Por Josep María Soler, Abad de Montserrat (EL PERIÓDICO, 18/04/08):
Cada día que pasa se ve más claro el sentido de la reciente celebración en Montserrat del encuentro internacional sobre el papel de las religiones en la construcción de la paz. Promovido por la Fundació Cultura de Pau y en el marco del 60° aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, ha mostrado una vez más la necesidad de reafirmar ciertos principios dados por supuestos, así como la oportunidad de encontrarse con representantes del mundo de las religiones. Esto se ha hecho a un alto nivel de dignatarios que, más allá del brillo de un acto protocolario, adquiere un compromiso tan urgente como útil.
El documento que, por voluntad de la fundación promotora, lleva el nombre de Declaración de Montserrat habla de la rapidez y la eficacia con que hay que trabajar en este terreno. Efectivamente, una cultura de diálogo, de alianza, de no-violencia y de paz debe construirse con un respeto hacia los derechos humanos. Para establecerla, se necesita el convencimiento de que las religiones, en lo que tienen de respuesta a los interrogantes más profundos de la existencia humana, solo pueden mostrar eficazmente su identidad si están en sintonía con lo que la terminología moderna ha dado en llamar derechos del hombre.
POR OTRO LADO, estos derechos humanos encuentran su base en una ética que responde a unos principios que trascienden la propia complejidad del corazón humano. Es aquí donde cada religión tiene una referencia a la revelación, que es como decir que el hombre no puede quedarse encerrado en sí mismo. Y es también aquí donde la historia muestra que las diversas tradiciones religiosas confluyen en unos principios que superan la variedad de cada una para converger en una “regla de oro” común. Dado que son religiones que nos quedan más cerca, podemos recordar que la tradición judía ha centrado esta regla en el Decálogo, y la cristiana ha profundizado los diez mandamientos a la luz del único precepto del amor, enseñado y practicado por Jesús.
En estos días, la visita del papa Benedicto XVI a la Organización de las Naciones Unidas vuelve a poner de manifiesto la confluencia del ideal cristiano con la práctica de los derechos humanos. Y se convierte de nuevo en un reto el papel de Montserrat a la luz de su tradición secular; la acogida que ha propiciado a esta Declaración no es más que el último eslabón de una larga cadena de esta tradición. Nunca está de más reflexionar sobre el fundamento de los derechos humanos, su unidad, su carácter indivisible, la necesidad de su promoción.
UN MONASTERIO es un lugar en el que los monjes están bajo la mirada divina en la ascesis para pacificar el propio corazón, donde acogen la paz que Dios les da, donde construyen cada día la paz con sus hermanos de comunidad, donde se acoge a todo el mundo y se le ayuda a hallar la paz, donde se difunde el mensaje de la paz.
Con esto solo ya bastaría para haber recibido el encuentro del pasado 10 de abril. Pero tenemos un motivo más para haberlo vivido con júbilo. Este año se cumple el milenario del abad obispo Oliba, el fundador de Montserrat. Fue un hombre de corazón pacificado que trabajó por los derechos de la gente sencilla y promovió la justicia y la paz en su entorno. Lo hizo particularmente instituyendo la Paz y Tregua de Dios en 1027, fruto de una asamblea de nobles y clérigos que después fue ratificada por el pueblo y se fue extendiendo por Europa. Esa asamblea, que Pau Casals, el día que recibió en la citada sede de las Naciones Unidas “el mejor honor de la vida”, citó como “el primer Parlamento democrático …. Y fue en mi país donde hubo las primeras naciones unidas …, se reunieron para hablar de la paz, porque los catalanes de ese tiempo ya estaban contra la guerra. Por esto, las Naciones Unidas, que trabajan únicamente para el ideal de la paz, están en mi corazón, porque todo lo que se refiere a la paz le llega directamente”.
En Montserrat, como en todos los monasterios benedictinos, la divisa paz ocupa un lugar importante. Además, nuestro monasterio fue promotor y testigo de los inicios de reconciliación de los dos bandos que lucharon en la guerra civil y, en el largo invierno hasta llegar a la democracia, se convirtió en un refugio emblemático. Los monjes no vivimos aislados de la sociedad. Es más, por las características propias de Montserrat, estamos estrechamente vinculados a ella. Su latido nos llega de pleno y nos toca muy directamente. Ha sido así desde la fundación del monasterio, particularmente durante el siglo XX.
Los interrogantes que los monjes nos planteamos hoy creo que no están muy lejos de lo que puede plantearse cualquier persona en el fondo de su conciencia o en el contexto de su lugar de trabajo o de relación social.
EN ESTE sentido, los monjes creemos que la fe cristiana y la visión humanista que deriva de ella –visión que puede ser compartida en otros contextos religiosos y también desde una posición agnóstica, no creyente– debe contribuir a enriquecer la sociedad, pero sin querer imponer; la visión humanista, debe estar presente como una propuesta válida, como una visión concreta del mundo y de la persona humana. Y debería ser tenida en cuenta a la hora de establecer unos criterios éticos basados en nuestra sociedad plural.
En el contexto mundial actual, todos tenemos la responsabilidad de difundir esta Declaración de Montserrat a favor de construir la paz y de ser nosotros mismos promotores del diálogo, la justicia y la paz.
Cada día que pasa se ve más claro el sentido de la reciente celebración en Montserrat del encuentro internacional sobre el papel de las religiones en la construcción de la paz. Promovido por la Fundació Cultura de Pau y en el marco del 60° aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, ha mostrado una vez más la necesidad de reafirmar ciertos principios dados por supuestos, así como la oportunidad de encontrarse con representantes del mundo de las religiones. Esto se ha hecho a un alto nivel de dignatarios que, más allá del brillo de un acto protocolario, adquiere un compromiso tan urgente como útil.
El documento que, por voluntad de la fundación promotora, lleva el nombre de Declaración de Montserrat habla de la rapidez y la eficacia con que hay que trabajar en este terreno. Efectivamente, una cultura de diálogo, de alianza, de no-violencia y de paz debe construirse con un respeto hacia los derechos humanos. Para establecerla, se necesita el convencimiento de que las religiones, en lo que tienen de respuesta a los interrogantes más profundos de la existencia humana, solo pueden mostrar eficazmente su identidad si están en sintonía con lo que la terminología moderna ha dado en llamar derechos del hombre.
POR OTRO LADO, estos derechos humanos encuentran su base en una ética que responde a unos principios que trascienden la propia complejidad del corazón humano. Es aquí donde cada religión tiene una referencia a la revelación, que es como decir que el hombre no puede quedarse encerrado en sí mismo. Y es también aquí donde la historia muestra que las diversas tradiciones religiosas confluyen en unos principios que superan la variedad de cada una para converger en una “regla de oro” común. Dado que son religiones que nos quedan más cerca, podemos recordar que la tradición judía ha centrado esta regla en el Decálogo, y la cristiana ha profundizado los diez mandamientos a la luz del único precepto del amor, enseñado y practicado por Jesús.
En estos días, la visita del papa Benedicto XVI a la Organización de las Naciones Unidas vuelve a poner de manifiesto la confluencia del ideal cristiano con la práctica de los derechos humanos. Y se convierte de nuevo en un reto el papel de Montserrat a la luz de su tradición secular; la acogida que ha propiciado a esta Declaración no es más que el último eslabón de una larga cadena de esta tradición. Nunca está de más reflexionar sobre el fundamento de los derechos humanos, su unidad, su carácter indivisible, la necesidad de su promoción.
UN MONASTERIO es un lugar en el que los monjes están bajo la mirada divina en la ascesis para pacificar el propio corazón, donde acogen la paz que Dios les da, donde construyen cada día la paz con sus hermanos de comunidad, donde se acoge a todo el mundo y se le ayuda a hallar la paz, donde se difunde el mensaje de la paz.
Con esto solo ya bastaría para haber recibido el encuentro del pasado 10 de abril. Pero tenemos un motivo más para haberlo vivido con júbilo. Este año se cumple el milenario del abad obispo Oliba, el fundador de Montserrat. Fue un hombre de corazón pacificado que trabajó por los derechos de la gente sencilla y promovió la justicia y la paz en su entorno. Lo hizo particularmente instituyendo la Paz y Tregua de Dios en 1027, fruto de una asamblea de nobles y clérigos que después fue ratificada por el pueblo y se fue extendiendo por Europa. Esa asamblea, que Pau Casals, el día que recibió en la citada sede de las Naciones Unidas “el mejor honor de la vida”, citó como “el primer Parlamento democrático …. Y fue en mi país donde hubo las primeras naciones unidas …, se reunieron para hablar de la paz, porque los catalanes de ese tiempo ya estaban contra la guerra. Por esto, las Naciones Unidas, que trabajan únicamente para el ideal de la paz, están en mi corazón, porque todo lo que se refiere a la paz le llega directamente”.
En Montserrat, como en todos los monasterios benedictinos, la divisa paz ocupa un lugar importante. Además, nuestro monasterio fue promotor y testigo de los inicios de reconciliación de los dos bandos que lucharon en la guerra civil y, en el largo invierno hasta llegar a la democracia, se convirtió en un refugio emblemático. Los monjes no vivimos aislados de la sociedad. Es más, por las características propias de Montserrat, estamos estrechamente vinculados a ella. Su latido nos llega de pleno y nos toca muy directamente. Ha sido así desde la fundación del monasterio, particularmente durante el siglo XX.
Los interrogantes que los monjes nos planteamos hoy creo que no están muy lejos de lo que puede plantearse cualquier persona en el fondo de su conciencia o en el contexto de su lugar de trabajo o de relación social.
EN ESTE sentido, los monjes creemos que la fe cristiana y la visión humanista que deriva de ella –visión que puede ser compartida en otros contextos religiosos y también desde una posición agnóstica, no creyente– debe contribuir a enriquecer la sociedad, pero sin querer imponer; la visión humanista, debe estar presente como una propuesta válida, como una visión concreta del mundo y de la persona humana. Y debería ser tenida en cuenta a la hora de establecer unos criterios éticos basados en nuestra sociedad plural.
En el contexto mundial actual, todos tenemos la responsabilidad de difundir esta Declaración de Montserrat a favor de construir la paz y de ser nosotros mismos promotores del diálogo, la justicia y la paz.
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