Por José Mª Martín Patino, presidente de la Fundación Encuentros y sacerdote jesuita (EL PAÍS, 22/04/08):
Me siento cercano al diagnóstico de Américo Castro: “España es la historia de una creencia”. Viene a cuento una experiencia del sacerdote Tarancón cuando contaba 30 años, en plena guerra civil. La sublevación le sorprendió en Tuy. Como era inevitable, allí se dejó contagiar por los primeros fervores de aquel acontecimiento que, a su juicio, tenía “aires de cruzada”. Le llamó desde Burgos su amigo Emilio Bellón, que había logrado reunir a un grupo de jóvenes que fundaron la revista católica Signo. El de Burriana llevaba ya en Galicia casi dos años, aislado de sus amigos de Madrid. Corrió cuanto antes a la capital castellana. Cuarenta y seis años más tarde, jubilado en su retiro de Villarreal, escribía Recuerdos de Juventud. Uno de los pasajes más elocuentes de estas páginas es aquel en el que anota su sorpresa por el trueque de papeles que observó entre el Capitán General y el Arzobispo de Burgos. Al final de una gran manifestación patriótica, habló primero el Capitán General. “Sus palabras fueron como una oración. Dio gracias a Dios porque ayudaba descaradamente a las fuerzas nacionales. Pidió que el pueblo español conservase su fidelidad a la fe y al evangelio para continuar mereciendo la protección del Señor”. En cuanto al discurso de monseñor Castro, “fue una auténtica arenga en la que pedía al pueblo que ayudase a los militares para vencer definitivamente a los enemigos de Dios y de la patria”. A los jóvenes de Acción Católica les reprochó el excesivo entusiasmo por el Alzamiento que se reflejaba en la revista Signo. Según sus palabras, “corríamos el riesgo de hacer imposible la tarea de reconciliación que la Iglesia había de asumir ineludiblemente cuando terminase la contienda”.
Cuando todavía en el 38, antes del final de la guerra, Tarancón se encarga de la parroquia y del arciprestazgo de Vinaroz le sorprende, y así lo hace notar en sus Recuerdos, que los curas liberados de la zona republicana reconocieran la mayoría de los errores cometidos en su práctica pastoral durante la República y ahora se aferrasen al poder del nuevo Estado. Entonces, observa don Vicente, se perdió la gran ocasión de hacer “una reflexión seria y profunda en aquellos momentos que podían ser decisivos para el futuro del cristianismo en nuestra patria. Demasiado fácilmente nos acogimos a las seguridades que nos ofrecía la victoria militar”.
Le tocó después, a lo largo de 10 años de presidente de la Conferencia Episcopal, enfrentarse al intervencionismo de los políticos en las cosas de la Iglesia y más de una vez advirtió a ministros que se profesaban muy católicos que no se preocuparan tanto por las instituciones eclesiásticas ya que el obispo era él y, como tal, el encargado de defenderlas. El Concilio Vaticano II fue para él la luz definitiva, especialmente cuando votó a favor de la Constitución sobre “La Iglesia y el mundo actual” y del Decreto sobre “La libertad religiosa”. Parece que había quedado claro que “la comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno” (76).
El Evangelio rechaza, como tentación diabólica, que el poder político sea utilizado para evangelizar. Joseph Ratzinger en su libro Jesús de Nazaret comenta así la victoria de Jesús sobre la tercera tentación, cuando el diablo le ofrece todo el imperio sobre la tierra: “El auténtico contenido de esta tentación se hace visible cuando constatamos cómo va adoptando siempre nueva forma a lo largo de la historia. El imperio cristiano intentó muy pronto convertir la fe en un factor político de unificación imperial. El reino de Cristo debía, pues, tomar la forma de un reino político y de su esplendor. La debilidad de la fe, la debilidad terrena de Jesucristo, debía ser sostenida por el poder político y militar. En el curso de los siglos, bajo diversas formas, ha existido esta tentación de asegurar la fe a través del poder, y la fe ha corrido siempre el riesgo de ser sofocada precisamente por el abrazo del poder. La lucha por la libertad de la Iglesia, la lucha para que el reino de Jesús no pueda ser identificado con ninguna otra estructura política, hay que librarla en todos los siglos” (pág. 65).
El Concilio orientó toda la acción de la Iglesia hacia la evangelización. Si en un momento había prevalecido el carácter apologético como defensa frente a las revoluciones ideológicas de los últimos siglos, ahora había que insistir en el diálogo con el mundo. En la Iglesia comenzó a hablarse claramente de la Segunda Evangelización. Juan Pablo II aprovechó el V Centenario de la Colonización de América, para reconocer el error de la Iglesia y oponer “evangelización” a “colonización”. Pablo VI antes de finalizar el Concilio publicó su primera encíclica sobre el diálogo. “La Iglesia debe entablar diálogo con el mundo en el que tiene que vivir. La Iglesia se hace mensaje. La Iglesia se hace coloquio” (n. 60). Y en 1974, al recoger las conclusiones del III Sínodo romano dedicado a la evangelización, avanza notablemente sobre este concepto: “Lo que importa es evangelizar -no de una manera decorativa, como un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces- la cultura y las culturas” (n. 20). De hecho los que se divorcian o abortan no lo hacen sólo porque lo permitan las leyes, sino porque no han sido debidamente evangelizados. Para el Episcopado francés, la Iglesia tiene que desarrollar una “función de mediación” en esta sociedad violenta y fracturada.
En España chirrían ahora las disonancias verbales de algunos ilustres prelados. Sospecho que no todos los derechos democráticos pueden ser utilizados como evangélicos. Por ejemplo, recomendar la desobediencia civil, abrir procesos de intenciones a propósito de las leyes permisivas de un gobierno laico, apoyar a los que tratan de desacreditar el poder constituido, etc. Ante la Constitución más hostil a la Iglesia y sus instituciones, como fue la de la Segunda República, los obispos españoles en su Declaración Colectiva (1931), dieron ejemplo de acatamiento y respeto al poder constituido, siendo fieles a la tradición de la Iglesia e hicieron serias advertencias en este sentido a todos los fieles. Permítame el lector esta cita: “No olviden jamás que, si la verdad tiene unos derechos, la caridad tiene sus deberes; eviten, por tanto, los escritores católicos vanas e injuriosas polémicas, absteniéndose de aplicar apelaciones despectivas e inconvenientes, que tantas veces se usan para distinguir unos católicos de otros, y no caigan en la temeraria ligereza, con el fin de sostener a un partido político, de hacer sospechosa la ortodoxia de otros, por la sola razón de pertenecer a otro bando, como si la profesión de catolicismo estuviera necesariamente unida a tal o cual partido político… Conviene evitar y apartarse de todo lo que sea y parezca inmoderación intemperancia y violencia de lenguaje… Para la defensa de los sagrados derechos de la Iglesia y de la doctrina católica, no son debates acrimoniosos lo que hace falta, sino la firme, ecuánime y mesurada exposición en que el peso de los argumentos, más que la violencia y aspereza del estilo, da razón al escritor”. (IV. 10)
La Iglesia oficial acepta la “laicidad positiva”, aquella en la que se garantiza la libertad de creer y la de no creer; porque no considera que las religiones son un peligro, sino más bien una ventaja, como acaba de decir Sarkozy. El debate sobre la licitud de la ética pública es un tema mayor que merece otro artículo. El contenido semántico de la palabra “laico” se desplaza según la tendencia de quien lo emplea. Norberto Bobbio se negó a firmar el Manifesto laico por “su lenguaje insolente contagiado de anticlericalismo”. Existe un laicismo que rechaza toda forma de agresividad y es propenso al diálogo con los católicos sobre cuestiones particularmente delicadas, como el aborto, las uniones de hecho, hetero y homosexual y las investigaciones genéticas. “En la coyuntura político-cultural que se está delineando -escribe el profesor de Turín G. E. Rusconi- la distinción entre laicos y católicos ha llegado a ser más importante que la de izquierda-derecha” (La Stampa, 25.04.02).
Me siento cercano al diagnóstico de Américo Castro: “España es la historia de una creencia”. Viene a cuento una experiencia del sacerdote Tarancón cuando contaba 30 años, en plena guerra civil. La sublevación le sorprendió en Tuy. Como era inevitable, allí se dejó contagiar por los primeros fervores de aquel acontecimiento que, a su juicio, tenía “aires de cruzada”. Le llamó desde Burgos su amigo Emilio Bellón, que había logrado reunir a un grupo de jóvenes que fundaron la revista católica Signo. El de Burriana llevaba ya en Galicia casi dos años, aislado de sus amigos de Madrid. Corrió cuanto antes a la capital castellana. Cuarenta y seis años más tarde, jubilado en su retiro de Villarreal, escribía Recuerdos de Juventud. Uno de los pasajes más elocuentes de estas páginas es aquel en el que anota su sorpresa por el trueque de papeles que observó entre el Capitán General y el Arzobispo de Burgos. Al final de una gran manifestación patriótica, habló primero el Capitán General. “Sus palabras fueron como una oración. Dio gracias a Dios porque ayudaba descaradamente a las fuerzas nacionales. Pidió que el pueblo español conservase su fidelidad a la fe y al evangelio para continuar mereciendo la protección del Señor”. En cuanto al discurso de monseñor Castro, “fue una auténtica arenga en la que pedía al pueblo que ayudase a los militares para vencer definitivamente a los enemigos de Dios y de la patria”. A los jóvenes de Acción Católica les reprochó el excesivo entusiasmo por el Alzamiento que se reflejaba en la revista Signo. Según sus palabras, “corríamos el riesgo de hacer imposible la tarea de reconciliación que la Iglesia había de asumir ineludiblemente cuando terminase la contienda”.
Cuando todavía en el 38, antes del final de la guerra, Tarancón se encarga de la parroquia y del arciprestazgo de Vinaroz le sorprende, y así lo hace notar en sus Recuerdos, que los curas liberados de la zona republicana reconocieran la mayoría de los errores cometidos en su práctica pastoral durante la República y ahora se aferrasen al poder del nuevo Estado. Entonces, observa don Vicente, se perdió la gran ocasión de hacer “una reflexión seria y profunda en aquellos momentos que podían ser decisivos para el futuro del cristianismo en nuestra patria. Demasiado fácilmente nos acogimos a las seguridades que nos ofrecía la victoria militar”.
Le tocó después, a lo largo de 10 años de presidente de la Conferencia Episcopal, enfrentarse al intervencionismo de los políticos en las cosas de la Iglesia y más de una vez advirtió a ministros que se profesaban muy católicos que no se preocuparan tanto por las instituciones eclesiásticas ya que el obispo era él y, como tal, el encargado de defenderlas. El Concilio Vaticano II fue para él la luz definitiva, especialmente cuando votó a favor de la Constitución sobre “La Iglesia y el mundo actual” y del Decreto sobre “La libertad religiosa”. Parece que había quedado claro que “la comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno” (76).
El Evangelio rechaza, como tentación diabólica, que el poder político sea utilizado para evangelizar. Joseph Ratzinger en su libro Jesús de Nazaret comenta así la victoria de Jesús sobre la tercera tentación, cuando el diablo le ofrece todo el imperio sobre la tierra: “El auténtico contenido de esta tentación se hace visible cuando constatamos cómo va adoptando siempre nueva forma a lo largo de la historia. El imperio cristiano intentó muy pronto convertir la fe en un factor político de unificación imperial. El reino de Cristo debía, pues, tomar la forma de un reino político y de su esplendor. La debilidad de la fe, la debilidad terrena de Jesucristo, debía ser sostenida por el poder político y militar. En el curso de los siglos, bajo diversas formas, ha existido esta tentación de asegurar la fe a través del poder, y la fe ha corrido siempre el riesgo de ser sofocada precisamente por el abrazo del poder. La lucha por la libertad de la Iglesia, la lucha para que el reino de Jesús no pueda ser identificado con ninguna otra estructura política, hay que librarla en todos los siglos” (pág. 65).
El Concilio orientó toda la acción de la Iglesia hacia la evangelización. Si en un momento había prevalecido el carácter apologético como defensa frente a las revoluciones ideológicas de los últimos siglos, ahora había que insistir en el diálogo con el mundo. En la Iglesia comenzó a hablarse claramente de la Segunda Evangelización. Juan Pablo II aprovechó el V Centenario de la Colonización de América, para reconocer el error de la Iglesia y oponer “evangelización” a “colonización”. Pablo VI antes de finalizar el Concilio publicó su primera encíclica sobre el diálogo. “La Iglesia debe entablar diálogo con el mundo en el que tiene que vivir. La Iglesia se hace mensaje. La Iglesia se hace coloquio” (n. 60). Y en 1974, al recoger las conclusiones del III Sínodo romano dedicado a la evangelización, avanza notablemente sobre este concepto: “Lo que importa es evangelizar -no de una manera decorativa, como un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces- la cultura y las culturas” (n. 20). De hecho los que se divorcian o abortan no lo hacen sólo porque lo permitan las leyes, sino porque no han sido debidamente evangelizados. Para el Episcopado francés, la Iglesia tiene que desarrollar una “función de mediación” en esta sociedad violenta y fracturada.
En España chirrían ahora las disonancias verbales de algunos ilustres prelados. Sospecho que no todos los derechos democráticos pueden ser utilizados como evangélicos. Por ejemplo, recomendar la desobediencia civil, abrir procesos de intenciones a propósito de las leyes permisivas de un gobierno laico, apoyar a los que tratan de desacreditar el poder constituido, etc. Ante la Constitución más hostil a la Iglesia y sus instituciones, como fue la de la Segunda República, los obispos españoles en su Declaración Colectiva (1931), dieron ejemplo de acatamiento y respeto al poder constituido, siendo fieles a la tradición de la Iglesia e hicieron serias advertencias en este sentido a todos los fieles. Permítame el lector esta cita: “No olviden jamás que, si la verdad tiene unos derechos, la caridad tiene sus deberes; eviten, por tanto, los escritores católicos vanas e injuriosas polémicas, absteniéndose de aplicar apelaciones despectivas e inconvenientes, que tantas veces se usan para distinguir unos católicos de otros, y no caigan en la temeraria ligereza, con el fin de sostener a un partido político, de hacer sospechosa la ortodoxia de otros, por la sola razón de pertenecer a otro bando, como si la profesión de catolicismo estuviera necesariamente unida a tal o cual partido político… Conviene evitar y apartarse de todo lo que sea y parezca inmoderación intemperancia y violencia de lenguaje… Para la defensa de los sagrados derechos de la Iglesia y de la doctrina católica, no son debates acrimoniosos lo que hace falta, sino la firme, ecuánime y mesurada exposición en que el peso de los argumentos, más que la violencia y aspereza del estilo, da razón al escritor”. (IV. 10)
La Iglesia oficial acepta la “laicidad positiva”, aquella en la que se garantiza la libertad de creer y la de no creer; porque no considera que las religiones son un peligro, sino más bien una ventaja, como acaba de decir Sarkozy. El debate sobre la licitud de la ética pública es un tema mayor que merece otro artículo. El contenido semántico de la palabra “laico” se desplaza según la tendencia de quien lo emplea. Norberto Bobbio se negó a firmar el Manifesto laico por “su lenguaje insolente contagiado de anticlericalismo”. Existe un laicismo que rechaza toda forma de agresividad y es propenso al diálogo con los católicos sobre cuestiones particularmente delicadas, como el aborto, las uniones de hecho, hetero y homosexual y las investigaciones genéticas. “En la coyuntura político-cultural que se está delineando -escribe el profesor de Turín G. E. Rusconi- la distinción entre laicos y católicos ha llegado a ser más importante que la de izquierda-derecha” (La Stampa, 25.04.02).
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