Por Juan María Alponte, profesor titular de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (EL PAÍS, 11/04/08):
América Latina está viviendo una etapa peligrosa de confusión. Confusión caracterizada -después de las dictaduras históricas y a la hora de la elevación inusitada de los precios de las materias primas- por la aparición de una serie de lenguajes superpuestos, con un falso análisis, que están generando nuevas oligarquías económicas y políticas desde un populismo soez: el populismo de la chequera.
El más caracterizado de esos lenguajes es del bolivarismo. Se utiliza y usa sin el menor rigor -también como la chequera de la instantaneidad-, es decir, con una grave impunidad. Simón Bolívar es, biográficamente, la historia de una clase dominante. Nace en el seno de una de las más grandes y ricas familias de Venezuela y la Región. Su “quinto abuelo”, como le gustaba decir, llegó a América en 1589. Su punto de partida: Marquina, “del Señorío de Vizcaya”. El quinto abuelo fue secretario del gobernador Diego de Osorio. Desde entonces, hasta el último abuelo, el poder.
El padre y la madre de la más alta clase mantuana de Caracas. En esa ciudad, climáticamente privilegiada, nació Bolívar en 1783. Gobernaba el Imperio Carlos III que elevó Venezuela a Capitanía General en 1777. La casa de los Bolívar -además de las grandes estancias y las minas- grande y bella. Sus tres patios llenos de sol y luz. Su padre, don Juan Vicente Bolívar y Ponte, casó con doña María Concepción Palacios y Blanco. Rica también por su casa. Era ilustrada, amante de la música, caballista. Muere joven; también el padre. Fue amamantado por una esclava negra, Hipólita. La recordará, sin más, así: “Fue para mí un padre y una madre”. Pasión descriptiva.
Quedó en manos de parientes. Turbulencias. Tuvo que intervenir la justicia, por la importancia de la familia, para obligarle a vivir con el pariente que menos quería. A los 15 años, subteniente del Batallón de las Milicias de Blancos Voluntarios. En él su padre fue coronel. En un paréntesis, recibió enseñanza de un hombre, Simón Rodríguez, el soñador de las escuelas. Todavía espera una gran biografía. Uslar Pietri me dijo en Caracas: “No quiero morirme sin hacerla”. Murió antes. Cuando las cinco Repúblicas Bolivarianas se convertían en naciones, Bolívar le preguntó al educador. Éste le contestó: “Repúblicas sin republicanos y sin ciudadanos”.
El subteniente, para ampliar su carrera, fue enviado a España. En el camino, Veracruz. Subió, desde la mar a la Ciudad de México. Le hospedaron en casa del presidente de la Audiencia. Le recibió el virrey. Cuando llegó a Madrid, con venezolanos de postín y riqueza, su tío Esteban era ministro del Tribunal de la Contaduría y amigo personal de Manuel Mallo, quien, a su vez, era “íntimo”, así se decía, de la reina María Luisa. Estando en Madrid llegó otro de sus tíos, Pedro. Era el año de 1799. El joven visitó, inmediatamente, la tierra vasca de sus antepasados.
Ilustres y ricos venezolanos, repito, en Madrid. El joven oficial se enamora. Le dijeron los familiares que no. ¿Quién dice no a Bolívar? Se casó con María Teresa. El Rey autorizó a su oficial el matrimonio el 15 de mayo de 1802. Ella rica por su casa y con parientes en la aristocracia criolla. María Teresa, la bella, tenía 20 años; el oficial, 19. Eligieron Caracas, ¿quién no?, para la luna de miel. Él estaba decidido, dado el matrimonio, a organizar sus extensos negocios. Ella murió repentinamente; él, amargo, dijo que no se casaría nunca más. Tuvo enganches, sí, como el de Manuela, pasión en la pasión. “¿Qué hacer?”. Lenin.
Regresó a Europa. Era rico. Podía. En su viaje a Francia encuentra a un sabio profético: el barón de Humboldt, que había viajado por América. Su mirada en México sería la primera mirada moderna sobre el país. Su Ensayo, un gran sobresalto. Bolívar le interrogó sobre la posibilidad de la Independencia de las Américas españolas: “Están maduras, pero no veo a los hombres todavía”. Él, viudo a los ocho meses de casado (1803), pudo ver la coronación de Napoleón en 1804. La corona se la puso él mismo en la cabeza. Las manos del Papa temblaban. Nada nuevo. ¿Temblaban las del Papa Alejandro VI, valenciano, padre de Lucrecia de Borgia (Borja el apellido originario) cuando dividió el mundo por conocer y lo entregó a España y Portugal para que institucionalizaran el poder? ¿Y el Evangelio?
Bolívar, con dos amigos, partió, desde la Francia donde viera a Humboldt hacia Roma. El 15 de agosto de 1805, en Monte Sacro (una de las siete colinas) hizo su juramento histórico: “Romper las cadenas coloniales de España”. En 1808 Napoleón invadía la Península y, con ello, generaba la revolución en América. Simón Bolívar se une al movimiento y los Batallones de las Milicias Blancas inventan otra historia. Humboldt, ¿qué pensaba?
Bolívar, representante de una clase social, inaugurará una insurgencia liberadora que generará cinco Repúblicas que, aún, esperan su conciliación. En el curso de la epopeya Venezuela vivirá con él no sólo una revolución, sino dos. Con el movimiento de independencia de 1810 se inicia en Venezuela una de las más extraordinarias contradicciones no desveladas. En efecto, los batallones de los blancos lucharán contra los capitanes generales de España, pero en Venezuela -la Venezuela de Bolívar, es decir, la de la “guerra a muerte”- se verá otro alzamiento que es indispensable asumir. Un asturiano desconocido vivía en los Llanos (después Llanos de Doña Bárbara y Rómulo Gallegos) venezolanos, José Tomás Boves, levanta a los negros y los mulatos y, como un huracán de furia social, se yergue contra los criollos y los españoles a los que unas veces defiende y otras ofende. La realidad social como epicentro de una inmensa lucha de clases que aterró a la Iglesia porque Boves hizo generales a los negros y estremeció el viejo orden y el nuevo. La guerra de Boves fue el paroxismo de una lucha de clases que nunca ha tenido las plumas adecuadas para esclarecer esa guerra popular contra todos.
Bolívar, en Junin, el 6 de agosto de 1824 derrota a un ejército español, y su lugarteniente, otro joven criollo, el mariscal Sucre, el 9 de diciembre del mismo año, derrota al último ejército español de América: el del virrey La Serna. La paz la firmó Sucre en la cordillera. Fue asombroso: dejó a los españoles elegir quedarse en los nuevos países con sus galones o volver a España en paz. Muchos se quedaron; los otros fueron los “ayacuchos” del ejército español del siglo XIX: los liberales. Bolívar, cuando supo la paz firmada por Sucre (era bailarín), bailó sobre una mesa para celebrar la victoria de Ayacucho y la paz generosa de Sucre. No se verían más.
Sucre fue asesinado por la nueva oligarquía -impune hasta hoy el crimen- que, a su vez, desposeyó a Bolívar de todos sus cargos. No quiso una nueva guerra civil. Se dirigió a Caracas con menos de diez hombres. Nadie le abrió sus puertas en el camino. Al llegar a Santa Marta, muy enfermo, sólo un español, Joaquín de Mier, le abrió las de su casa y, finalmente, las de su Quinta, en el campo, donde Bolívar murió en 1830.
En 1815, en su Carta de Jamaica había escrito (a 15 años de su muerte) estas palabras: “En tanto que nuestros compatriotas no tengan los talentos y las virtudes políticas que distinguen a nuestros hermanos del Norte, los regímenes que se apoyan enteramente sobre el pueblo, lejos de sernos favorables, provocarán, yo creo, nuestra ruina”.
En 1826, a la hora del Congreso de Panamá, al cual no asistió y al que después negó su aprobación a lo pactado, invitó también a Estados Unidos. El Senado norteamericano, después de un debate, envió dos delegados a Panamá: Anderson y Sergeant. El primero murió en el camino; el segundo continuó hasta México donde se celebró la siguiente fase del Congreso. El último mensaje de Bolívar, el día en que había recibido los Sacramentos de manos del obispo de Santa Marta, tuvo este final: “¡Colombianos! Mis últimos votos son para la felicidad de la Patria. Si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se consolide la Unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”. Nada más morir, la Unión se vino abajo y hoy requiere el mismo o parecido discurso. Joaquín de Mier le vio morir.
América Latina está viviendo una etapa peligrosa de confusión. Confusión caracterizada -después de las dictaduras históricas y a la hora de la elevación inusitada de los precios de las materias primas- por la aparición de una serie de lenguajes superpuestos, con un falso análisis, que están generando nuevas oligarquías económicas y políticas desde un populismo soez: el populismo de la chequera.
El más caracterizado de esos lenguajes es del bolivarismo. Se utiliza y usa sin el menor rigor -también como la chequera de la instantaneidad-, es decir, con una grave impunidad. Simón Bolívar es, biográficamente, la historia de una clase dominante. Nace en el seno de una de las más grandes y ricas familias de Venezuela y la Región. Su “quinto abuelo”, como le gustaba decir, llegó a América en 1589. Su punto de partida: Marquina, “del Señorío de Vizcaya”. El quinto abuelo fue secretario del gobernador Diego de Osorio. Desde entonces, hasta el último abuelo, el poder.
El padre y la madre de la más alta clase mantuana de Caracas. En esa ciudad, climáticamente privilegiada, nació Bolívar en 1783. Gobernaba el Imperio Carlos III que elevó Venezuela a Capitanía General en 1777. La casa de los Bolívar -además de las grandes estancias y las minas- grande y bella. Sus tres patios llenos de sol y luz. Su padre, don Juan Vicente Bolívar y Ponte, casó con doña María Concepción Palacios y Blanco. Rica también por su casa. Era ilustrada, amante de la música, caballista. Muere joven; también el padre. Fue amamantado por una esclava negra, Hipólita. La recordará, sin más, así: “Fue para mí un padre y una madre”. Pasión descriptiva.
Quedó en manos de parientes. Turbulencias. Tuvo que intervenir la justicia, por la importancia de la familia, para obligarle a vivir con el pariente que menos quería. A los 15 años, subteniente del Batallón de las Milicias de Blancos Voluntarios. En él su padre fue coronel. En un paréntesis, recibió enseñanza de un hombre, Simón Rodríguez, el soñador de las escuelas. Todavía espera una gran biografía. Uslar Pietri me dijo en Caracas: “No quiero morirme sin hacerla”. Murió antes. Cuando las cinco Repúblicas Bolivarianas se convertían en naciones, Bolívar le preguntó al educador. Éste le contestó: “Repúblicas sin republicanos y sin ciudadanos”.
El subteniente, para ampliar su carrera, fue enviado a España. En el camino, Veracruz. Subió, desde la mar a la Ciudad de México. Le hospedaron en casa del presidente de la Audiencia. Le recibió el virrey. Cuando llegó a Madrid, con venezolanos de postín y riqueza, su tío Esteban era ministro del Tribunal de la Contaduría y amigo personal de Manuel Mallo, quien, a su vez, era “íntimo”, así se decía, de la reina María Luisa. Estando en Madrid llegó otro de sus tíos, Pedro. Era el año de 1799. El joven visitó, inmediatamente, la tierra vasca de sus antepasados.
Ilustres y ricos venezolanos, repito, en Madrid. El joven oficial se enamora. Le dijeron los familiares que no. ¿Quién dice no a Bolívar? Se casó con María Teresa. El Rey autorizó a su oficial el matrimonio el 15 de mayo de 1802. Ella rica por su casa y con parientes en la aristocracia criolla. María Teresa, la bella, tenía 20 años; el oficial, 19. Eligieron Caracas, ¿quién no?, para la luna de miel. Él estaba decidido, dado el matrimonio, a organizar sus extensos negocios. Ella murió repentinamente; él, amargo, dijo que no se casaría nunca más. Tuvo enganches, sí, como el de Manuela, pasión en la pasión. “¿Qué hacer?”. Lenin.
Regresó a Europa. Era rico. Podía. En su viaje a Francia encuentra a un sabio profético: el barón de Humboldt, que había viajado por América. Su mirada en México sería la primera mirada moderna sobre el país. Su Ensayo, un gran sobresalto. Bolívar le interrogó sobre la posibilidad de la Independencia de las Américas españolas: “Están maduras, pero no veo a los hombres todavía”. Él, viudo a los ocho meses de casado (1803), pudo ver la coronación de Napoleón en 1804. La corona se la puso él mismo en la cabeza. Las manos del Papa temblaban. Nada nuevo. ¿Temblaban las del Papa Alejandro VI, valenciano, padre de Lucrecia de Borgia (Borja el apellido originario) cuando dividió el mundo por conocer y lo entregó a España y Portugal para que institucionalizaran el poder? ¿Y el Evangelio?
Bolívar, con dos amigos, partió, desde la Francia donde viera a Humboldt hacia Roma. El 15 de agosto de 1805, en Monte Sacro (una de las siete colinas) hizo su juramento histórico: “Romper las cadenas coloniales de España”. En 1808 Napoleón invadía la Península y, con ello, generaba la revolución en América. Simón Bolívar se une al movimiento y los Batallones de las Milicias Blancas inventan otra historia. Humboldt, ¿qué pensaba?
Bolívar, representante de una clase social, inaugurará una insurgencia liberadora que generará cinco Repúblicas que, aún, esperan su conciliación. En el curso de la epopeya Venezuela vivirá con él no sólo una revolución, sino dos. Con el movimiento de independencia de 1810 se inicia en Venezuela una de las más extraordinarias contradicciones no desveladas. En efecto, los batallones de los blancos lucharán contra los capitanes generales de España, pero en Venezuela -la Venezuela de Bolívar, es decir, la de la “guerra a muerte”- se verá otro alzamiento que es indispensable asumir. Un asturiano desconocido vivía en los Llanos (después Llanos de Doña Bárbara y Rómulo Gallegos) venezolanos, José Tomás Boves, levanta a los negros y los mulatos y, como un huracán de furia social, se yergue contra los criollos y los españoles a los que unas veces defiende y otras ofende. La realidad social como epicentro de una inmensa lucha de clases que aterró a la Iglesia porque Boves hizo generales a los negros y estremeció el viejo orden y el nuevo. La guerra de Boves fue el paroxismo de una lucha de clases que nunca ha tenido las plumas adecuadas para esclarecer esa guerra popular contra todos.
Bolívar, en Junin, el 6 de agosto de 1824 derrota a un ejército español, y su lugarteniente, otro joven criollo, el mariscal Sucre, el 9 de diciembre del mismo año, derrota al último ejército español de América: el del virrey La Serna. La paz la firmó Sucre en la cordillera. Fue asombroso: dejó a los españoles elegir quedarse en los nuevos países con sus galones o volver a España en paz. Muchos se quedaron; los otros fueron los “ayacuchos” del ejército español del siglo XIX: los liberales. Bolívar, cuando supo la paz firmada por Sucre (era bailarín), bailó sobre una mesa para celebrar la victoria de Ayacucho y la paz generosa de Sucre. No se verían más.
Sucre fue asesinado por la nueva oligarquía -impune hasta hoy el crimen- que, a su vez, desposeyó a Bolívar de todos sus cargos. No quiso una nueva guerra civil. Se dirigió a Caracas con menos de diez hombres. Nadie le abrió sus puertas en el camino. Al llegar a Santa Marta, muy enfermo, sólo un español, Joaquín de Mier, le abrió las de su casa y, finalmente, las de su Quinta, en el campo, donde Bolívar murió en 1830.
En 1815, en su Carta de Jamaica había escrito (a 15 años de su muerte) estas palabras: “En tanto que nuestros compatriotas no tengan los talentos y las virtudes políticas que distinguen a nuestros hermanos del Norte, los regímenes que se apoyan enteramente sobre el pueblo, lejos de sernos favorables, provocarán, yo creo, nuestra ruina”.
En 1826, a la hora del Congreso de Panamá, al cual no asistió y al que después negó su aprobación a lo pactado, invitó también a Estados Unidos. El Senado norteamericano, después de un debate, envió dos delegados a Panamá: Anderson y Sergeant. El primero murió en el camino; el segundo continuó hasta México donde se celebró la siguiente fase del Congreso. El último mensaje de Bolívar, el día en que había recibido los Sacramentos de manos del obispo de Santa Marta, tuvo este final: “¡Colombianos! Mis últimos votos son para la felicidad de la Patria. Si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se consolide la Unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”. Nada más morir, la Unión se vino abajo y hoy requiere el mismo o parecido discurso. Joaquín de Mier le vio morir.
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