Por José Ignacio Torreblanca, director de la oficina en Madrid del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores (ECFR) y profesor de la UNED, y Jordi Vaquer i Fanés, coordinador del Programa Europa de la Fundación CIDOB (EL PAÍS, 21/04/08):
Hasta la fecha, la política española respecto a Kosovo ha estado sometida a consideraciones de oportunidad y de política internas. Pero una vez superada la campaña electoral, es el momento de centrar nuestra política en torno al único objetivo legítimo que debe inspirarla: la promoción de la estabilidad en los Balcanes. Por ello, transcurridos dos meses desde la declaración de independencia, y aprovechando la formación de un nuevo Gobierno, España debería reconocer a Kosovo.
Retrospectivamente, es comprensible que el desenlace de la independencia no haya gustado: España, como muchos otros Estados, acertadamente prefería un acuerdo entre las partes, en el marco de un gran consenso europeo e internacional, a una declaración unilateral y no coordinada. Pero el hecho es que hoy existe una nueva realidad, tan innegable como irreversible, cuyo reconocimiento tendrá que llegar en algún momento. Kosovo es de momento un Estado tutelado por la Unión Europea bajo el Plan Ahtisaari, un plan auspiciado por las Naciones Unidas, que España ha apoyado y debe seguir apoyando puesto que constituye la mejor garantía para la construcción de un Estado viable, democrático y respetuoso con los derechos de las personas y las minorías.
Un paso así no cuestionaría la validez de las decisiones tomadas en su día por el anterior Gobierno, ni tampoco debería implicar la adquisición de compromiso alguno respecto a situaciones futuras. Por tanto, el Gobierno español podría seguir manteniendo, como hizo en su momento, que la independencia de Kosovo es un hecho singular que en modo alguno puede ser utilizado como precedente, ni a efectos internos ni internacionales. No se trataría, pues, de reconocer el derecho de Kosovo a declarar la independencia unilateralmente, sino, dejando atrás el debate jurídico, que nos conduce a un callejón sin salida, de constatar y tomar nota adecuada de un hecho: la independencia de Kosovo respecto de Serbia.
El reconocimiento ayudaría al nuevo Estado a consolidarse. Las inversiones extranjeras no llegarán si no hay estabilidad y plena garantía de la irreversibilidad. Tampoco las instituciones democráticas kosovares podrán progresar ni las personas de más valía tendrán incentivos para quedarse y contribuir a la construcción de un Estado viable. Por tanto, sin un apoyo firme y decidido de la UE y de la comunidad internacional, los kosovares, ya sean serbios o albanos, verán truncada su esperanza de un futuro mejor.
Al mismo tiempo, una decisión en este sentido enviaría un importante mensaje a los nacionalistas serbios, y a los que les alientan desde Rusia, demostrando que la UE no es un actor paralizado por sus divisiones.
Hoy por hoy, la falta de reconocimiento envía a las autoridades serbias un mensaje equivocado, al hacerles creer que la independencia es reversible o que, alternativamente, la UE va a tolerar que Belgrado se anexione de facto la región al norte del río Ibar, donde se concentra el 40% de la minoría serbia. Hasta la fecha, la UE ha evitado desplegarse en la zona, para evitar incidentes que puedan radicalizar aún más los ánimos cara a las cruciales elecciones del 11 de mayo. Pero muy pronto la misión de la UE (Eulex) tendrá que desplegarse de nuevo en dicho territorio y poner en marcha las instituciones y las políticas previstas en el Plan Ahtisaari, que prevé un Kosovo democrático y multiétnico.
Adoptando esta posición, el Gobierno español se sumaría a la mayoría de sus aliados más cercanos, que ya han reconocido Kosovo: en concreto, más de dos tercios de los miembros de la UE, entre ellos los mayores defensores de la legalidad internacional como Holanda o los países escandinavos; tres de cada cuatro miembros de la OTAN o de la OCDE, y 20 de los 25 países mejor situados en el Democracy Index que elabora The Economist, incluyendo aquellos que, por razones internas, también tienen una especial sensibilidad hacia estos temas, como Canadá, Bélgica o el Reino Unido.
Una medida así facilitaría también las cosas a dos vecinos clave, Macedonia y a Montenegro, y podría incluso contribuir a revalorizar la diplomacia española si ésta manejara bien sus argumentos y sus contactos y logra así abrir una vía para el reconocimiento por parte de otros Estados hasta la fecha reticentes, especialmente en Latinoamérica y el mundo árabe. De esta manera, el reconocimiento también contribuiría a reforzar la posición de España y su liderazgo dentro de la UE, permitiéndole poner en valor su compromiso balcánico, enorme desde el punto de vista humano y económico y muy dilatado en el tiempo, mostrando que aun cuando situaciones como Kosovo generen dificultades internas, la política exterior española es capaz de gestionar escenarios complejos. Con ello, el Gobierno no sólo contribuiría decisivamente a la estabilidad en la región, sino que ayudaría a resituar a nuestro país en el núcleo del liderazgo europeo en unos momentos cruciales.
Hasta la fecha, la política española respecto a Kosovo ha estado sometida a consideraciones de oportunidad y de política internas. Pero una vez superada la campaña electoral, es el momento de centrar nuestra política en torno al único objetivo legítimo que debe inspirarla: la promoción de la estabilidad en los Balcanes. Por ello, transcurridos dos meses desde la declaración de independencia, y aprovechando la formación de un nuevo Gobierno, España debería reconocer a Kosovo.
Retrospectivamente, es comprensible que el desenlace de la independencia no haya gustado: España, como muchos otros Estados, acertadamente prefería un acuerdo entre las partes, en el marco de un gran consenso europeo e internacional, a una declaración unilateral y no coordinada. Pero el hecho es que hoy existe una nueva realidad, tan innegable como irreversible, cuyo reconocimiento tendrá que llegar en algún momento. Kosovo es de momento un Estado tutelado por la Unión Europea bajo el Plan Ahtisaari, un plan auspiciado por las Naciones Unidas, que España ha apoyado y debe seguir apoyando puesto que constituye la mejor garantía para la construcción de un Estado viable, democrático y respetuoso con los derechos de las personas y las minorías.
Un paso así no cuestionaría la validez de las decisiones tomadas en su día por el anterior Gobierno, ni tampoco debería implicar la adquisición de compromiso alguno respecto a situaciones futuras. Por tanto, el Gobierno español podría seguir manteniendo, como hizo en su momento, que la independencia de Kosovo es un hecho singular que en modo alguno puede ser utilizado como precedente, ni a efectos internos ni internacionales. No se trataría, pues, de reconocer el derecho de Kosovo a declarar la independencia unilateralmente, sino, dejando atrás el debate jurídico, que nos conduce a un callejón sin salida, de constatar y tomar nota adecuada de un hecho: la independencia de Kosovo respecto de Serbia.
El reconocimiento ayudaría al nuevo Estado a consolidarse. Las inversiones extranjeras no llegarán si no hay estabilidad y plena garantía de la irreversibilidad. Tampoco las instituciones democráticas kosovares podrán progresar ni las personas de más valía tendrán incentivos para quedarse y contribuir a la construcción de un Estado viable. Por tanto, sin un apoyo firme y decidido de la UE y de la comunidad internacional, los kosovares, ya sean serbios o albanos, verán truncada su esperanza de un futuro mejor.
Al mismo tiempo, una decisión en este sentido enviaría un importante mensaje a los nacionalistas serbios, y a los que les alientan desde Rusia, demostrando que la UE no es un actor paralizado por sus divisiones.
Hoy por hoy, la falta de reconocimiento envía a las autoridades serbias un mensaje equivocado, al hacerles creer que la independencia es reversible o que, alternativamente, la UE va a tolerar que Belgrado se anexione de facto la región al norte del río Ibar, donde se concentra el 40% de la minoría serbia. Hasta la fecha, la UE ha evitado desplegarse en la zona, para evitar incidentes que puedan radicalizar aún más los ánimos cara a las cruciales elecciones del 11 de mayo. Pero muy pronto la misión de la UE (Eulex) tendrá que desplegarse de nuevo en dicho territorio y poner en marcha las instituciones y las políticas previstas en el Plan Ahtisaari, que prevé un Kosovo democrático y multiétnico.
Adoptando esta posición, el Gobierno español se sumaría a la mayoría de sus aliados más cercanos, que ya han reconocido Kosovo: en concreto, más de dos tercios de los miembros de la UE, entre ellos los mayores defensores de la legalidad internacional como Holanda o los países escandinavos; tres de cada cuatro miembros de la OTAN o de la OCDE, y 20 de los 25 países mejor situados en el Democracy Index que elabora The Economist, incluyendo aquellos que, por razones internas, también tienen una especial sensibilidad hacia estos temas, como Canadá, Bélgica o el Reino Unido.
Una medida así facilitaría también las cosas a dos vecinos clave, Macedonia y a Montenegro, y podría incluso contribuir a revalorizar la diplomacia española si ésta manejara bien sus argumentos y sus contactos y logra así abrir una vía para el reconocimiento por parte de otros Estados hasta la fecha reticentes, especialmente en Latinoamérica y el mundo árabe. De esta manera, el reconocimiento también contribuiría a reforzar la posición de España y su liderazgo dentro de la UE, permitiéndole poner en valor su compromiso balcánico, enorme desde el punto de vista humano y económico y muy dilatado en el tiempo, mostrando que aun cuando situaciones como Kosovo generen dificultades internas, la política exterior española es capaz de gestionar escenarios complejos. Con ello, el Gobierno no sólo contribuiría decisivamente a la estabilidad en la región, sino que ayudaría a resituar a nuestro país en el núcleo del liderazgo europeo en unos momentos cruciales.
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