Por Juan Antonio Sagardoy Bengoechea, de la Real Academia de Jurisprude y Legislación (ABC, 15/04/08):
Definitivamente, la inmigración es el tema estrella en las preocupaciones de la Unión Europea y lo será cada vez de modo más acuciante. Por un lado, somos una ciudadela sitiada, pero por otro somos una ciudad abierta y necesitada de nuevos impulsos demográficos si queremos mantener nuestro estatus económico.
Y si es un tema central, parece necesario enfocarlo con el mayor rigor sin caer en demagogias o sentimentalismos. Si en la mayoría de nuestras actuaciones obramos de acuerdo con lo que viene en llamarse lo políticamente correcto, en la inmigración se agudiza esa tendencia puesto que los términos xenofobia y racismo surgen a la menor propuesta de sensatez y realismo. Por ejemplo, sería muy difícil lograr que, aquellos que claman contra el racismo al menor motivo, tuvieran, con agrado de vecinos en su comunidad de propietarios, a inmigrantes del Tercer Mundo. Pero lo políticamente correcto es la defensa indiscriminada de los inmigrantes sin mayores matizaciones. Y hay mucho que matizar.
Asimismo, y por ejemplo, no es políticamente correcto unir la delincuencia a los inmigrantes, cuando la cuestión no es esa abstracción sino los datos estadísticos. Y si éstos nos dicen que la delincuencia tiene autoría mayoritaria en los inmigrantes, pues a ello habrá que atenerse y si no es así, pues la equivalencia será errónea. Realismo y no ficción. Lo primero que debemos tener en cuenta es que, según el artículo 13.2 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, toda persona tiene derecho a la libertad de circulación, pero la libertad para emigrar no se acompaña de un correspondiente derecho a entrar en otro país como inmigrante. De ahí que sea perfectamente legítimo establecer controles, condiciones y restricciones para la entrada y permanencia en el territorio y para el acceso a actividades profesionales a los extranjeros. Esto es muy importante tenerlo en cuenta, ya que es frecuente oír voces en la Unión Europea partidarias de la entrada indiscriminada de inmigrantes -en aras de los derechos humanos-, o si se quiere, voces contrarias a la legislación limitadora del ingreso de inmigrantes.
Es pacífico admitir que las causas de la imparable inmigración son fundamentalmente la desigualdad y la globalización. Como dice Seidman «los que claman antes nuestras puertas es porque tienen hambre». Los inmigrantes vienen en la mayoría de los casos, porque en sus países hay pobreza y en los países de acogida prosperidad. Esto es especialmente aplicable a los países del África occidental que tienen una situación económica peor que hace 30 años, con una población que desde 1980 ha pasado de 53 a 100 millones de personas y, simultáneamente, los países desarrollados tienen una tasa de natalidad escandalosamente baja y un envejecimiento progresivo de su población. Para Canadá, por ejemplo, se prevé que en 2030 el 100 por 100 del crecimiento neto de la población vendrá de los inmigrantes. Por tanto, hay un deseo (venir) y una necesidad (recibir) que han de conjuntarse armónicamente. Ahí está el núcleo de la cuestión.
Y si es así, como lo es, merece una fuerte censura, por parte de los ciudadanos, que los partidos políticos, especialmente los mayoritarios, no se pongan de acuerdo en el tema de la inmigración. Doctrina y procedimiento. Doctrina para saber a qué atenernos y procedimiento para encauzar la inmigración hacia metas de integración. Hay que ponerse de acuerdo. Y para ese acuerdo, puede ser útil repasar brevemente las políticas que se están poniendo en práctica en la Unión Europea, donde resulta llamativo como cada vez tales políticas son más claras, más rotundas, más exigentes y más consensuadas.
La Unión Europea camina hacia una política común de inmigración de modo progresivo, porque es necesaria desde el punto de vista positivo y porque no hacerlo nos llevaría al caos, desde el punto de vista negativo. Desde el Tratado de Ámsterdam (1999) hasta el Convenio Europeo de Bruselas (2006), pasando por Tampere (1999), Laeken (2001), Salónica (2003) y La Haya (2004) la Unión Europea está embarcada de un modo muy firme en dotarse de unos principios, unos recursos y unos procedimientos comunes que hagan de la inmigración algo positivo, para los inmigrantes y para los nacionales.
Puede ser útil recordar algunos de los principios básicos comunes que sentó en 2004 el Programa de La Haya. Destacaría cuatro:
La integración es un proceso bidireccional y dinámico de ajuste mutuo por parte de todos los inmigrantes y residentes de los Estados Miembros.
La integración implica el respeto de los valores básicos de la Unión Europea.
Un conocimiento básico del idioma, la historia y las instituciones de la sociedad de acogida es indispensable para la integración.
La práctica de diversas culturas y religiones está garantizada por la Carta de los Derechos Fundamentales y debe quedar salvaguardada, a menos que dichas prácticas entren en conflicto con otros derechos europeos inviolables o con la legislación nacional.
Estos principios, más los otros que componen los principios básicos comunes, son de una claridad meridiana y no menor razonabilidad. Se sea de un partido político o de otro de signo distinto, y lo que no puede alegarse es un derecho global e indiferenciado de los inmigrantes a conductas y actuaciones contrario a los principios democráticos que inspiran nuestras Constituciones.
En línea con tales principios, los distintos países de la Unión Europea, que son tradicionales países de acogida, están tomando de modo progresivo medidas enérgicas y claras para lograr que los inmigrantes se integren en el país en el que desean permanecer, sin que ello suponga un atentado a sus derechos fundamentales como persona. Lo que parece inadmisible es que, en pro de lo «políticamente correcto», los inmigrantes no respeten los principios básicos de nuestros sistemas democráticos y no acepten la integración -con todas las salvedades lógicas- en el modo de vida occidental. No es que devolvamos a muchos de los países de origen de la inmigración sus propios métodos -que también es un argumento- sino que aceptar lo contrario es prestarse a situaciones altamente conflictivas y a un uso fraudulento de los valores democráticos para fines personales.
Pérez Menayo, en un interesante trabajo sobre los modelos político-jurídicos migratorios, hace una descripción analítica de las últimas reformas en la UE en materia de inmigración y, en todas ellas, se aprecia como signo común, la progresiva exigencia de que el inmigrante haga esfuerzos sinceros -dándole las ayudas oportunas- para integrarse en el país de acogida.
Por citar sólo el ejemplo de Alemania, la Ley de Inmigración dispone que la inmigración de cónyuges desde el extranjero sólo será posible si previamente han adquirido conocimientos del alemán (salvo ciudadanos comunitarios, de EE.UU., Japón y Australia) y son mayores de 18 años. Los inmigrantes obligados a participar en un curso de integración (clases de alemán, historia, derecho y cultura) tendrán que pagar una multa de hasta 1.000 euros, si no participan de modo regular. Los extranjeros jóvenes que quieran naturalizarse al cumplir 18 años tienen que demostrar que disponen de ingresos suficientes para mantenerse. Asimismo, se prevén clases de alemán de 600 horas. De modo similar, en Francia, la nueva Ley 911/2006 establece el «contrato de acogida e integración» por el que el inmigrante se compromete a seguir una formación cívica y lingüística.
En definitiva, esta política europea -que se complementa con la de atraer talento especializado- es una apuesta por la praxis y por la razonabilidad, que no debe verse enturbiada por criterios partidistas y, por tanto, miopes. Es necesario y urgente entre nosotros un pacto de Estado sobre un tema tan trascendente.
Definitivamente, la inmigración es el tema estrella en las preocupaciones de la Unión Europea y lo será cada vez de modo más acuciante. Por un lado, somos una ciudadela sitiada, pero por otro somos una ciudad abierta y necesitada de nuevos impulsos demográficos si queremos mantener nuestro estatus económico.
Y si es un tema central, parece necesario enfocarlo con el mayor rigor sin caer en demagogias o sentimentalismos. Si en la mayoría de nuestras actuaciones obramos de acuerdo con lo que viene en llamarse lo políticamente correcto, en la inmigración se agudiza esa tendencia puesto que los términos xenofobia y racismo surgen a la menor propuesta de sensatez y realismo. Por ejemplo, sería muy difícil lograr que, aquellos que claman contra el racismo al menor motivo, tuvieran, con agrado de vecinos en su comunidad de propietarios, a inmigrantes del Tercer Mundo. Pero lo políticamente correcto es la defensa indiscriminada de los inmigrantes sin mayores matizaciones. Y hay mucho que matizar.
Asimismo, y por ejemplo, no es políticamente correcto unir la delincuencia a los inmigrantes, cuando la cuestión no es esa abstracción sino los datos estadísticos. Y si éstos nos dicen que la delincuencia tiene autoría mayoritaria en los inmigrantes, pues a ello habrá que atenerse y si no es así, pues la equivalencia será errónea. Realismo y no ficción. Lo primero que debemos tener en cuenta es que, según el artículo 13.2 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, toda persona tiene derecho a la libertad de circulación, pero la libertad para emigrar no se acompaña de un correspondiente derecho a entrar en otro país como inmigrante. De ahí que sea perfectamente legítimo establecer controles, condiciones y restricciones para la entrada y permanencia en el territorio y para el acceso a actividades profesionales a los extranjeros. Esto es muy importante tenerlo en cuenta, ya que es frecuente oír voces en la Unión Europea partidarias de la entrada indiscriminada de inmigrantes -en aras de los derechos humanos-, o si se quiere, voces contrarias a la legislación limitadora del ingreso de inmigrantes.
Es pacífico admitir que las causas de la imparable inmigración son fundamentalmente la desigualdad y la globalización. Como dice Seidman «los que claman antes nuestras puertas es porque tienen hambre». Los inmigrantes vienen en la mayoría de los casos, porque en sus países hay pobreza y en los países de acogida prosperidad. Esto es especialmente aplicable a los países del África occidental que tienen una situación económica peor que hace 30 años, con una población que desde 1980 ha pasado de 53 a 100 millones de personas y, simultáneamente, los países desarrollados tienen una tasa de natalidad escandalosamente baja y un envejecimiento progresivo de su población. Para Canadá, por ejemplo, se prevé que en 2030 el 100 por 100 del crecimiento neto de la población vendrá de los inmigrantes. Por tanto, hay un deseo (venir) y una necesidad (recibir) que han de conjuntarse armónicamente. Ahí está el núcleo de la cuestión.
Y si es así, como lo es, merece una fuerte censura, por parte de los ciudadanos, que los partidos políticos, especialmente los mayoritarios, no se pongan de acuerdo en el tema de la inmigración. Doctrina y procedimiento. Doctrina para saber a qué atenernos y procedimiento para encauzar la inmigración hacia metas de integración. Hay que ponerse de acuerdo. Y para ese acuerdo, puede ser útil repasar brevemente las políticas que se están poniendo en práctica en la Unión Europea, donde resulta llamativo como cada vez tales políticas son más claras, más rotundas, más exigentes y más consensuadas.
La Unión Europea camina hacia una política común de inmigración de modo progresivo, porque es necesaria desde el punto de vista positivo y porque no hacerlo nos llevaría al caos, desde el punto de vista negativo. Desde el Tratado de Ámsterdam (1999) hasta el Convenio Europeo de Bruselas (2006), pasando por Tampere (1999), Laeken (2001), Salónica (2003) y La Haya (2004) la Unión Europea está embarcada de un modo muy firme en dotarse de unos principios, unos recursos y unos procedimientos comunes que hagan de la inmigración algo positivo, para los inmigrantes y para los nacionales.
Puede ser útil recordar algunos de los principios básicos comunes que sentó en 2004 el Programa de La Haya. Destacaría cuatro:
La integración es un proceso bidireccional y dinámico de ajuste mutuo por parte de todos los inmigrantes y residentes de los Estados Miembros.
La integración implica el respeto de los valores básicos de la Unión Europea.
Un conocimiento básico del idioma, la historia y las instituciones de la sociedad de acogida es indispensable para la integración.
La práctica de diversas culturas y religiones está garantizada por la Carta de los Derechos Fundamentales y debe quedar salvaguardada, a menos que dichas prácticas entren en conflicto con otros derechos europeos inviolables o con la legislación nacional.
Estos principios, más los otros que componen los principios básicos comunes, son de una claridad meridiana y no menor razonabilidad. Se sea de un partido político o de otro de signo distinto, y lo que no puede alegarse es un derecho global e indiferenciado de los inmigrantes a conductas y actuaciones contrario a los principios democráticos que inspiran nuestras Constituciones.
En línea con tales principios, los distintos países de la Unión Europea, que son tradicionales países de acogida, están tomando de modo progresivo medidas enérgicas y claras para lograr que los inmigrantes se integren en el país en el que desean permanecer, sin que ello suponga un atentado a sus derechos fundamentales como persona. Lo que parece inadmisible es que, en pro de lo «políticamente correcto», los inmigrantes no respeten los principios básicos de nuestros sistemas democráticos y no acepten la integración -con todas las salvedades lógicas- en el modo de vida occidental. No es que devolvamos a muchos de los países de origen de la inmigración sus propios métodos -que también es un argumento- sino que aceptar lo contrario es prestarse a situaciones altamente conflictivas y a un uso fraudulento de los valores democráticos para fines personales.
Pérez Menayo, en un interesante trabajo sobre los modelos político-jurídicos migratorios, hace una descripción analítica de las últimas reformas en la UE en materia de inmigración y, en todas ellas, se aprecia como signo común, la progresiva exigencia de que el inmigrante haga esfuerzos sinceros -dándole las ayudas oportunas- para integrarse en el país de acogida.
Por citar sólo el ejemplo de Alemania, la Ley de Inmigración dispone que la inmigración de cónyuges desde el extranjero sólo será posible si previamente han adquirido conocimientos del alemán (salvo ciudadanos comunitarios, de EE.UU., Japón y Australia) y son mayores de 18 años. Los inmigrantes obligados a participar en un curso de integración (clases de alemán, historia, derecho y cultura) tendrán que pagar una multa de hasta 1.000 euros, si no participan de modo regular. Los extranjeros jóvenes que quieran naturalizarse al cumplir 18 años tienen que demostrar que disponen de ingresos suficientes para mantenerse. Asimismo, se prevén clases de alemán de 600 horas. De modo similar, en Francia, la nueva Ley 911/2006 establece el «contrato de acogida e integración» por el que el inmigrante se compromete a seguir una formación cívica y lingüística.
En definitiva, esta política europea -que se complementa con la de atraer talento especializado- es una apuesta por la praxis y por la razonabilidad, que no debe verse enturbiada por criterios partidistas y, por tanto, miopes. Es necesario y urgente entre nosotros un pacto de Estado sobre un tema tan trascendente.
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