Por Julio María Sanguinetti, ex presidente de Uruguay. Es abogado y periodista (EL PAÍS, 23/04/08):
Llegamos a mayo de 2008 y, como es natural, Francia hierve de conmemoraciones, simposios académicos, exposiciones y debates en televisión por los 40 años de su célebre revuelta. Son esas puestas en escena que nadie sabe hacer como los franceses para que el mundo gire en torno de sus événements. Aun mirado en la distancia, cuesta entender cómo aquel episodio estudiantil, comenzado por unos pocos cientos de muchachos en Nanterre, seguido luego de una huelga como tantas, provocara el ruido de una explosión universal cuando no apareció un partido revolucionario con un líder dispuesto a tomar el poder ni, naturalmente, cayó De Gaulle o se derrumbó su régimen. Sin embargo, aquellos episodios tuvieron ese valor simbólico de la revelación, de hacer sonar los clarines de un nuevo tiempo que no había comenzado allí, ni por supuesto terminaría en París. Los hechos en ocasiones tienen esa relevancia. La caída de la Bastilla, una prisión ya sin importancia, hasta hoy es celebrada como la consagración de la Revolución Francesa.
Una mirada desapasionada registra que esos años 60 mostraban una Europa cómoda en su ascenso posterior a la Segunda Guerra Mundial y embarcada en su construcción continental, y unos Estados Unidos que al tiempo que consolidaban su poderío vivían un fortísimo cambio de paradigmas sociales, bastante anterior al de la sociedad francesa. 1959 se había inaugurado, el primer día del año, con la llegada de Fidel Castro al poder en Cuba y pocos meses después comenzaba una confrontación que ya no pudo resolverse con una invasión como en los viejos tiempos: la mamarrachesca derrota de la bahía de Cochinos en 1961, con un Kennedy aprisionado por el establishment, clausuraba ciertas modalidades de la República Imperial pero alumbraba sobre una guerra “fría” que en América Latina sería caliente. El personaje de James Bond sería el símbolo de ese tiempo de espionajes y atentados.
El efluvio revolucionario cubano se extendía por el hemisferio latinoamericano y el joven presidente norteamericano respondió rooseveltianamente con la Alianza para el Progreso, estrategia dirigida a financiar la modernización industrial y disminuir el eco de los ensueños guerrilleros. Fue más elocuente el discurso que los hechos y los asesinatos de John (1963) y Robert Kennedy (1968), más el de Martin Luther King (1968), unidos a la progresiva intervención militar en Vietnam, hundieron en un cono de sombra el liderazgo de los Estados Unidos.
Por debajo de los episodios políticos, los cambios sociales eran tormentosos. La revolución hippie mostraba nuevas pautas de comportamiento de una juventud que ya no aceptaba en los Estados Unidos la vieja moral protestante, y que en Francia se rebelaría contra la antigua familia católica y su estructura educativa jerarquizada. La rebelión en los campus de Berkeley y Columbia proyectaba al mundo universitario esa explosión liberadora, armada con la bomba atómica de la píldora anticonceptiva, cuya irrupción fue mucho más poderosa que la de los “revolucionarios de anfiteatro” de que hablaba Raymond Aron. A partir de allí la mujer desenganchó su sexualidad de la maternidad, tuvo más libertad para trabajar, ganó su independencia económica y, en cada hogar, nada pudo ser como era.
El cambio llegaba hasta la estética. El rock, con los Beatles y los Rollings, globalizaba la juventud con música y hasta vestimenta. En los Estados Unidos irrumpía el pop con Rauschesmberg, Lichtenstein y Andy Warhol, y en Brasil Kubistchek, el 21 de abril de 1960, declaraba inaugurada Brasilia, el nuevo Versalles del siglo XX, la liturgia del Estado en su máxima expresión, catedral del racionalismo arquitectónico que habían diseñado el talento de Lucio Costa y del hoy centenario Oscar Niemeyer. Desgraciadamente, cuatro años después comenzaba allí la nueva oleada de golpes de Estado, cuando el Ejército brasileño terminó con el populismo de Joao Goulart y asumió la dictadura institucionalmente, con un régimen que se nutría de una tecnocracia desarrollista y rotaba cada cuatro años un general en el poder, de modo ordenado y pacífico.
Se viviría así una doble tensión, entre izquierda revolucionaria y reformismo democrático, ejército y partidos políticos, en un vaivén que sabrá de todos los ejemplos. Se viven exitosos intentos desarrollistas como el de Frei en Chile o el de Rómulo Betancourt y sus sucesores en Venezuela. Nacen en Colombia las guerrillas de las FARC y el ELN, aun hoy dramáticamente vigentes, pero su institucionalidad ejemplarmente resiste.
Lo que no ocurre, por desgracia, en la Argentina, que ve derrumbarse el lúcido intento desarrollista de Frondizi y, luego de un período de inestabilidad, irrumpir también una dictadura militar que -bajo el pretexto de combatir la guerrilla- instaura con Onganía un régimen de inspiración franquista que al final sólo consolidará el errático mito peronista.
El Che Guevara fracasa en su intento revolucionario en Bolivia y con ello el proyecto fidelista de hacer de los Andes una Sierra Maestra. Torrijos en Panamá, Torres en Bolivia y Velasco Alvarado en Perú, muestran otro signo de los cambios: son militares de una izquierda nacionalista, no comunista pero independiente de Estados Unidos, con suertes variadas en su gestión, fracasos estrepitosos y éxitos tan resonantes como el tratado que anuncia el fin pacífico de la dominación norteamericana en el Canal que une los dos grandes océanos.
Detrás de las guerrillas están Cuba, la Unión Soviética y sus satélites, Regis Debray y Hebert Marcusse, testimonios éstos del valor deletéreo que poseen las malas ideas. Detrás de la mayoría de los golpes militares, la complicidad o el silencio norteamericanos. En el medio, bombas y botas cobran vidas humanas e instituciones. Aún esta historia se narra en esquema binario de western comercial, con buenos buenísimos de un lado y malos malísimos del otro. La realidad fue mucho más compleja y envueltos en ese torbellino se frustraron muchas vidas y expectativas. Sin embargo, nacieron otras, como la personalidad literaria de Latinoamérica, que adquirió una inédita presencia cultural. El Premio Nobel concedido a Miguel Ángel Asturias, autor de El Señor Presidente, consagró esa presencia honrando a un escritor de la generación anterior, que con Jorge Luis Borges y Alejo Carpentier, ya había alcanzado cumbres. En esos 60, sin embargo, como un aluvión sin fronteras, emergía una generación rutilante, que no tenía precedente como conjunto: Octavio Paz, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Juan Carlos Onetti, Roa Bastos, Juan Rulfo, Cortázar, Guimaraes Rosa, Cabrera Infante y varios etcéteras de parecido valor.
Eran nuevos modos de escribir, revitalizados desde Europa por otro modo de narrar en el cine, a través del talento creativo de Fellini, la pureza descriptiva de Michelangelo Antonioni y la búsqueda intelectual de directores franceses como Truffaut, Resnais o Goddard.
El hombre llega a la luna y Neil Armstrong le da rostro a la gran aventura espacial; las imágenes de 2001: Una Odisea del espacio de Stanley Kubrick ubican a los humanos en una nueva perspectiva. Las ciudades latinoamericanas se llenan de un público que ve ese cine y lee esos libros. Pero a la vez, crecen en ellas favelas, villas miseria, que aglomeran una población pobre que huye del campo y, amontonada, no saldrá más del paisaje urbano.
En Francia todavía no saben si el legado del 68 existe o si, de existir, debería sobrevivir. En América Latina la revolución socialista no vino. Las dictaduras militares, sí, poblando la década posterior. Pero de ellas se salió cuando la guerra fría dejó de alimentar la violencia de unos y otros. De todo aquello han quedado recuerdos, libros, gente que vive más años, ciudades más modernas y la experiencia de que en la economía no basta querer así como en la política no hay milagros. Esas aventuras nos han dejado la lección -no siempre seguida- de que la lucha por perfeccionar cada día la democracia y asegurarle libertad a la gente, es, todavía, la más revolucionaria de las ideas.
Llegamos a mayo de 2008 y, como es natural, Francia hierve de conmemoraciones, simposios académicos, exposiciones y debates en televisión por los 40 años de su célebre revuelta. Son esas puestas en escena que nadie sabe hacer como los franceses para que el mundo gire en torno de sus événements. Aun mirado en la distancia, cuesta entender cómo aquel episodio estudiantil, comenzado por unos pocos cientos de muchachos en Nanterre, seguido luego de una huelga como tantas, provocara el ruido de una explosión universal cuando no apareció un partido revolucionario con un líder dispuesto a tomar el poder ni, naturalmente, cayó De Gaulle o se derrumbó su régimen. Sin embargo, aquellos episodios tuvieron ese valor simbólico de la revelación, de hacer sonar los clarines de un nuevo tiempo que no había comenzado allí, ni por supuesto terminaría en París. Los hechos en ocasiones tienen esa relevancia. La caída de la Bastilla, una prisión ya sin importancia, hasta hoy es celebrada como la consagración de la Revolución Francesa.
Una mirada desapasionada registra que esos años 60 mostraban una Europa cómoda en su ascenso posterior a la Segunda Guerra Mundial y embarcada en su construcción continental, y unos Estados Unidos que al tiempo que consolidaban su poderío vivían un fortísimo cambio de paradigmas sociales, bastante anterior al de la sociedad francesa. 1959 se había inaugurado, el primer día del año, con la llegada de Fidel Castro al poder en Cuba y pocos meses después comenzaba una confrontación que ya no pudo resolverse con una invasión como en los viejos tiempos: la mamarrachesca derrota de la bahía de Cochinos en 1961, con un Kennedy aprisionado por el establishment, clausuraba ciertas modalidades de la República Imperial pero alumbraba sobre una guerra “fría” que en América Latina sería caliente. El personaje de James Bond sería el símbolo de ese tiempo de espionajes y atentados.
El efluvio revolucionario cubano se extendía por el hemisferio latinoamericano y el joven presidente norteamericano respondió rooseveltianamente con la Alianza para el Progreso, estrategia dirigida a financiar la modernización industrial y disminuir el eco de los ensueños guerrilleros. Fue más elocuente el discurso que los hechos y los asesinatos de John (1963) y Robert Kennedy (1968), más el de Martin Luther King (1968), unidos a la progresiva intervención militar en Vietnam, hundieron en un cono de sombra el liderazgo de los Estados Unidos.
Por debajo de los episodios políticos, los cambios sociales eran tormentosos. La revolución hippie mostraba nuevas pautas de comportamiento de una juventud que ya no aceptaba en los Estados Unidos la vieja moral protestante, y que en Francia se rebelaría contra la antigua familia católica y su estructura educativa jerarquizada. La rebelión en los campus de Berkeley y Columbia proyectaba al mundo universitario esa explosión liberadora, armada con la bomba atómica de la píldora anticonceptiva, cuya irrupción fue mucho más poderosa que la de los “revolucionarios de anfiteatro” de que hablaba Raymond Aron. A partir de allí la mujer desenganchó su sexualidad de la maternidad, tuvo más libertad para trabajar, ganó su independencia económica y, en cada hogar, nada pudo ser como era.
El cambio llegaba hasta la estética. El rock, con los Beatles y los Rollings, globalizaba la juventud con música y hasta vestimenta. En los Estados Unidos irrumpía el pop con Rauschesmberg, Lichtenstein y Andy Warhol, y en Brasil Kubistchek, el 21 de abril de 1960, declaraba inaugurada Brasilia, el nuevo Versalles del siglo XX, la liturgia del Estado en su máxima expresión, catedral del racionalismo arquitectónico que habían diseñado el talento de Lucio Costa y del hoy centenario Oscar Niemeyer. Desgraciadamente, cuatro años después comenzaba allí la nueva oleada de golpes de Estado, cuando el Ejército brasileño terminó con el populismo de Joao Goulart y asumió la dictadura institucionalmente, con un régimen que se nutría de una tecnocracia desarrollista y rotaba cada cuatro años un general en el poder, de modo ordenado y pacífico.
Se viviría así una doble tensión, entre izquierda revolucionaria y reformismo democrático, ejército y partidos políticos, en un vaivén que sabrá de todos los ejemplos. Se viven exitosos intentos desarrollistas como el de Frei en Chile o el de Rómulo Betancourt y sus sucesores en Venezuela. Nacen en Colombia las guerrillas de las FARC y el ELN, aun hoy dramáticamente vigentes, pero su institucionalidad ejemplarmente resiste.
Lo que no ocurre, por desgracia, en la Argentina, que ve derrumbarse el lúcido intento desarrollista de Frondizi y, luego de un período de inestabilidad, irrumpir también una dictadura militar que -bajo el pretexto de combatir la guerrilla- instaura con Onganía un régimen de inspiración franquista que al final sólo consolidará el errático mito peronista.
El Che Guevara fracasa en su intento revolucionario en Bolivia y con ello el proyecto fidelista de hacer de los Andes una Sierra Maestra. Torrijos en Panamá, Torres en Bolivia y Velasco Alvarado en Perú, muestran otro signo de los cambios: son militares de una izquierda nacionalista, no comunista pero independiente de Estados Unidos, con suertes variadas en su gestión, fracasos estrepitosos y éxitos tan resonantes como el tratado que anuncia el fin pacífico de la dominación norteamericana en el Canal que une los dos grandes océanos.
Detrás de las guerrillas están Cuba, la Unión Soviética y sus satélites, Regis Debray y Hebert Marcusse, testimonios éstos del valor deletéreo que poseen las malas ideas. Detrás de la mayoría de los golpes militares, la complicidad o el silencio norteamericanos. En el medio, bombas y botas cobran vidas humanas e instituciones. Aún esta historia se narra en esquema binario de western comercial, con buenos buenísimos de un lado y malos malísimos del otro. La realidad fue mucho más compleja y envueltos en ese torbellino se frustraron muchas vidas y expectativas. Sin embargo, nacieron otras, como la personalidad literaria de Latinoamérica, que adquirió una inédita presencia cultural. El Premio Nobel concedido a Miguel Ángel Asturias, autor de El Señor Presidente, consagró esa presencia honrando a un escritor de la generación anterior, que con Jorge Luis Borges y Alejo Carpentier, ya había alcanzado cumbres. En esos 60, sin embargo, como un aluvión sin fronteras, emergía una generación rutilante, que no tenía precedente como conjunto: Octavio Paz, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Juan Carlos Onetti, Roa Bastos, Juan Rulfo, Cortázar, Guimaraes Rosa, Cabrera Infante y varios etcéteras de parecido valor.
Eran nuevos modos de escribir, revitalizados desde Europa por otro modo de narrar en el cine, a través del talento creativo de Fellini, la pureza descriptiva de Michelangelo Antonioni y la búsqueda intelectual de directores franceses como Truffaut, Resnais o Goddard.
El hombre llega a la luna y Neil Armstrong le da rostro a la gran aventura espacial; las imágenes de 2001: Una Odisea del espacio de Stanley Kubrick ubican a los humanos en una nueva perspectiva. Las ciudades latinoamericanas se llenan de un público que ve ese cine y lee esos libros. Pero a la vez, crecen en ellas favelas, villas miseria, que aglomeran una población pobre que huye del campo y, amontonada, no saldrá más del paisaje urbano.
En Francia todavía no saben si el legado del 68 existe o si, de existir, debería sobrevivir. En América Latina la revolución socialista no vino. Las dictaduras militares, sí, poblando la década posterior. Pero de ellas se salió cuando la guerra fría dejó de alimentar la violencia de unos y otros. De todo aquello han quedado recuerdos, libros, gente que vive más años, ciudades más modernas y la experiencia de que en la economía no basta querer así como en la política no hay milagros. Esas aventuras nos han dejado la lección -no siempre seguida- de que la lucha por perfeccionar cada día la democracia y asegurarle libertad a la gente, es, todavía, la más revolucionaria de las ideas.
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