Por Edward, N. Luttwak, experto del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales (CSIS) de Washington. Traducción: José María Puig de la Bellacasa (LA VANGUARDIA, 20/04/08):
Barack Obama ha surgido como un clásico ejemplo de liderazgo carismático, una figura sobre la que otros proyectan sus propias esperanzas y deseos. La intensidad emocional resultante potencia las energías habituales de la por otra parte bien organizada campaña de Obama.
Téngase en cuenta, no obstante, que la historia reciente es aleccionadora sobre los peligros de un liderazgo carismático no exento de inquina y susceptible de sobrepasar las apreciaciones sensatas, porque es indudable que las personalidades carismáticas pueden explotar y exagerar muchos resentimientos sociales, odios étnicos y fanatismos religiosos.
Por suerte, el senador Obama es una figura conciliatoria que no promete venganza, sino armonía social y progreso económico. Sus esperanzas y aspiraciones son bienintencionadas y no rencorosas. Los blancos que desean sinceramente superar el racismo antinegro piensan en una presidencia de Obama como en el más poderoso instrumento capaz de alcanzar este objetivo. Y los negros aún bajo el peso del racismo abrigan aún esperanzas de que una presidencia de Obama podrá reducir la incidencia del problema. Ciertamente estamos dentro del marco de lo plausible: el relieve de figuras competentes como por ejemplo Colin Powell y Condoleezza Rice, pese a sus políticas a veces polémicas, ha mermado el grado de los prejuicios, de modo que una presidencia eficaz de Obama debería ejercer un impacto beneficioso aún mayor.
Sin embargo, cabe anotar otra aspiración muy poco realista: que una presidencia de Obama vaya a suscitar reacciones favorables de parte del mundo musulmán, como algunos podían pensar a la vista del entusiasmo despertado en el país natal de su padre, Kenia, y hasta cierto punto en toda África.
Pero mezclar ambas realidades constituye un error de concepto. El senador Obama es a medias africano por nacimiento y los africanos pueden identificarse con él. En el islam, sin embargo, no existe “musulmán a medias”. Como hijo del padre musulmán que le dio los dos nombres musulmanes de Barack y de Husein, el senador Obama nació musulmán, bajo ley musulmana, según la cual la religión materna es irrelevante.
Por supuesto el senador Obama no es un musulmán, pues él decidió hacerse cristiano y, de hecho, ha expresado categóricamente y concluyentemente su proceso de elección, refiriéndose a la importancia que la fe cristiana reviste para él.
Su conversión, sin embargo, es un crimen a ojos musulmanes: la ridda, traducida generalmente como apostasía pero con connotaciones de rechazo o recusación.
En realidad, es el peor de los delitos o pecados que puede cometer un musulmán; peor que el asesinato, que la familia de la víctima puede optar por perdonar. Salvo escasas excepciones, los jurisconsultos de todas las escuelas suníes y chiíes prescriben la ejecución en caso de apostasía, preferiblemente a manos de un imán y mediante la decapitación, aunque los últimos años se ha dado también la lapidación y el ahorcamiento. En muy pocos países musulmanes los gobiernos en el poder poseen suficiente autoridad para oponerse a las peticiones de castigo de los apóstatas: en Egipto, el Gobierno no podría proteger a un profesor acusado de ello y en Afganistán un converso a la fe cristiana hubo de ser declarado enfermo mental para impedir su ejecución.
Como probablemente ningún gobierno autorizará el procesamiento de un presidente llamado Obama - ni siquiera los de Irán y Arabia Saudí, los únicos dos países donde prevalecen los tribunales religiosos islámicos-, otra previsión de la ley islámica reviste mayor importancia: la que prohíbe cualquier castigo a cualquier musulmán que mate a un apóstata, y de hecho barra el paso a cualquier interferencia en esa muerte. Tal circunstancia complicaría la planificación de las medidas de seguridad con ocasión de las visitas de Estado del presidente Obama a países musulmanes, porque el propio acto de protegerlo sería pecaminoso y motivo de escándalo. En un sentido más amplio, la conversión del senador Obama al cristianismo horrorizará sin duda a la mayoría de los musulmanes en cuanto les llegue noticia de ello, porque, desde luego, la tendrán.
Entre el cúmulo de bienintencionados deseos y aspiraciones proyectados sobre la figura de Obama, la esperanza de que él pueda mejorar decisivamente las relaciones con los musulmanes del mundo es la menos realista.
Barack Obama ha surgido como un clásico ejemplo de liderazgo carismático, una figura sobre la que otros proyectan sus propias esperanzas y deseos. La intensidad emocional resultante potencia las energías habituales de la por otra parte bien organizada campaña de Obama.
Téngase en cuenta, no obstante, que la historia reciente es aleccionadora sobre los peligros de un liderazgo carismático no exento de inquina y susceptible de sobrepasar las apreciaciones sensatas, porque es indudable que las personalidades carismáticas pueden explotar y exagerar muchos resentimientos sociales, odios étnicos y fanatismos religiosos.
Por suerte, el senador Obama es una figura conciliatoria que no promete venganza, sino armonía social y progreso económico. Sus esperanzas y aspiraciones son bienintencionadas y no rencorosas. Los blancos que desean sinceramente superar el racismo antinegro piensan en una presidencia de Obama como en el más poderoso instrumento capaz de alcanzar este objetivo. Y los negros aún bajo el peso del racismo abrigan aún esperanzas de que una presidencia de Obama podrá reducir la incidencia del problema. Ciertamente estamos dentro del marco de lo plausible: el relieve de figuras competentes como por ejemplo Colin Powell y Condoleezza Rice, pese a sus políticas a veces polémicas, ha mermado el grado de los prejuicios, de modo que una presidencia eficaz de Obama debería ejercer un impacto beneficioso aún mayor.
Sin embargo, cabe anotar otra aspiración muy poco realista: que una presidencia de Obama vaya a suscitar reacciones favorables de parte del mundo musulmán, como algunos podían pensar a la vista del entusiasmo despertado en el país natal de su padre, Kenia, y hasta cierto punto en toda África.
Pero mezclar ambas realidades constituye un error de concepto. El senador Obama es a medias africano por nacimiento y los africanos pueden identificarse con él. En el islam, sin embargo, no existe “musulmán a medias”. Como hijo del padre musulmán que le dio los dos nombres musulmanes de Barack y de Husein, el senador Obama nació musulmán, bajo ley musulmana, según la cual la religión materna es irrelevante.
Por supuesto el senador Obama no es un musulmán, pues él decidió hacerse cristiano y, de hecho, ha expresado categóricamente y concluyentemente su proceso de elección, refiriéndose a la importancia que la fe cristiana reviste para él.
Su conversión, sin embargo, es un crimen a ojos musulmanes: la ridda, traducida generalmente como apostasía pero con connotaciones de rechazo o recusación.
En realidad, es el peor de los delitos o pecados que puede cometer un musulmán; peor que el asesinato, que la familia de la víctima puede optar por perdonar. Salvo escasas excepciones, los jurisconsultos de todas las escuelas suníes y chiíes prescriben la ejecución en caso de apostasía, preferiblemente a manos de un imán y mediante la decapitación, aunque los últimos años se ha dado también la lapidación y el ahorcamiento. En muy pocos países musulmanes los gobiernos en el poder poseen suficiente autoridad para oponerse a las peticiones de castigo de los apóstatas: en Egipto, el Gobierno no podría proteger a un profesor acusado de ello y en Afganistán un converso a la fe cristiana hubo de ser declarado enfermo mental para impedir su ejecución.
Como probablemente ningún gobierno autorizará el procesamiento de un presidente llamado Obama - ni siquiera los de Irán y Arabia Saudí, los únicos dos países donde prevalecen los tribunales religiosos islámicos-, otra previsión de la ley islámica reviste mayor importancia: la que prohíbe cualquier castigo a cualquier musulmán que mate a un apóstata, y de hecho barra el paso a cualquier interferencia en esa muerte. Tal circunstancia complicaría la planificación de las medidas de seguridad con ocasión de las visitas de Estado del presidente Obama a países musulmanes, porque el propio acto de protegerlo sería pecaminoso y motivo de escándalo. En un sentido más amplio, la conversión del senador Obama al cristianismo horrorizará sin duda a la mayoría de los musulmanes en cuanto les llegue noticia de ello, porque, desde luego, la tendrán.
Entre el cúmulo de bienintencionados deseos y aspiraciones proyectados sobre la figura de Obama, la esperanza de que él pueda mejorar decisivamente las relaciones con los musulmanes del mundo es la menos realista.
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