Por Manuel Mandianes, escritor y antropólogo del Centro Superior de Investigaciones Científicas, así como autor del blog Diario nihilista (EL MUNDO, 23/04/08):
El rey Minos de Creta, en castigo por haberle matado a un hijo, impuso a los atenienses la obligación de enviar al laberinto para ser devorados por el Minotauro a siete muchachos y a siete doncellas cada nueve años. «Los barcos que llevaban las víctimas eran convoyes de muertos no muertos todavía» (Catulo, Poesías, 64). Unos dicen que por voluntad propia, otros que por haberle tocado en suerte y, los terceros, que porque el mismo rey de Creta en persona así lo había ordenado, el caso es que un año viajaba entre las víctimas, como una más de ellas, el mismísimo Teseo, hijo del dios Poseidón, con el encargo de matar al Minotauro para liberar a los atenienses.
Con Teseo, también iba, siendo aún doncella, Peribea, más tarde esposa de Telamón y madre de Ayax, de quien Minos se enamoró al verla. Cuando el monarca trató de acostarse con ella, Teseo se interpuso; entonces, aquel dijo a Teseo: «Tu no eres hijo de Poseidón porque no podrás recuperar mi anillo si me lo quito y lo tiro al mar». Minos arrojó su anillo al mar, Teseo se lanzó a buscarlo, y salió con él y con una corona de oro en la cabeza que le regaló Anfitrita, según cuenta Pausanias (Descripción de Grecia Atica y Elide, I).
Ariadna, hija de Minos, se enamoró de Teseo a primera vista y le dijo: «Te ayudaré a matar a mi hermanastro, el Minotauro, si después te casas conmigo y me llevas contigo a Atenas». Teseo llegó hasta donde estaba el monstruo, lo venció y lo mató siguiendo el hilo que había tendido su enamorada (Plutarco, Teseo, 29). Teseo, empero, la abandonó en una playa y no cumplió su palabra de llevarla con él. Ovidio se lo recrimina: «Yo no te hubiese entregado el hilo que te enseñara el regreso» (Heroidas, X, 101-106).
Este mito de liberación se ha perpetuado hasta nosotros en la figura de la reina Loba que obligaba a los habitantes del valle, de muchos valles, a rendirle tributo y a entregarle las primicias de sus cosechas y los primogénitos de sus ganados. Así, mientras los campesinos pasaban hambre, la reina banqueteaba con sus amantes y sus servidores hasta que los vecinos de uno de los pueblos la tendieron una trampa, la arrojaron por una ventana y se estrelló contra las piedras del suelo. La reina Loba es una mora.
Según Ivo Andric (Un puente sobre el Drina), en los países balcánicos se cuenta, transformada, la misma leyenda, ¿o allí se trataba de un hecho histórico? Los moros recogían en los pueblos de Bosnia oriental el número estipulado de niños cristianos; niños varones, sanos, inteligentes y de buen aspecto, de 10 a 15 años de edad, lo que se denominaba el «tributo de sangre». Algunos padres llegaban a mutilar a sus hijos para que los ojeadores pasaran de largo al verlos.
Esta leyenda ha sido cristianizada en la persona de San Jorge, tribuno de Capadocia. Cerca de Silca, una ciudad de la provincia de Libia, había un lago, en cuyas aguas se ocultaba un monstruo grande y fiero. Los habitantes de la rivera, aterrorizados, estaban obligados a arrojar cada día al lago dos ovejas para que el monstruo, satisfechas sus necesidades, los dejara atender tranquilamente sus quehaceres diarios. El día que no lo hacían, el monstruo salía de las aguas y mucha gente se moría en varios kilómetros a la redonda porque impregnaba el ambiente con hediondo resuello mortífero. Hombres valientes habían intentado 1.000 veces capturarlo y matarlo, pero todos habían tenido que salir por piernas despavoridos a pesar de ir armados hasta los dientes.
Pasado mucho tiempo, cuando ya quedaban muy pocas ovejas porque los apriscos no se recebaban, los ciudadanos acordaron en reunión dar cada día sólo una oveja al monstruo y sustituir la otra por una persona, designada por sorteo. Un día, la suerte recayó en la hija del rey quien, después de varias moratorias, tuvo que acceder a los designios del azar y dejar partir a su hija. Apenas quedaban ya ni gente ni ovejas.
Cuando la princesa, según los catalanes Violant, hija del rey de Montblanc, se encaminaba al lago para ser arrojada al monstruo, se encontró con un apuesto y aguerrido joven que iba a caballo, quien al verla muy preocupada le preguntó por la causa de su estado de ánimo. En vez de explicarle su mala suerte, ella le rogó que sin demora siguiera su camino porque los dos serían víctimas del monstruo. Aún le estaba hablando, cuando el monstruo sacó la cabeza sobre las agua, salió del lago y se dirigió hacia ellos.
El joven montó de un brinco, cogió y blandió en el aire su espada y con ella inmovilizó la bestia a los pies de su caballo. Entonces, con un extremo del cinturón de la princesa, el joven amarró el monstruo por el pescuezo mientras por el otro extremo tiraba de él. El monstruo los seguía como si fuera un perrillo faldero. El lobo de Juvia, el terrible lobo (Rubén Darío), es el monstruo domesticado por San Francisco.
Cuando los dos jóvenes llegaron a la ciudad con el monstruo, los habitantes se asustaron y huyeron despavoridos hacía los montes dando gritos y diciendo: «¡Ay de nosotros! Ahora sí pereceremos todos sin remedio». Contra todo pronóstico, nadie pereció y el joven mató el monstruo con su espada sin apearse. Jorge, que así se llamaba el joven, pidió al rey y a sus súbditos que abominaran de los ídolos y se convirtieran a Cristo. «Veinte mil hombres se bautizaron en aquella ocasión. Es de advertir que en el cómputo no se incluyeron ni a las mujeres ni a los niños» (Vorágine, La leyenda dorada).
En la época de las cruzadas, en una ocasión, Jorge se apareció a uno de los capellanes del ejercito cristiano que iba hacia Jerusalén para conquistar la ciudad santa, a la ocasión, en manos de los sarracenos. «Soy San Jorge», le dijo. «Os protegeré y actuaré como jefe de las tropas en las batallas si lleváis con vosotros las reliquias de mi cuerpo». Jorge, vestido de blanco y enarbolando una cruz roja a modo de estandarte, volvió a aparecerse, esta vez a los soldados que ya tenían la ciudad sitiada pero no se atrevían a atacarla, y los arengó «con palabras ardientes que iban directamente al corazón». Entonces, los soldados enardecidos lo siguieron, treparon por las murallas hasta las almenas, dieron muerte a los sarracenos y ocuparon la ciudad.
Las proezas de Jorge son una réplica de las de Santiago. Este luchó y venció las serpientes que habitaban Galicia para entrar allí y convertirla al cristianismo. San Jorge venció al monstruo del lago, y el rey y los habitantes de Silca se convirtieron a Cristo. Santiago ganó el nombre de Matamoros y de soldado de Cristo por excelencia porque, montado en su caballo blanco, venció en 1.000 batallas a los moros al frente de los cristianos. San Jorge venció a los sarracenos y conquistó Jerusalén al frente de los cruzados.
Hacia finales de abril, fecha en que se celebra la fiesta de San Jorge, y primeros de mayo, las fuerzas de la naturaleza, que han estado escondidas bajo tierra durante el invierno, salen a flote y tratan de hacerse un hueco entre los habitantes de la superficie. Por miedo a que las relaciones entre los esposos se vieran afectadas por el conflicto entre unos y otros, en las sociedades tradicionales europeas los matrimonios eran muy escasos por estas fechas.
Hoy, el conflicto no se da entre los habitantes de la ciudad y los monstruos de los lagos o las serpientes, ni entre los soldados cristianos y los sarracenos. Hoy, el conflicto se da entre los que están y los que llegan, entre los de dentro y los de fuera. Las riadas de gente que corren por el Camino de Santiago y la importancia que está tomando San Jorge, no son solamente fruto de la publicidad y del azar, sino también la respuesta cuasi instintiva a una situación percibida como amenazante causada por los otros. San Miguel, San Patricio y otros santos y héroes juegan en otros lugares el papel que juegan aquí San Jorge y Santiago.
En viaje por los países balcánicos, un amigo me envió una postal del santo machacando el dragón con esta leyenda de su puño y letra: «El primer rejoneador».
El rey Minos de Creta, en castigo por haberle matado a un hijo, impuso a los atenienses la obligación de enviar al laberinto para ser devorados por el Minotauro a siete muchachos y a siete doncellas cada nueve años. «Los barcos que llevaban las víctimas eran convoyes de muertos no muertos todavía» (Catulo, Poesías, 64). Unos dicen que por voluntad propia, otros que por haberle tocado en suerte y, los terceros, que porque el mismo rey de Creta en persona así lo había ordenado, el caso es que un año viajaba entre las víctimas, como una más de ellas, el mismísimo Teseo, hijo del dios Poseidón, con el encargo de matar al Minotauro para liberar a los atenienses.
Con Teseo, también iba, siendo aún doncella, Peribea, más tarde esposa de Telamón y madre de Ayax, de quien Minos se enamoró al verla. Cuando el monarca trató de acostarse con ella, Teseo se interpuso; entonces, aquel dijo a Teseo: «Tu no eres hijo de Poseidón porque no podrás recuperar mi anillo si me lo quito y lo tiro al mar». Minos arrojó su anillo al mar, Teseo se lanzó a buscarlo, y salió con él y con una corona de oro en la cabeza que le regaló Anfitrita, según cuenta Pausanias (Descripción de Grecia Atica y Elide, I).
Ariadna, hija de Minos, se enamoró de Teseo a primera vista y le dijo: «Te ayudaré a matar a mi hermanastro, el Minotauro, si después te casas conmigo y me llevas contigo a Atenas». Teseo llegó hasta donde estaba el monstruo, lo venció y lo mató siguiendo el hilo que había tendido su enamorada (Plutarco, Teseo, 29). Teseo, empero, la abandonó en una playa y no cumplió su palabra de llevarla con él. Ovidio se lo recrimina: «Yo no te hubiese entregado el hilo que te enseñara el regreso» (Heroidas, X, 101-106).
Este mito de liberación se ha perpetuado hasta nosotros en la figura de la reina Loba que obligaba a los habitantes del valle, de muchos valles, a rendirle tributo y a entregarle las primicias de sus cosechas y los primogénitos de sus ganados. Así, mientras los campesinos pasaban hambre, la reina banqueteaba con sus amantes y sus servidores hasta que los vecinos de uno de los pueblos la tendieron una trampa, la arrojaron por una ventana y se estrelló contra las piedras del suelo. La reina Loba es una mora.
Según Ivo Andric (Un puente sobre el Drina), en los países balcánicos se cuenta, transformada, la misma leyenda, ¿o allí se trataba de un hecho histórico? Los moros recogían en los pueblos de Bosnia oriental el número estipulado de niños cristianos; niños varones, sanos, inteligentes y de buen aspecto, de 10 a 15 años de edad, lo que se denominaba el «tributo de sangre». Algunos padres llegaban a mutilar a sus hijos para que los ojeadores pasaran de largo al verlos.
Esta leyenda ha sido cristianizada en la persona de San Jorge, tribuno de Capadocia. Cerca de Silca, una ciudad de la provincia de Libia, había un lago, en cuyas aguas se ocultaba un monstruo grande y fiero. Los habitantes de la rivera, aterrorizados, estaban obligados a arrojar cada día al lago dos ovejas para que el monstruo, satisfechas sus necesidades, los dejara atender tranquilamente sus quehaceres diarios. El día que no lo hacían, el monstruo salía de las aguas y mucha gente se moría en varios kilómetros a la redonda porque impregnaba el ambiente con hediondo resuello mortífero. Hombres valientes habían intentado 1.000 veces capturarlo y matarlo, pero todos habían tenido que salir por piernas despavoridos a pesar de ir armados hasta los dientes.
Pasado mucho tiempo, cuando ya quedaban muy pocas ovejas porque los apriscos no se recebaban, los ciudadanos acordaron en reunión dar cada día sólo una oveja al monstruo y sustituir la otra por una persona, designada por sorteo. Un día, la suerte recayó en la hija del rey quien, después de varias moratorias, tuvo que acceder a los designios del azar y dejar partir a su hija. Apenas quedaban ya ni gente ni ovejas.
Cuando la princesa, según los catalanes Violant, hija del rey de Montblanc, se encaminaba al lago para ser arrojada al monstruo, se encontró con un apuesto y aguerrido joven que iba a caballo, quien al verla muy preocupada le preguntó por la causa de su estado de ánimo. En vez de explicarle su mala suerte, ella le rogó que sin demora siguiera su camino porque los dos serían víctimas del monstruo. Aún le estaba hablando, cuando el monstruo sacó la cabeza sobre las agua, salió del lago y se dirigió hacia ellos.
El joven montó de un brinco, cogió y blandió en el aire su espada y con ella inmovilizó la bestia a los pies de su caballo. Entonces, con un extremo del cinturón de la princesa, el joven amarró el monstruo por el pescuezo mientras por el otro extremo tiraba de él. El monstruo los seguía como si fuera un perrillo faldero. El lobo de Juvia, el terrible lobo (Rubén Darío), es el monstruo domesticado por San Francisco.
Cuando los dos jóvenes llegaron a la ciudad con el monstruo, los habitantes se asustaron y huyeron despavoridos hacía los montes dando gritos y diciendo: «¡Ay de nosotros! Ahora sí pereceremos todos sin remedio». Contra todo pronóstico, nadie pereció y el joven mató el monstruo con su espada sin apearse. Jorge, que así se llamaba el joven, pidió al rey y a sus súbditos que abominaran de los ídolos y se convirtieran a Cristo. «Veinte mil hombres se bautizaron en aquella ocasión. Es de advertir que en el cómputo no se incluyeron ni a las mujeres ni a los niños» (Vorágine, La leyenda dorada).
En la época de las cruzadas, en una ocasión, Jorge se apareció a uno de los capellanes del ejercito cristiano que iba hacia Jerusalén para conquistar la ciudad santa, a la ocasión, en manos de los sarracenos. «Soy San Jorge», le dijo. «Os protegeré y actuaré como jefe de las tropas en las batallas si lleváis con vosotros las reliquias de mi cuerpo». Jorge, vestido de blanco y enarbolando una cruz roja a modo de estandarte, volvió a aparecerse, esta vez a los soldados que ya tenían la ciudad sitiada pero no se atrevían a atacarla, y los arengó «con palabras ardientes que iban directamente al corazón». Entonces, los soldados enardecidos lo siguieron, treparon por las murallas hasta las almenas, dieron muerte a los sarracenos y ocuparon la ciudad.
Las proezas de Jorge son una réplica de las de Santiago. Este luchó y venció las serpientes que habitaban Galicia para entrar allí y convertirla al cristianismo. San Jorge venció al monstruo del lago, y el rey y los habitantes de Silca se convirtieron a Cristo. Santiago ganó el nombre de Matamoros y de soldado de Cristo por excelencia porque, montado en su caballo blanco, venció en 1.000 batallas a los moros al frente de los cristianos. San Jorge venció a los sarracenos y conquistó Jerusalén al frente de los cruzados.
Hacia finales de abril, fecha en que se celebra la fiesta de San Jorge, y primeros de mayo, las fuerzas de la naturaleza, que han estado escondidas bajo tierra durante el invierno, salen a flote y tratan de hacerse un hueco entre los habitantes de la superficie. Por miedo a que las relaciones entre los esposos se vieran afectadas por el conflicto entre unos y otros, en las sociedades tradicionales europeas los matrimonios eran muy escasos por estas fechas.
Hoy, el conflicto no se da entre los habitantes de la ciudad y los monstruos de los lagos o las serpientes, ni entre los soldados cristianos y los sarracenos. Hoy, el conflicto se da entre los que están y los que llegan, entre los de dentro y los de fuera. Las riadas de gente que corren por el Camino de Santiago y la importancia que está tomando San Jorge, no son solamente fruto de la publicidad y del azar, sino también la respuesta cuasi instintiva a una situación percibida como amenazante causada por los otros. San Miguel, San Patricio y otros santos y héroes juegan en otros lugares el papel que juegan aquí San Jorge y Santiago.
En viaje por los países balcánicos, un amigo me envió una postal del santo machacando el dragón con esta leyenda de su puño y letra: «El primer rejoneador».
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