Por Rodrigo Tena, notario (EL PAÍS, 16/04/08):
Si deseamos aprender algo del trágico caso de la niña Mari Luz Cortés, presuntamente asesinada por un pederasta con dos condenas por abusos sexuales pendientes de cumplir, no deberíamos fijarnos tanto en los concretos fallos judiciales que lo han hecho posible -por lo demás nada infrecuentes- como en la generalizada actitud de delegación de la propia responsabilidad que se esconde tras ellos.
El que esa delegación sea más visible en determinados sectores de la vida social no es argumento en contra de su generalidad. Las irresponsabilidades judiciales en vía penal se cobran vidas humanas, lo que las hacen especialmente notorias y reprobables. Pero quien piense que no se producen exactamente igual en el resto de la Judicatura, de la Administración, de la política, del sector público en general, incluso en cada vez más ámbitos fuera de él, no ha comprendido todavía que la huida de la responsabilidad individual por la vía de su delegación en el “sistema” es un claro signo de nuestro tiempo.
En el caso concreto de Mari Luz, el juez alega haber cumplido su cometido de acuerdo con el procedimiento (que es dictar una resolución judicial, no conseguir que la pena impuesta se lleve a efecto) y considera que es la falta de personal como consecuencia de una baja lo que impidió a los demás cumplir el suyo y evitar así el drama. Pero obsérvese que, aun cuando eso fuera verdad, el resto de los protagonistas puede igualmente afirmar que actuaron conforme al procedimiento, tanto para solicitar y obtener la baja como para cubrirla.
Del relato de este suceso, como de tantos otros semejantes que están apareciendo estos días, se aprecia con claridad el mecanismo interno en que consiste la delegación de responsabilidad: el encarcelamiento del delincuente corresponde a la norma, no a ningún sujeto en particular, que no tiene más responsabilidad individual que el cumplimiento ciego (literal) de los pasos del procedimiento, al modo de humilde rodamiento de la máquina, pero en absoluto de que se produzca el resultado final que teóricamente se persigue.
Es obvio que la norma no encarcela a nadie, no es más que un instrumento para que el Juzgado, el Ministerio Fiscal y la Policía lo hagan con todas las garantías. Pero desde un punto de vista puramente personal esa perspectiva es lógica, y por eso está tan generalizada. De hecho, cualquier iniciativa particular al margen de la literalidad de la norma, tendente a conseguir el resultado final “saltándose” el procedimiento, corre el riesgo de atraer sobre su protagonista una responsabilidad que, en rigor, no le “corresponde”. Las reclamaciones por los fracasos al sistema, por favor, siempre, eso sí, que quede acreditado el cumplimiento de las formalidades.
No es de extrañar, por tanto, la tendencia a que los procedimientos se detallen hasta el absurdo y se alarguen hasta la exasperación, porque cuantos más pasos y cuantos más actores encargados de cada paso, más responsabilidad para el sistema (es decir, para nadie) y menos para los rodamientos, aunque, por supuesto, eso haga todavía más difícil el que se obtenga el resultado pretendido.
No es de extrañar tampoco que las inspecciones no sirvan para atajar los fallos, porque a su vez están presididas por el mismo formalismo delegatorio: a través de procedimientos igualmente tasados se aprecia el cumplimiento de las formas, pero no la consecución de los fines.
Esta actitud desconoce que no hay diseño que pueda emanciparse de la complicidad de sus actores. Interpretar y ejecutar la norma, especialmente en una democracia, no es otra cosa que hacerse corresponsable con ella, con la finalidad que la norma pretende. Cualquier cosa al margen de eso es traicionarla, porque no hay norma ni procedimiento que por sí solos puedan estar a la altura de la inabarcable realidad sin nuestra cooperación solidaria y responsable. Por eso, es normal que este efecto de delegación se sienta especialmente en el ámbito de lo público, un espacio abandonado ideológicamente por intrascendente y residual. En un mundo en donde lo que prima por encima de todo son los intereses personales y donde, como ocurre en la esfera pública por antonomasia, no se incentiva el cumplimiento de los objetivos, sino sólo de los procedimientos y las formas, todo queda abandonado al acierto del “sistema”.
Esta falta de conciencia de la trascendencia de lo público tiene graves repercusiones más allá de un defectuoso funcionamiento de determinados servicios. Ha contaminado a la sociedad en general, al fomentar una actitud generalizada de delegación de responsabilidad en el sistema político y económico. Estamos subidos a un autobús en marcha y nos preocupamos porque el motor siga funcionando correctamente, pero no por adónde nos lleva. Entre los muchos efectos negativos de la especialización profesional, el pensar que podemos delegar nuestra responsabilidad por esta tarea en los políticos profesionales no ha sido el menor. Es precisamente en estos casos donde mejor se aprecia que la democracia es cosa de todos.
Si deseamos aprender algo del trágico caso de la niña Mari Luz Cortés, presuntamente asesinada por un pederasta con dos condenas por abusos sexuales pendientes de cumplir, no deberíamos fijarnos tanto en los concretos fallos judiciales que lo han hecho posible -por lo demás nada infrecuentes- como en la generalizada actitud de delegación de la propia responsabilidad que se esconde tras ellos.
El que esa delegación sea más visible en determinados sectores de la vida social no es argumento en contra de su generalidad. Las irresponsabilidades judiciales en vía penal se cobran vidas humanas, lo que las hacen especialmente notorias y reprobables. Pero quien piense que no se producen exactamente igual en el resto de la Judicatura, de la Administración, de la política, del sector público en general, incluso en cada vez más ámbitos fuera de él, no ha comprendido todavía que la huida de la responsabilidad individual por la vía de su delegación en el “sistema” es un claro signo de nuestro tiempo.
En el caso concreto de Mari Luz, el juez alega haber cumplido su cometido de acuerdo con el procedimiento (que es dictar una resolución judicial, no conseguir que la pena impuesta se lleve a efecto) y considera que es la falta de personal como consecuencia de una baja lo que impidió a los demás cumplir el suyo y evitar así el drama. Pero obsérvese que, aun cuando eso fuera verdad, el resto de los protagonistas puede igualmente afirmar que actuaron conforme al procedimiento, tanto para solicitar y obtener la baja como para cubrirla.
Del relato de este suceso, como de tantos otros semejantes que están apareciendo estos días, se aprecia con claridad el mecanismo interno en que consiste la delegación de responsabilidad: el encarcelamiento del delincuente corresponde a la norma, no a ningún sujeto en particular, que no tiene más responsabilidad individual que el cumplimiento ciego (literal) de los pasos del procedimiento, al modo de humilde rodamiento de la máquina, pero en absoluto de que se produzca el resultado final que teóricamente se persigue.
Es obvio que la norma no encarcela a nadie, no es más que un instrumento para que el Juzgado, el Ministerio Fiscal y la Policía lo hagan con todas las garantías. Pero desde un punto de vista puramente personal esa perspectiva es lógica, y por eso está tan generalizada. De hecho, cualquier iniciativa particular al margen de la literalidad de la norma, tendente a conseguir el resultado final “saltándose” el procedimiento, corre el riesgo de atraer sobre su protagonista una responsabilidad que, en rigor, no le “corresponde”. Las reclamaciones por los fracasos al sistema, por favor, siempre, eso sí, que quede acreditado el cumplimiento de las formalidades.
No es de extrañar, por tanto, la tendencia a que los procedimientos se detallen hasta el absurdo y se alarguen hasta la exasperación, porque cuantos más pasos y cuantos más actores encargados de cada paso, más responsabilidad para el sistema (es decir, para nadie) y menos para los rodamientos, aunque, por supuesto, eso haga todavía más difícil el que se obtenga el resultado pretendido.
No es de extrañar tampoco que las inspecciones no sirvan para atajar los fallos, porque a su vez están presididas por el mismo formalismo delegatorio: a través de procedimientos igualmente tasados se aprecia el cumplimiento de las formas, pero no la consecución de los fines.
Esta actitud desconoce que no hay diseño que pueda emanciparse de la complicidad de sus actores. Interpretar y ejecutar la norma, especialmente en una democracia, no es otra cosa que hacerse corresponsable con ella, con la finalidad que la norma pretende. Cualquier cosa al margen de eso es traicionarla, porque no hay norma ni procedimiento que por sí solos puedan estar a la altura de la inabarcable realidad sin nuestra cooperación solidaria y responsable. Por eso, es normal que este efecto de delegación se sienta especialmente en el ámbito de lo público, un espacio abandonado ideológicamente por intrascendente y residual. En un mundo en donde lo que prima por encima de todo son los intereses personales y donde, como ocurre en la esfera pública por antonomasia, no se incentiva el cumplimiento de los objetivos, sino sólo de los procedimientos y las formas, todo queda abandonado al acierto del “sistema”.
Esta falta de conciencia de la trascendencia de lo público tiene graves repercusiones más allá de un defectuoso funcionamiento de determinados servicios. Ha contaminado a la sociedad en general, al fomentar una actitud generalizada de delegación de responsabilidad en el sistema político y económico. Estamos subidos a un autobús en marcha y nos preocupamos porque el motor siga funcionando correctamente, pero no por adónde nos lleva. Entre los muchos efectos negativos de la especialización profesional, el pensar que podemos delegar nuestra responsabilidad por esta tarea en los políticos profesionales no ha sido el menor. Es precisamente en estos casos donde mejor se aprecia que la democracia es cosa de todos.
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