adopción de una resolución para apoyar una temprana ampliación de la OTAN.
Pues no. Ellos insisten en apuntarse a juegos de geopolítica, alejándose de cualquier política internacional responsable o que tenga que ver con los auténticos retos que presenta un mundo en vías de rápida globalización.
ACABO DE volver de un congreso en Turín, Italia, donde el Foro Político Mundial, del que soy presidente, y el Club de Roma, un think-tank internacional de referencia, han debatido los temas urgentes del mundo 40 años después del primer informe del club, que fue su primer “aviso global”.
Hemos tenido que admitir que los avisos y recomendaciones hechas por los pensadores más brillantes del mundo han sido generalmente desoídos. La culpa en gran parte fue de la guerra fría, pero ni su final nos ha producido los dividendos esperados. Resurge la carrera armamentista, el signo más preclaro de nuestra incapacidad por romper con el dominio del pasado.
No disponemos de 40 años más para reconciliarnos con los temas reales y cruciales de la humanidad: los retos de la seguridad, la pobreza y la crisis medioambiental. Pero, con las prioridades políticas torcidas como están hoy, no hay posibilidad de que los recursos necesarios y disponibles para hacer frente a esos retos se puedan utilizar para el bien común.
EL TÍTULO DE UN libro reciente del economista y premio Nobel Joseph Stiglitz lo dice todo: La guerra de los tres billones de dólares. El coste real del conflicto en Irak. Según algunos cálculos, los costes son comparables a los de la primera guerra mundial e incluso a los de la segunda, en un tiempo en el que 1.000 millones de personas viven con menos de un dólar al día.
Con todo, hay que seguir siendo optimistas. Yo aún creo que el sentido común prevalecerá, que los medios de comunicación, conscientes de la responsabilidad global que les corresponde, son capaces de la glasnost (transparencia) a escala global, y que los políticos pueden llegar a ser auténticos estadistas. Juntos debemos moldear unas políticas mejores para un siglo XXI mejor.
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