Por LLUÍS BASSETS (El País.com, 17/04/2008)
Éste es un viaje especial. En el que se encuentran el mayor imperio espiritual y el mayor imperio terrestre y sus respectivos emperadores, el sumo pontífice romano y el presidente de los Estados Unidos de América. Tiene una dimensión universal innegable. Por el alcance de las respectivas vocaciones de ambos poderes, pero también por la agenda de cuestiones internacionales que ocuparán las conversaciones: el terrorismo en el mundo musulmán, el hambre en África, la situación política de Líbano, los derechos humanos en el mundo... Pero tiene a la vez una dimensión particular. Es el viaje de la autoridad religiosa más reconocida del planeta a un país que sitúa las creencias y la expresión pública y abierta de la fe en alguna divinidad en un lugar especial de la vida política. Y que cuenta al catolicismo como una de sus más extensas confesiones religiosas, en la que está adscrito uno de cada cuatro ciudadanos.
La comparación entre las ideas y actitudes religiosas de los dos emperadores, el terrenal y el espiritual, es un ejercicio sugerente, que aquí sólo se puede esbozar. Baste con mencionar la síntesis del biógrafo de uno de ellos, Jacob Weisberg (The Bush Tragedy): "El mejor término para la fe de Bush es la autoayuda metodista", bien lejos de la sólida fe de Ratzinger, la propia de uno de los mayores catedráticos de teología de la universidad alemana. Weisberg añade que "si Bush hace proselitismo no es para su confesión ni siquiera para el cristianismo, sino por el poder de la fe en sí misma". La fe le ayudó a abandonar el alcohol y le condujo, como cristiano renacido, a entrar en política. "Si la teología de Bush está vacía de contenido, su aplicación a la política es hábil y sofisticada", escribe su biógrafo. Sin esa función de la religión y su impacto, principalmente en el Biblebelt (los estados del llamado cinturón bíblico), no es posible explicar los éxitos electorales de Bush y el proyecto, éste fracasado, de Karl Rove, su asesor electoral, de convertir al Partido Republicano en la fuerza hegemónica para los próximos 20 años.
Una tercera organización de vocación también universal como Naciones Unidas entrará en juego en este viaje, pero en su caso ofreciendo una tribuna al Papa para que desarrolle el argumento mayor de su papado, que consiste en identificar los valores del catolicismo con los de una ley natural válida y exigible en todo el mundo. En nombre de ese universalismo, Roma quiere imponer su panoplia de valores conservadores contra el aborto y la contracepción, la investigación con células madre, o la ayuda a morir dignamente, junto a los más progresistas, como su oposición a la pena de muerte o a la idea de una guerra preventiva, como fue la invasión de Irak por EE UU. En el primer capítulo hay una coincidencia profunda entre las ideas neocon que han marcado la presidencia de George Bush, mientras que en el segundo se produce una seria divergencia, pues el Vaticano funciona con conceptos similares a los Estados europeos, más proclives a la acción diplomática y al multilateralismo.
El capítulo de coincidencias entre el neocon Bush y el teocon Ratzinger no es en absoluto superficial. La confesión metodista de Bush descarta, como el catolicismo, la idea de predestinación. La universalidad de la fe, como mínimo en su utilidad, le acerca al antirrelativismo del Papa, incluso como forma de reacción a sus respectivas experiencias históricas: Bush frente a la contracultura norteamericana de los años 60 y Ratzinger frente a Mayo del 68. Bush tiene mucho de católico en su actitud religiosa. Como lo tenía Blair, hasta el punto de que se convirtió. También Ratzinger tiene algo de americano, según se desprende de sus propias declaraciones en el avión antes de pisar Estados Unidos, pues envidia la estrecha vinculación entre identidad personal y religión y la idea "de un Estado secular que abre la posibilidad a todas las confesiones y todas las formas de ejercicio religioso" y es "exactamente lo contrario de la religión del Estado".
Finalmente, el cuarto vértice del viaje es el encuentro entre el pastor y su grey, una de las más numerosas y más ricas del mundo, y también una de las más desorientadas y desmoralizadas, por causa del escándalo de los curas pederastas. Coincide, además, en año electoral con tres candidatos en dura competencia, cada uno de los cuales quiere aprovechar estos días para acercarse a un grupo humano de peso decisivo, que tradicionalmente votaba demócrata, pero en la última elección presidencial se decantó por el candidato republicano. Es difícil escrutar los designios divinos que hay en un viaje de tan múltiples facetas políticas. Pero sin duda los hay y tendrán efectos. Esto es alta política.
Éste es un viaje especial. En el que se encuentran el mayor imperio espiritual y el mayor imperio terrestre y sus respectivos emperadores, el sumo pontífice romano y el presidente de los Estados Unidos de América. Tiene una dimensión universal innegable. Por el alcance de las respectivas vocaciones de ambos poderes, pero también por la agenda de cuestiones internacionales que ocuparán las conversaciones: el terrorismo en el mundo musulmán, el hambre en África, la situación política de Líbano, los derechos humanos en el mundo... Pero tiene a la vez una dimensión particular. Es el viaje de la autoridad religiosa más reconocida del planeta a un país que sitúa las creencias y la expresión pública y abierta de la fe en alguna divinidad en un lugar especial de la vida política. Y que cuenta al catolicismo como una de sus más extensas confesiones religiosas, en la que está adscrito uno de cada cuatro ciudadanos.
La comparación entre las ideas y actitudes religiosas de los dos emperadores, el terrenal y el espiritual, es un ejercicio sugerente, que aquí sólo se puede esbozar. Baste con mencionar la síntesis del biógrafo de uno de ellos, Jacob Weisberg (The Bush Tragedy): "El mejor término para la fe de Bush es la autoayuda metodista", bien lejos de la sólida fe de Ratzinger, la propia de uno de los mayores catedráticos de teología de la universidad alemana. Weisberg añade que "si Bush hace proselitismo no es para su confesión ni siquiera para el cristianismo, sino por el poder de la fe en sí misma". La fe le ayudó a abandonar el alcohol y le condujo, como cristiano renacido, a entrar en política. "Si la teología de Bush está vacía de contenido, su aplicación a la política es hábil y sofisticada", escribe su biógrafo. Sin esa función de la religión y su impacto, principalmente en el Biblebelt (los estados del llamado cinturón bíblico), no es posible explicar los éxitos electorales de Bush y el proyecto, éste fracasado, de Karl Rove, su asesor electoral, de convertir al Partido Republicano en la fuerza hegemónica para los próximos 20 años.
Una tercera organización de vocación también universal como Naciones Unidas entrará en juego en este viaje, pero en su caso ofreciendo una tribuna al Papa para que desarrolle el argumento mayor de su papado, que consiste en identificar los valores del catolicismo con los de una ley natural válida y exigible en todo el mundo. En nombre de ese universalismo, Roma quiere imponer su panoplia de valores conservadores contra el aborto y la contracepción, la investigación con células madre, o la ayuda a morir dignamente, junto a los más progresistas, como su oposición a la pena de muerte o a la idea de una guerra preventiva, como fue la invasión de Irak por EE UU. En el primer capítulo hay una coincidencia profunda entre las ideas neocon que han marcado la presidencia de George Bush, mientras que en el segundo se produce una seria divergencia, pues el Vaticano funciona con conceptos similares a los Estados europeos, más proclives a la acción diplomática y al multilateralismo.
El capítulo de coincidencias entre el neocon Bush y el teocon Ratzinger no es en absoluto superficial. La confesión metodista de Bush descarta, como el catolicismo, la idea de predestinación. La universalidad de la fe, como mínimo en su utilidad, le acerca al antirrelativismo del Papa, incluso como forma de reacción a sus respectivas experiencias históricas: Bush frente a la contracultura norteamericana de los años 60 y Ratzinger frente a Mayo del 68. Bush tiene mucho de católico en su actitud religiosa. Como lo tenía Blair, hasta el punto de que se convirtió. También Ratzinger tiene algo de americano, según se desprende de sus propias declaraciones en el avión antes de pisar Estados Unidos, pues envidia la estrecha vinculación entre identidad personal y religión y la idea "de un Estado secular que abre la posibilidad a todas las confesiones y todas las formas de ejercicio religioso" y es "exactamente lo contrario de la religión del Estado".
Finalmente, el cuarto vértice del viaje es el encuentro entre el pastor y su grey, una de las más numerosas y más ricas del mundo, y también una de las más desorientadas y desmoralizadas, por causa del escándalo de los curas pederastas. Coincide, además, en año electoral con tres candidatos en dura competencia, cada uno de los cuales quiere aprovechar estos días para acercarse a un grupo humano de peso decisivo, que tradicionalmente votaba demócrata, pero en la última elección presidencial se decantó por el candidato republicano. Es difícil escrutar los designios divinos que hay en un viaje de tan múltiples facetas políticas. Pero sin duda los hay y tendrán efectos. Esto es alta política.
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