Por Kenneth Weisbrone, miembro del Consejo Atlántico de Estados Unidos (LA VANGUARDIA, 21/04/08):
Tanto han abundado los comentarios y juicios sobre el rumbo de la OTAN en las fechas posteriores a la polémica cumbre de Bucarest que cabe preguntarse por la plausibilidad de algunos de ellos. ¿Cuánto puede durar esta reliquia de la guerra fría? La OTAN ha tratado de seguir el consejo de quien fue su secretario general, Manfred Woerner, en el sentido de “o ampliamos nuestra área de influencia o habremos de cerrar el negocio”. La verdad es que las cosas no han ido tan bien como muchos habían esperado.
Sea cual fuere el rumbo que adopte la OTAN, quienes respaldan a la organización a ambos lados del Atlántico harían bien en recordar que las ideas que la sustentan anteceden, y ahora suceden, a la época de la guerra fría. Es verdad que la Alianza se creó en 1949, cuando la necesidad de defender Europa de los soviéticos era “más clara que el sol”. Sin embargo, bajo el tratado del Atlántico Norte subyacía el convencimiento de la existencia de una realidad denominada “Occidente”, que se remontaba a los inicios de la expansión europea allende los mares.
Tal convencimiento dio pie a Woodrow Wilson a estimar necesario intervenir en la Primera Guerra Mundial y, posteriormente, rehacer la imagen de Europa a ojos de Estados Unidos (al menos, lo que él juzgaba que era Estados Unidos). La misma idea presidió el esbozo de la Carta Atlántica, que prepararon colaboradores de Winston Churchill y Franklin D. Roosevelt en el verano de 1941. Este documento fijó los objetivos de los en breve aliados del periodo bélico mejor que cualquier otro: estableció no sólo “principios comunes” muy similares a los que Wilson había impulsado una generación antes - es decir, la autodeterminación, la solución pacífica de las disputas y la seguridad común-, sino también “esperanzas comunes de un futuro mejor para el mundo”.
La OTAN se creó para defender estos principios y esperanzas. El hecho de que sus límites territoriales se hayan ampliado notablemente desde 1949 explica el atractivo de su trayectoria inicial y la fortaleza de los miembros principales de la alianza. En medio del fragor de numerosas discusiones en torno al futuro de la Alianza, cabe advertir el interés por la forma en que los principios de la Alianza se han llevado a la práctica.
La tarea de la seguridad común nunca ha sido fácil y los debates sobre la orientación de la OTAN han acompañado a la Alianza desde el día de su nacimiento. Cada país miembro ha volcado sobre la mesa sus intereses estrechos, sesgo particular y complejidad política. A veces han resultado en una crisis, como en 1966, cuando el general De Gaulle retiró a Francia del mando militar de la OTAN y la organización hubo de trasladar su cuartel general a Bruselas. Sin embargo, la OTAN prosiguió su singladura.
Y la continúa hoy en día. No obstante, su futuro no puede darse por sentado. A los dirigentes de la comunidad atlántica (en la medida en que aún exista tal cosa) corresponde mantener y fortalecer los vínculos que los unen. Tales vínculos implican más tropas, bases, presupuestos y cumbres. Y significan algo más que considerarse a sí mismo proestadounidense y proeuropeo a un tiempo. Como subrayaron los primeros adalides de la idea atlántica, atañen también a la naturaleza de la propia diplomacia.
Tal vez sea precisamente este el aspecto que más convenga tener en cuenta de la idea atlántica. La fusión de intereses entre Europa y Estados Unidos en el siglo XX provocó un cambio fundamental en la manera en que los países ventilaban entre sí sus asuntos. La vieja diplomacia del secreto, los embustes y la fuerza bruta continuaron - indudablemente-, pero ya sin ser admitidos como forma legítima y justa de hacer las cosas, sobre todo entre gobiernos que son o pueden ser aliados e incluso amigos. Les sucedieron la mesa de negociaciones, la ruedas de prensa y las redes de organizaciones y entidades privadas y semipúblicas que tratan de alcanzar acuerdos en aras de un común entendimiento.
Los nuevos métodos de la diplomacia afinados a lo largo del siglo XX no se han agotado del todo a inicios del siglo XXI, pero se han llevado algunas bofetadas, en parte propinadas por algunos de los defensores más ardientes de la Alianza Atlántica. Sin embargo, su lealtad a “Occidente” no debe ser puesta en duda. Por el contrario, debería recordarse que la civilización occidental posee asimismo una cultura de normas, valores, prácticas y métodos que ha funcionado de forma notablemente positiva a la hora de hacer del mundo - y no sólo de Europa y Estados Unidos- un lugar más seguro. Que sobrevivan o no, o que eventualmente se transformen en formas menos concertadas de relaciones internacionales, depende enteramente de nosotros.
Tanto han abundado los comentarios y juicios sobre el rumbo de la OTAN en las fechas posteriores a la polémica cumbre de Bucarest que cabe preguntarse por la plausibilidad de algunos de ellos. ¿Cuánto puede durar esta reliquia de la guerra fría? La OTAN ha tratado de seguir el consejo de quien fue su secretario general, Manfred Woerner, en el sentido de “o ampliamos nuestra área de influencia o habremos de cerrar el negocio”. La verdad es que las cosas no han ido tan bien como muchos habían esperado.
Sea cual fuere el rumbo que adopte la OTAN, quienes respaldan a la organización a ambos lados del Atlántico harían bien en recordar que las ideas que la sustentan anteceden, y ahora suceden, a la época de la guerra fría. Es verdad que la Alianza se creó en 1949, cuando la necesidad de defender Europa de los soviéticos era “más clara que el sol”. Sin embargo, bajo el tratado del Atlántico Norte subyacía el convencimiento de la existencia de una realidad denominada “Occidente”, que se remontaba a los inicios de la expansión europea allende los mares.
Tal convencimiento dio pie a Woodrow Wilson a estimar necesario intervenir en la Primera Guerra Mundial y, posteriormente, rehacer la imagen de Europa a ojos de Estados Unidos (al menos, lo que él juzgaba que era Estados Unidos). La misma idea presidió el esbozo de la Carta Atlántica, que prepararon colaboradores de Winston Churchill y Franklin D. Roosevelt en el verano de 1941. Este documento fijó los objetivos de los en breve aliados del periodo bélico mejor que cualquier otro: estableció no sólo “principios comunes” muy similares a los que Wilson había impulsado una generación antes - es decir, la autodeterminación, la solución pacífica de las disputas y la seguridad común-, sino también “esperanzas comunes de un futuro mejor para el mundo”.
La OTAN se creó para defender estos principios y esperanzas. El hecho de que sus límites territoriales se hayan ampliado notablemente desde 1949 explica el atractivo de su trayectoria inicial y la fortaleza de los miembros principales de la alianza. En medio del fragor de numerosas discusiones en torno al futuro de la Alianza, cabe advertir el interés por la forma en que los principios de la Alianza se han llevado a la práctica.
La tarea de la seguridad común nunca ha sido fácil y los debates sobre la orientación de la OTAN han acompañado a la Alianza desde el día de su nacimiento. Cada país miembro ha volcado sobre la mesa sus intereses estrechos, sesgo particular y complejidad política. A veces han resultado en una crisis, como en 1966, cuando el general De Gaulle retiró a Francia del mando militar de la OTAN y la organización hubo de trasladar su cuartel general a Bruselas. Sin embargo, la OTAN prosiguió su singladura.
Y la continúa hoy en día. No obstante, su futuro no puede darse por sentado. A los dirigentes de la comunidad atlántica (en la medida en que aún exista tal cosa) corresponde mantener y fortalecer los vínculos que los unen. Tales vínculos implican más tropas, bases, presupuestos y cumbres. Y significan algo más que considerarse a sí mismo proestadounidense y proeuropeo a un tiempo. Como subrayaron los primeros adalides de la idea atlántica, atañen también a la naturaleza de la propia diplomacia.
Tal vez sea precisamente este el aspecto que más convenga tener en cuenta de la idea atlántica. La fusión de intereses entre Europa y Estados Unidos en el siglo XX provocó un cambio fundamental en la manera en que los países ventilaban entre sí sus asuntos. La vieja diplomacia del secreto, los embustes y la fuerza bruta continuaron - indudablemente-, pero ya sin ser admitidos como forma legítima y justa de hacer las cosas, sobre todo entre gobiernos que son o pueden ser aliados e incluso amigos. Les sucedieron la mesa de negociaciones, la ruedas de prensa y las redes de organizaciones y entidades privadas y semipúblicas que tratan de alcanzar acuerdos en aras de un común entendimiento.
Los nuevos métodos de la diplomacia afinados a lo largo del siglo XX no se han agotado del todo a inicios del siglo XXI, pero se han llevado algunas bofetadas, en parte propinadas por algunos de los defensores más ardientes de la Alianza Atlántica. Sin embargo, su lealtad a “Occidente” no debe ser puesta en duda. Por el contrario, debería recordarse que la civilización occidental posee asimismo una cultura de normas, valores, prácticas y métodos que ha funcionado de forma notablemente positiva a la hora de hacer del mundo - y no sólo de Europa y Estados Unidos- un lugar más seguro. Que sobrevivan o no, o que eventualmente se transformen en formas menos concertadas de relaciones internacionales, depende enteramente de nosotros.
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