Por José Antonio Bueno, consultor (EL PERIÓDICO, 16/04/08):
Nos acercamos al 40° aniversario del mayo del 68. El mundo ha cambiado, todo es más material, pero en ocasiones es necesario decir basta, aunque sea por un momento para acallar nuestra mala conciencia… ¿O no? A estas alturas del partido también sabemos que con las cosas de comer no se juega.
Occidente lleva años descapitalizándose en aras de una eficiencia global. Los países desarrollados estamos olvidando el porqué lo somos y estamos desmontando nuestra industria, estamos perdiendo el control de los recursos naturales, estamos vendiendo nuestra alma a sistemas extraordinariamente diferentes al nuestro. En este nuevo orden mundial que está creando el descuido cuando no la decadencia de la cultura del trabajo y el esfuerzo en Occidente destaca el autodenominado “país del centro”: China.
Es iluso o interesado tratar de interpretar la economía china en clave capitalista. Es una economía dirigida, gobernada por una mayoría dictatorial, con una finalidad definida, a priori distinta de la armonía de los pueblos y, sobre todo, con un patrón de valores radicalmente distinto del occidental. El incremento de riqueza no va a llevar la democracia.
CADA DECISIÓN de deslocalización, cada fábrica que cierra para producir en China es una temeridad que nos lleva a un futuro cada vez más inestable, pero la avaricia del más barato todavía hace que Occidente entregue su alma productiva, y ahora financiera, a un sistema cuya evolución desconocemos. Produce escalofríos saber que los primeros bancos del mundo por capitalización bursátil son chinos, al igual que la primera petrolera, que los teléfonos móviles, televisores, ordenadores, ropa, barcos… se producen en China, o que China ha repuesto capital en entidades tan relevantes como Fortis o Morgan Stanley. Hasta la vitamina E para el engorde de animales es made in China. Es el país con mayor superávit comercial del mundo, y acumula unas reservas superiores a 1,6 billones de dólares, es decir, superiores al PIB español. Si algún día China decidiese hundir (más) la economía norteamericana, lo tendría muy, muy fácil tan solo con inundar el mercado con sus reservas.
Recorre el mundo la llama olímpica, una llama que se apaga en defensa del Tíbet. Nada tengo a favor ni en contra del Tíbet. Es una de las 55 minorías oprimidas por la mayoría de etnia han, una de las 55 de las realidades de un mundo que dista mucho de ser feliz. Cierto es que estos monjes de hábito vistoso y cabeza rapada han sabido encontrar en Occidente una excelente herramienta de márketing. Por el contrario, solo los iniciados saben lo que ocurre en Xinjiang con la minoría iugur o, sin ir tan lejos, que para ir a misa los domingos en Pekín el lugar más seguro es la embajada británica (por cierto que no entiendo por qué las embajadas de países históricamente católicos como España, Italia o Bélgica no han dado este paso). Hasta el Vaticano ha decido no difundir el nombre de los nuevos obispos chinos para que estos no tengan más problemas. Tampoco nos importa mucho que haya fábricas donde se trabaja por un sueldo de miseria 12 (o más) horas, seis (o más) días a la semana. O que la contaminación sea asfixiante. No queremos hablar de dumpin social o mediambiental.
El mundo ha decidido solidarizarse con el dalái-lama. Claro que la minoría iugur o los católicos o los trabajadores-esclavos no cuentan con neoconversos tan vistosos como Richard Gere o con éxitos de ventas como la música chill out de sus coros de monjes. Sea por lo que sea, los monjes tibetanos han logrado que valoremos como el súmmum de la modernidad su vida contemplativa, mientras que tildamos de anacrónicos a nuestros cartujos o monjas de clausura. No deja de ser una incoherencia más, como lo es el olvido de nuestros valores sociales o ecológicos en los productos que importamos si estos son baratos. Pero felicidades a los monjes del Tíbet por ser capaces de atraer la atención como nadie lo ha hecho antes. Porque, en casos como China, tibetanos, iugures y católicos somos todos.
CONFIESO QUE me encuentro entre los chinoescépticos. Creo firmemente que, tras los Juegos Olímpicos del 2008 y la Expo de Shanghái del 2010, el mundo se enfrentará a una nueva etapa de guerra fría. Sus valores no son los nuestros y no nos queremos dar cuenta. Poco a poco, China controla todas las fuentes de materias primas en África, Asia y Latinoamérica, se está convirtiendo en la fábrica del mundo y, ahora, en el banco del mundo. Quien más quien menos conoce casos de la curiosa forma de hacer negocios de la cultura china, desde los que envían placas fotovoltaicas que son simples fotocopias, a los que renegocian el precio en cada pedido. Pero no aprendemos, escuchamos extasiados a los gurús que allí tienen sus negocios y nos cobran por recomendarnos invertir sin evaluar el alto riesgo, no ya empresarial sino social, en el que estamos incurriendo.
La siguiente burbuja es, sin lugar a dudas, China. Ojalá la llama olímpica nos abra los ojos y nos ayude a pincharla cuanto antes. Veremos si los valores están por encima de los intereses económicos. Por ejemplo, ¿qué pesará más en Sarkozy: los principios o los contratos por 20.000 millones de euros para empresas francesas que logró en su viaje de noviembre?
Nos acercamos al 40° aniversario del mayo del 68. El mundo ha cambiado, todo es más material, pero en ocasiones es necesario decir basta, aunque sea por un momento para acallar nuestra mala conciencia… ¿O no? A estas alturas del partido también sabemos que con las cosas de comer no se juega.
Occidente lleva años descapitalizándose en aras de una eficiencia global. Los países desarrollados estamos olvidando el porqué lo somos y estamos desmontando nuestra industria, estamos perdiendo el control de los recursos naturales, estamos vendiendo nuestra alma a sistemas extraordinariamente diferentes al nuestro. En este nuevo orden mundial que está creando el descuido cuando no la decadencia de la cultura del trabajo y el esfuerzo en Occidente destaca el autodenominado “país del centro”: China.
Es iluso o interesado tratar de interpretar la economía china en clave capitalista. Es una economía dirigida, gobernada por una mayoría dictatorial, con una finalidad definida, a priori distinta de la armonía de los pueblos y, sobre todo, con un patrón de valores radicalmente distinto del occidental. El incremento de riqueza no va a llevar la democracia.
CADA DECISIÓN de deslocalización, cada fábrica que cierra para producir en China es una temeridad que nos lleva a un futuro cada vez más inestable, pero la avaricia del más barato todavía hace que Occidente entregue su alma productiva, y ahora financiera, a un sistema cuya evolución desconocemos. Produce escalofríos saber que los primeros bancos del mundo por capitalización bursátil son chinos, al igual que la primera petrolera, que los teléfonos móviles, televisores, ordenadores, ropa, barcos… se producen en China, o que China ha repuesto capital en entidades tan relevantes como Fortis o Morgan Stanley. Hasta la vitamina E para el engorde de animales es made in China. Es el país con mayor superávit comercial del mundo, y acumula unas reservas superiores a 1,6 billones de dólares, es decir, superiores al PIB español. Si algún día China decidiese hundir (más) la economía norteamericana, lo tendría muy, muy fácil tan solo con inundar el mercado con sus reservas.
Recorre el mundo la llama olímpica, una llama que se apaga en defensa del Tíbet. Nada tengo a favor ni en contra del Tíbet. Es una de las 55 minorías oprimidas por la mayoría de etnia han, una de las 55 de las realidades de un mundo que dista mucho de ser feliz. Cierto es que estos monjes de hábito vistoso y cabeza rapada han sabido encontrar en Occidente una excelente herramienta de márketing. Por el contrario, solo los iniciados saben lo que ocurre en Xinjiang con la minoría iugur o, sin ir tan lejos, que para ir a misa los domingos en Pekín el lugar más seguro es la embajada británica (por cierto que no entiendo por qué las embajadas de países históricamente católicos como España, Italia o Bélgica no han dado este paso). Hasta el Vaticano ha decido no difundir el nombre de los nuevos obispos chinos para que estos no tengan más problemas. Tampoco nos importa mucho que haya fábricas donde se trabaja por un sueldo de miseria 12 (o más) horas, seis (o más) días a la semana. O que la contaminación sea asfixiante. No queremos hablar de dumpin social o mediambiental.
El mundo ha decidido solidarizarse con el dalái-lama. Claro que la minoría iugur o los católicos o los trabajadores-esclavos no cuentan con neoconversos tan vistosos como Richard Gere o con éxitos de ventas como la música chill out de sus coros de monjes. Sea por lo que sea, los monjes tibetanos han logrado que valoremos como el súmmum de la modernidad su vida contemplativa, mientras que tildamos de anacrónicos a nuestros cartujos o monjas de clausura. No deja de ser una incoherencia más, como lo es el olvido de nuestros valores sociales o ecológicos en los productos que importamos si estos son baratos. Pero felicidades a los monjes del Tíbet por ser capaces de atraer la atención como nadie lo ha hecho antes. Porque, en casos como China, tibetanos, iugures y católicos somos todos.
CONFIESO QUE me encuentro entre los chinoescépticos. Creo firmemente que, tras los Juegos Olímpicos del 2008 y la Expo de Shanghái del 2010, el mundo se enfrentará a una nueva etapa de guerra fría. Sus valores no son los nuestros y no nos queremos dar cuenta. Poco a poco, China controla todas las fuentes de materias primas en África, Asia y Latinoamérica, se está convirtiendo en la fábrica del mundo y, ahora, en el banco del mundo. Quien más quien menos conoce casos de la curiosa forma de hacer negocios de la cultura china, desde los que envían placas fotovoltaicas que son simples fotocopias, a los que renegocian el precio en cada pedido. Pero no aprendemos, escuchamos extasiados a los gurús que allí tienen sus negocios y nos cobran por recomendarnos invertir sin evaluar el alto riesgo, no ya empresarial sino social, en el que estamos incurriendo.
La siguiente burbuja es, sin lugar a dudas, China. Ojalá la llama olímpica nos abra los ojos y nos ayude a pincharla cuanto antes. Veremos si los valores están por encima de los intereses económicos. Por ejemplo, ¿qué pesará más en Sarkozy: los principios o los contratos por 20.000 millones de euros para empresas francesas que logró en su viaje de noviembre?
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