Por Juan Cruz (EL PAÍS, 23/04/08):
El taxista que hace un año me preguntó si él debía leer Cien años de soledad, me dijo ayer que ya se había comprado el libro, en edición de bolsillo. “No es muy grande”, me dijo. “Lo acabaré”. Pero aún no lo había comenzado. Los libros a veces son como las dentaduras postizas: se guardan en un bolsillo hasta que sea el momento de masticar. El taxista estaba a punto de masticar.
Pero él no es distinto a tanta gente que va a las librerías, o a las bibliotecas; se lleva los libros, los pone en el mostrador de su propia estantería, y los deja ahí, como si los libros se fueran leyendo solos. En los años sesenta, cuando leer era igual que masticar, la gente llevaba los libros bajo el brazo por si salían en la conversación; ahora se los deja en la mesa de noche por si se rompe la tele. Como se deja la dentadura.
Hay un ensayista mexicano, Gabriel Zaid, autor de Los demasiados libros, que inventó una frase que hubiera hecho la fortuna de un publicitario en los lejanos sesenta, “Hay que poner el libro en la conversación de la gente”, un eslogan, por cierto, que entusiasmaba a la añorada Isabel Polanco. Pero el eslogan, como su propósito, nació cuando ya no importa tanto conversar con libros; no importa conversar, cómo va a importar conversar con libros.
Así que los libros, que ahora reciben el espaldarazo anual del Sant Jordi, de las lecturas quijotescas, regresan de vez en cuando más como una intemperancia que como una necesidad social. Es mejor no tener libros: los libros cambian las ideas, hacen distintas a las personas, las convierten en rebeldes o en melancólicas. Son horribles.
La dormidera televisiva es mucho más eficaz para pasar el rato, y para pasar por la vida. Si ese debate de ideas que parece querer abrirse paso en la derecha española (o en la izquierda, da igual) se sustentara de veras en lo que se piensa, en lugar de en los dimes y diretes que se oyen en la tele, en la radio o en los periódicos, estaríamos escuchando títulos de libros que amparasen la ignorancia o la inteligencia de los debatientes. Pero ni dios cita un libro, para qué, los libros le podrían cambiar las ideas.
Pero el libro está ahí, glorificado ahora, pero virtualmente aparcado. Las autoridades que deberían preocuparse de su salud los sacan al sol como a los desempleados, cuando quieren arrimarse a los autores de su marca o de su zona; lo que ha pasado ahora (¡tantos años después!) con el Premio Cervantes consolida la vergüenza del pasado: quien más quien menos, al mando de su machito político-cultural, ha querido ese codiciado premio para los suyos. Pues porque los libros y sus autores siguen en esta sociedad del consumo formando parte de una parroquia u otra, y sólo algunos rebeldes privilegiados por la fortuna melancólica de no ser de este mundo se apartan de la tentación de pertenecer.
Pero no era el Cervantes el propósito de esta nostalgia libresca, y sobre todo este año en que tenemos la gloria de ver premiado a un poeta cuya escritura tiene que ver tanto con la rabia de existir en contra, Juan Gelman. El propósito es hacer eficaz la nostalgia de los libros leídos, de los libros que han de leerse, y de que los libros formen parte de la vida común como la conversación o como la risa.
Y no forman parte, desengáñense, no forman parte. Las estadísticas dicen siempre lo mismo; nos ponen en la cola, pero vienen los políticos y cambian la tabla a su antojo, como si ésta fuera una liga de fútbol en la que sumamos los puntos positivos hasta cuando no se han ganado todavía.
Esos paños calientes que se le ponen a la vida cultural de este país, animada, o desanimada, por una red de comunicación que pone la exigencia del libro en último lugar en las programaciones y en las preocupaciones, son los que siguen haciendo que el libro falte de la conversación de la gente. Y seguirá estando, ahí afuera, a quién le importa. Miren las parrillas, miren los horarios de lectura en las escuelas y en los colegios; miren los libros que llevan los universitarios, miren los libros que leen o citan los políticos, miren las crisis de las librerías, miren las dotaciones de las bibliotecas… Mírenlo todo y luego záfense de las tramas de la farsa de las estadísticas, o miren las estadísticas para leer algo.
En fin. Ahora el taxista que ya compró Cien años de soledad estaba leyendo la séptima entrega de Harry Potter, donde acaba la serie de J. K. Rowling. Es curioso, le dije al taxista, en ese libro hay un párrafo que parece de Cien años de soledad. “Es que al final todos los libros son iguales”, dijo el hombre al volante, y acarició el libro, como si ahí estuviera el tacto de la trama. “Pero éste es más grande”, añadió.
El taxista que hace un año me preguntó si él debía leer Cien años de soledad, me dijo ayer que ya se había comprado el libro, en edición de bolsillo. “No es muy grande”, me dijo. “Lo acabaré”. Pero aún no lo había comenzado. Los libros a veces son como las dentaduras postizas: se guardan en un bolsillo hasta que sea el momento de masticar. El taxista estaba a punto de masticar.
Pero él no es distinto a tanta gente que va a las librerías, o a las bibliotecas; se lleva los libros, los pone en el mostrador de su propia estantería, y los deja ahí, como si los libros se fueran leyendo solos. En los años sesenta, cuando leer era igual que masticar, la gente llevaba los libros bajo el brazo por si salían en la conversación; ahora se los deja en la mesa de noche por si se rompe la tele. Como se deja la dentadura.
Hay un ensayista mexicano, Gabriel Zaid, autor de Los demasiados libros, que inventó una frase que hubiera hecho la fortuna de un publicitario en los lejanos sesenta, “Hay que poner el libro en la conversación de la gente”, un eslogan, por cierto, que entusiasmaba a la añorada Isabel Polanco. Pero el eslogan, como su propósito, nació cuando ya no importa tanto conversar con libros; no importa conversar, cómo va a importar conversar con libros.
Así que los libros, que ahora reciben el espaldarazo anual del Sant Jordi, de las lecturas quijotescas, regresan de vez en cuando más como una intemperancia que como una necesidad social. Es mejor no tener libros: los libros cambian las ideas, hacen distintas a las personas, las convierten en rebeldes o en melancólicas. Son horribles.
La dormidera televisiva es mucho más eficaz para pasar el rato, y para pasar por la vida. Si ese debate de ideas que parece querer abrirse paso en la derecha española (o en la izquierda, da igual) se sustentara de veras en lo que se piensa, en lugar de en los dimes y diretes que se oyen en la tele, en la radio o en los periódicos, estaríamos escuchando títulos de libros que amparasen la ignorancia o la inteligencia de los debatientes. Pero ni dios cita un libro, para qué, los libros le podrían cambiar las ideas.
Pero el libro está ahí, glorificado ahora, pero virtualmente aparcado. Las autoridades que deberían preocuparse de su salud los sacan al sol como a los desempleados, cuando quieren arrimarse a los autores de su marca o de su zona; lo que ha pasado ahora (¡tantos años después!) con el Premio Cervantes consolida la vergüenza del pasado: quien más quien menos, al mando de su machito político-cultural, ha querido ese codiciado premio para los suyos. Pues porque los libros y sus autores siguen en esta sociedad del consumo formando parte de una parroquia u otra, y sólo algunos rebeldes privilegiados por la fortuna melancólica de no ser de este mundo se apartan de la tentación de pertenecer.
Pero no era el Cervantes el propósito de esta nostalgia libresca, y sobre todo este año en que tenemos la gloria de ver premiado a un poeta cuya escritura tiene que ver tanto con la rabia de existir en contra, Juan Gelman. El propósito es hacer eficaz la nostalgia de los libros leídos, de los libros que han de leerse, y de que los libros formen parte de la vida común como la conversación o como la risa.
Y no forman parte, desengáñense, no forman parte. Las estadísticas dicen siempre lo mismo; nos ponen en la cola, pero vienen los políticos y cambian la tabla a su antojo, como si ésta fuera una liga de fútbol en la que sumamos los puntos positivos hasta cuando no se han ganado todavía.
Esos paños calientes que se le ponen a la vida cultural de este país, animada, o desanimada, por una red de comunicación que pone la exigencia del libro en último lugar en las programaciones y en las preocupaciones, son los que siguen haciendo que el libro falte de la conversación de la gente. Y seguirá estando, ahí afuera, a quién le importa. Miren las parrillas, miren los horarios de lectura en las escuelas y en los colegios; miren los libros que llevan los universitarios, miren los libros que leen o citan los políticos, miren las crisis de las librerías, miren las dotaciones de las bibliotecas… Mírenlo todo y luego záfense de las tramas de la farsa de las estadísticas, o miren las estadísticas para leer algo.
En fin. Ahora el taxista que ya compró Cien años de soledad estaba leyendo la séptima entrega de Harry Potter, donde acaba la serie de J. K. Rowling. Es curioso, le dije al taxista, en ese libro hay un párrafo que parece de Cien años de soledad. “Es que al final todos los libros son iguales”, dijo el hombre al volante, y acarició el libro, como si ahí estuviera el tacto de la trama. “Pero éste es más grande”, añadió.
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