Por Boban Minic, periodista bosnio afincado en Catalunya (EL PERIÓDICO, 28/04/08):
Carla del Ponte, la ex fiscal general del Tribunal Penal Internacional de La Haya para los crímenes cometidos en la antigua Yugoslavia, ha escrito sus memorias, tituladas La caza. Yo y los criminales de guerra. Es su confesión personal y, como sucede con toda la literatura memorialística, un intento de saldar cuentas. O de limpiar la conciencia. Carla del Ponte se ha ido frustrada: los principales acusados por los crímenes y el infierno balcánico todavía están fuera del alcance de la justicia. Muchos de ellos ya se han muerto por causas naturales sin recibir el castigo que se merecían.
La mayoría de los crímenes y criminales que Del Ponte menciona en su libro ya eran conocidos. Lo que me impactó, aunque no me sorprendió, son los nuevos detalles de la última guerra de Kosovo. Comprobando los relatos de una fuente periodística, Del Ponte descubrió que, en el verano de 1999, el UÇK (el Ejército de Liberación de Kosovo) trasladó a unos 300 secuestrados –la mayoría serbios y gitanos, aunque también había bosnios y de otras nacionalidades– a un lugar del norte de Albania, donde, según los testigos, les sacaron los órganos y, a través de las redes internacionales, los vendieron a las clínicas occidentales.
LOS DETALLES de los testimonios son escalofriantes. A algunos les sacaban primero un riñón, los devolvían a la “casa amarilla” y al cabo de unos días les sacaban el otro. Su cuerpo, que ya no servía, era enterrado a las afueras. Los prisioneros rogaban que les mataran de golpe para no sufrir.
Los investigadores del TPI, cuenta el libro, encontraron la casa donde se practicaban las operaciones, ahora pintada de blanco pero todavía con restos de amarillo bajo la pintura nueva. Pero como los periodistas no quisieron desvelar sus fuentes y los testigos descubiertos no querían o no se atrevían a testificar, la fiscal –sin testigos ni cadáveres– no pudo formular la acusación. Los 300 prisioneros identificados como víctimas de esta práctica aún figuran oficialmente como personas desaparecidas.
Digo que estoy conmocionado, pero no sorprendido. En varios artículos en este mismo periódico, siempre defendiendo a las víctimas sin diferenciar qué prefijo nacional llevaban, he alertado de que en los Balcanes ser bueno o malo depende de las circunstancias, y que las víctimas de hoy serán los verdugos mañana y al revés. El libro de Del Ponte lo afirma de forma indiscutible. ¿Servirá para aprender la lección? No lo creo, porque esta lección no se aprenderá nunca.
A la espera de la traducción de esta obra, he podido leer de ella solo fragmentos sacados de la prensa internacional y de los periódicos de Sarajevo. Las revelaciones de la ex fiscal, como se podía esperar, han desatado una verdadera tormenta en los Balcanes, pero el viento, parece, se extiende con rapidez hasta Suiza, La Haya, Buenos Aires y Nueva York. En Serbia, y antes de la aparición del libro, Del Ponte ya era persona non grata por la “desproporción y exceso” en número de los serbios acusados de crímenes ante el Tribunal de La Haya. En Croacia tampoco la adoraban porque, según la opinión pública, ponía en el mismo saco “a los nuestros y sus hijos de puta”. Las palabrotas no son de mi cosecha, sino extraídas del libro, donde la autora, liberando toda la rabia y la angustia causada por los escalofriantes testimonios de las víctimas que, como fiscal, escuchó durante los años, llama a los serbios literalmente “hijos de puta”, y a los croatas, “hijos de puta pérfidos”.
Al acusar al primer ministro de Kosovo –al que llama “la serpiente”– de conocer y encubrir el tráfico de órganos de los prisioneros de su Ejército, Del Ponte provocó la ira conjunta y orquestada de los tres países balcánicos. Belgrado envió una carta a las direcciones de la ONU y TPI pidiendo la prohibición del libro. Los mismos pasos han anunciado los croatas. Y los kosovares, los que más ofendidos se sienten por las graves imputaciones contra sus dirigentes, atacan con artillería pesada.
EL ENFADO es colosal, pero la autora contaba con ello. Con lo que puede que no contara es con la reacción de su propio país, en cuyo nombre ejerce, desde que abandonó el TPI, de embajadora en Argentina. Por su conducta “poco diplomática, parcial e incompatible con su condición de juez y el papel de embajadora”, el ministro de Asuntos Exteriores suizo la invitó a renunciar a su cargo o sería el propio país el que le quitara la inmunidad diplomática y la dejara de esta manera a merced de los leones. (Suiza siempre quiere mantener la neutralidad, incluso cuando ser neutral significa ser inmoral).
¿Se derrumban los puentes de Carla del Ponte? Berna ya ha prohibido la promoción del libro en Suiza e Italia. Hoy se reúne el Comité de Asuntos Exteriores suizo, en el que se decidirá el futuro de la que todo apunta ya que será ex embajadora.
Este artículo no pretende defenderla, y aún menos, acusarla. No es mi papel como periodista. Como jurista (aunque nunca ejercí la profesión), sé que sin pruebas firmes no se puede acusar a nadie y tampoco señalarle, aunque sea solo en un libro, y en este sentido puede que las palabras de Del Ponte sean políticamente incorrectas e inoportunas. Lo que sí defiendo y defenderé siempre es su integridad moral y valentía, aunque algo tardías. Espero que esto no sea el final de la carrera de una mujer que siempre ha creído en la justicia.
Carla del Ponte, la ex fiscal general del Tribunal Penal Internacional de La Haya para los crímenes cometidos en la antigua Yugoslavia, ha escrito sus memorias, tituladas La caza. Yo y los criminales de guerra. Es su confesión personal y, como sucede con toda la literatura memorialística, un intento de saldar cuentas. O de limpiar la conciencia. Carla del Ponte se ha ido frustrada: los principales acusados por los crímenes y el infierno balcánico todavía están fuera del alcance de la justicia. Muchos de ellos ya se han muerto por causas naturales sin recibir el castigo que se merecían.
La mayoría de los crímenes y criminales que Del Ponte menciona en su libro ya eran conocidos. Lo que me impactó, aunque no me sorprendió, son los nuevos detalles de la última guerra de Kosovo. Comprobando los relatos de una fuente periodística, Del Ponte descubrió que, en el verano de 1999, el UÇK (el Ejército de Liberación de Kosovo) trasladó a unos 300 secuestrados –la mayoría serbios y gitanos, aunque también había bosnios y de otras nacionalidades– a un lugar del norte de Albania, donde, según los testigos, les sacaron los órganos y, a través de las redes internacionales, los vendieron a las clínicas occidentales.
LOS DETALLES de los testimonios son escalofriantes. A algunos les sacaban primero un riñón, los devolvían a la “casa amarilla” y al cabo de unos días les sacaban el otro. Su cuerpo, que ya no servía, era enterrado a las afueras. Los prisioneros rogaban que les mataran de golpe para no sufrir.
Los investigadores del TPI, cuenta el libro, encontraron la casa donde se practicaban las operaciones, ahora pintada de blanco pero todavía con restos de amarillo bajo la pintura nueva. Pero como los periodistas no quisieron desvelar sus fuentes y los testigos descubiertos no querían o no se atrevían a testificar, la fiscal –sin testigos ni cadáveres– no pudo formular la acusación. Los 300 prisioneros identificados como víctimas de esta práctica aún figuran oficialmente como personas desaparecidas.
Digo que estoy conmocionado, pero no sorprendido. En varios artículos en este mismo periódico, siempre defendiendo a las víctimas sin diferenciar qué prefijo nacional llevaban, he alertado de que en los Balcanes ser bueno o malo depende de las circunstancias, y que las víctimas de hoy serán los verdugos mañana y al revés. El libro de Del Ponte lo afirma de forma indiscutible. ¿Servirá para aprender la lección? No lo creo, porque esta lección no se aprenderá nunca.
A la espera de la traducción de esta obra, he podido leer de ella solo fragmentos sacados de la prensa internacional y de los periódicos de Sarajevo. Las revelaciones de la ex fiscal, como se podía esperar, han desatado una verdadera tormenta en los Balcanes, pero el viento, parece, se extiende con rapidez hasta Suiza, La Haya, Buenos Aires y Nueva York. En Serbia, y antes de la aparición del libro, Del Ponte ya era persona non grata por la “desproporción y exceso” en número de los serbios acusados de crímenes ante el Tribunal de La Haya. En Croacia tampoco la adoraban porque, según la opinión pública, ponía en el mismo saco “a los nuestros y sus hijos de puta”. Las palabrotas no son de mi cosecha, sino extraídas del libro, donde la autora, liberando toda la rabia y la angustia causada por los escalofriantes testimonios de las víctimas que, como fiscal, escuchó durante los años, llama a los serbios literalmente “hijos de puta”, y a los croatas, “hijos de puta pérfidos”.
Al acusar al primer ministro de Kosovo –al que llama “la serpiente”– de conocer y encubrir el tráfico de órganos de los prisioneros de su Ejército, Del Ponte provocó la ira conjunta y orquestada de los tres países balcánicos. Belgrado envió una carta a las direcciones de la ONU y TPI pidiendo la prohibición del libro. Los mismos pasos han anunciado los croatas. Y los kosovares, los que más ofendidos se sienten por las graves imputaciones contra sus dirigentes, atacan con artillería pesada.
EL ENFADO es colosal, pero la autora contaba con ello. Con lo que puede que no contara es con la reacción de su propio país, en cuyo nombre ejerce, desde que abandonó el TPI, de embajadora en Argentina. Por su conducta “poco diplomática, parcial e incompatible con su condición de juez y el papel de embajadora”, el ministro de Asuntos Exteriores suizo la invitó a renunciar a su cargo o sería el propio país el que le quitara la inmunidad diplomática y la dejara de esta manera a merced de los leones. (Suiza siempre quiere mantener la neutralidad, incluso cuando ser neutral significa ser inmoral).
¿Se derrumban los puentes de Carla del Ponte? Berna ya ha prohibido la promoción del libro en Suiza e Italia. Hoy se reúne el Comité de Asuntos Exteriores suizo, en el que se decidirá el futuro de la que todo apunta ya que será ex embajadora.
Este artículo no pretende defenderla, y aún menos, acusarla. No es mi papel como periodista. Como jurista (aunque nunca ejercí la profesión), sé que sin pruebas firmes no se puede acusar a nadie y tampoco señalarle, aunque sea solo en un libro, y en este sentido puede que las palabras de Del Ponte sean políticamente incorrectas e inoportunas. Lo que sí defiendo y defenderé siempre es su integridad moral y valentía, aunque algo tardías. Espero que esto no sea el final de la carrera de una mujer que siempre ha creído en la justicia.
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