Por Sergio Romano, embajador de Italia y es analista del Corriere della Sera (EL MUNDO, 16/04/08):
Para superar una crisis a la vez constitucional y económica, la mayoría de los italianos eligió, por tercera vez en 14 años, a Silvio Berlusconi. Pero fuera de Italia, los observadores se preguntan, desconcertados, por qué la elección recayó sobre un hombre que a muchos europeos les parece el síntoma más evidente del malestar italiano. ¿Qué soluciones puede poner en marcha un político empresario que mantiene un clamoroso conflicto de intereses, que ha sido investigado y procesado en varias ocasiones por los tribunales de la República, que gobernó con mediocridad el país durante los cinco años de su último mandato y que hizo aprobar en el Parlamento, al final de su Gobierno, una ley electoral que ha dejado coja a la democracia italiana durante los dos años del Gobierno Prodi?
Hay circunstancias en las que los vicios y los defectos de Berlusconi se convierten en triunfos. Por ejemplo, supo transformar su empresa en un partido político. Concedió representación, tras la muerte de la Democracia Cristiana, a la voz de los electores moderados. Habla un lenguaje híbrido, unas veces agresivo y otras culto o populachero, que tanto gusta a muchos de sus compatriotas. Consiguió crear coaliciones que aglutinan al partido antimeridional del norte y a las viejas fuerzas clientelares del sur.
Cuando Berlusconi declara que sus adversarios son comunistas está diciendo a la vez una verdad y una mentira. Se trata de una mentira, porque el Partido Democrático de Walter Veltroni pertenece a la constelación europea de las izquierdas reformistas. Y se trata de una verdad, porque Italia es el único país de Europa occidental en el que los socialistas, tras el final de la Guerra Fría, se fueron al exilio y los comunistas, al poder.
Berlusconi sabe que muchos italianos nunca votarán a un ex comunista y no duda en utilizar abiertamente este argumento. Además, Berlusconi venció porque Italia, gracias a su entrada en la política, se fue tornando cada vez más bipartidista y dispone ya de un sistema en el que el elector, si quiere proporcionar gobernabilidad al país, se ve obligado a elegir el mal menor. Y el mal menor, para muchos italianos, se llama evidentemente, guste o no, Silvio Berlusconi.
Su retorno al poder tiene lugar, sin embargo, en una situación política y parlamentaria al menos diferente de la de las elecciones de 2006. La ley electoral sigue siendo la promovida por Berlusconi al final de su último mandato, pero los dos mayores partidos, el Democrático de Veltroni y el Pueblo de la Libertad de Berlusconi, han conseguido utilizarla de una forma más racional. Rechazaron el método de las grandes coaliciones heterogéneas, buenas para ganar pero pésimas para gobernar, y fueron a las urnas en pequeñas coaliciones más compactas y menos incoherentes.
Ambos candidatos no han hecho promesas maravillosas y han mostrado, en sus declaraciones programáticas, un mayor pragmatismo. El candidato perdedor, Walter Veltroni, reconoció su derrota y felicitó al ganador. Y uno de los vencedores, Gianfranco Fini, dijo que la relación entre la mayoría y la oposición podría ser diferente a la de las legislaturas anteriores. Es una novedad no pequeña en una Italia que, en los últimos años, se movió siempre entre peleas y tensiones permanentes.
En un Parlamento simplificado, del que desaparecieron muchos partidos menores, mayoría y oposición podrían, pues, dejar de considerarse enemigos irreconciliables. Ahora le toca a Berlusconi demostrar que ha entendido que hay reformas necesarias para un país que tiene que salir del estado de postración en el que parece haberse sumido. Reformas que sólo pueden realizarse en un clima de colaboración.
Son las reformas constitucionales, necesarias para modificar una Carta Magna envejecida, que no garantiza al primer ministro los poderes de sus colegas europeos y que alarga los tiempos parlamentarios, asignando a las dos cámaras las mismas funciones. Son las reformas sociales, desde la del sistema de pensiones a la del mercado laboral, que Berlusconi y Prodi realizaron en los últimos cinco años de forma insuficiente. Son las reformas de la Administración Pública, una enorme casta burocrática que sólo ha absorbido parcialmente los beneficios de la revolución informática y que cada año consume una cuota mayor de dinero público. Son las infraestructuras que el país necesita urgentemente para no aislarse del resto de Europa.
Hoy, gracias a la simplificación del panorama parlamentario, tal vez se den las condiciones para que la mayoría y la oposición se pongan de acuerdo sobre algunas grandes reformas, especialmente las institucionales, de interés común. Pero hay al menos dos obstáculos que podrían zancadillear, una vez más, a la democracia italiana. En primer lugar, Berlusconi venció con la ayuda determinante de un partido -La Liga Norte de Umberto Bossi- que representa ya al 20% de la parte más rica del país. Su triunfo refleja la indignación de las regiones que no quieren a Roma, al sur, a la burocracia y que perciben la política impositiva como doblemente injusta. Primero, porque les priva de recursos necesarios para su desarrollo y, segundo, porque sirve para alimentar la maquinaria del asistencialismo meridional.
La Liga será mucho menos xenófoba de lo que se dice (el norte necesita trabajadores inmigrantes), pero será ciertamente federalista y, sobre todo, querrá el federalismo fiscal, es decir un sistema de reparto de la renta nacional que permita a la región del norte administrar por sí misma la mayor parte de las rentas que produce. Se trata de una petición legítima. Pero, en un país donde el norte y el sur parecen pertenecer, a veces, a dos planetas diferentes, el federalismo fiscal está destinado a enriquecer a las regiones ricas y a empobrecer a las pobres.
Será necesario crear, pues, un fondo común de solidaridad nacional que permita mitigar las desventajas de las regiones menos favorecidas. Pero lo peligroso, como suele ser habitual, está en los detalles y Berlusconi deberá demostrar que es capaz de mediar entre las exigencias nordistas de la Liga y la representación de la zona meridional del país.
Tampoco Veltroni lo tendrá fácil. Tuvo el mérito de crear el Partido Democrático y de conducirlo a las urnas sin la embarazosa presencia de la izquierda radical y maximalista. Ha perdido, pero puede sostener legítimamente que le ha dado a Italia un partido reformista mucho más creíble que la heterogénea coalición que Romano Prodi había aglutinado para ganar las elecciones del 2006.
Pero Veltroni también tiene un aliado incómodo, que podría hacerle más difícil su trabajo. Se trata de Antonio Di Pietro, el fiscal milanés de la época de los procesos de Manos Limpias, y fundador de un partido justicialista, la Italia de los Valores, que nunca dejó de considerar a Silvio Berlusconi como una desgracia nacional.
Mientras Berlusconi tiene que mantener a raya a la Liga e impedirle que sea demasiado nordista, Veltroni tendrá que asumir la tarea no menos complicada de explicarle al ex magistrado Antonio Di Pietro que el código penal no es suficiente para gobernar un país.
Gracias a estas elecciones, Italia ha dado otro paso hacia su Tercera República. Pero el sistema político sigue siendo frágil, imperfecto, expuesto a los cambios de humor de la opinión pública. Y así seguirá siendo, hasta que mayoría y oposición no consigan ponerse de acuerdo en la reforma constitucional que el país tanto necesita.
Para superar una crisis a la vez constitucional y económica, la mayoría de los italianos eligió, por tercera vez en 14 años, a Silvio Berlusconi. Pero fuera de Italia, los observadores se preguntan, desconcertados, por qué la elección recayó sobre un hombre que a muchos europeos les parece el síntoma más evidente del malestar italiano. ¿Qué soluciones puede poner en marcha un político empresario que mantiene un clamoroso conflicto de intereses, que ha sido investigado y procesado en varias ocasiones por los tribunales de la República, que gobernó con mediocridad el país durante los cinco años de su último mandato y que hizo aprobar en el Parlamento, al final de su Gobierno, una ley electoral que ha dejado coja a la democracia italiana durante los dos años del Gobierno Prodi?
Hay circunstancias en las que los vicios y los defectos de Berlusconi se convierten en triunfos. Por ejemplo, supo transformar su empresa en un partido político. Concedió representación, tras la muerte de la Democracia Cristiana, a la voz de los electores moderados. Habla un lenguaje híbrido, unas veces agresivo y otras culto o populachero, que tanto gusta a muchos de sus compatriotas. Consiguió crear coaliciones que aglutinan al partido antimeridional del norte y a las viejas fuerzas clientelares del sur.
Cuando Berlusconi declara que sus adversarios son comunistas está diciendo a la vez una verdad y una mentira. Se trata de una mentira, porque el Partido Democrático de Walter Veltroni pertenece a la constelación europea de las izquierdas reformistas. Y se trata de una verdad, porque Italia es el único país de Europa occidental en el que los socialistas, tras el final de la Guerra Fría, se fueron al exilio y los comunistas, al poder.
Berlusconi sabe que muchos italianos nunca votarán a un ex comunista y no duda en utilizar abiertamente este argumento. Además, Berlusconi venció porque Italia, gracias a su entrada en la política, se fue tornando cada vez más bipartidista y dispone ya de un sistema en el que el elector, si quiere proporcionar gobernabilidad al país, se ve obligado a elegir el mal menor. Y el mal menor, para muchos italianos, se llama evidentemente, guste o no, Silvio Berlusconi.
Su retorno al poder tiene lugar, sin embargo, en una situación política y parlamentaria al menos diferente de la de las elecciones de 2006. La ley electoral sigue siendo la promovida por Berlusconi al final de su último mandato, pero los dos mayores partidos, el Democrático de Veltroni y el Pueblo de la Libertad de Berlusconi, han conseguido utilizarla de una forma más racional. Rechazaron el método de las grandes coaliciones heterogéneas, buenas para ganar pero pésimas para gobernar, y fueron a las urnas en pequeñas coaliciones más compactas y menos incoherentes.
Ambos candidatos no han hecho promesas maravillosas y han mostrado, en sus declaraciones programáticas, un mayor pragmatismo. El candidato perdedor, Walter Veltroni, reconoció su derrota y felicitó al ganador. Y uno de los vencedores, Gianfranco Fini, dijo que la relación entre la mayoría y la oposición podría ser diferente a la de las legislaturas anteriores. Es una novedad no pequeña en una Italia que, en los últimos años, se movió siempre entre peleas y tensiones permanentes.
En un Parlamento simplificado, del que desaparecieron muchos partidos menores, mayoría y oposición podrían, pues, dejar de considerarse enemigos irreconciliables. Ahora le toca a Berlusconi demostrar que ha entendido que hay reformas necesarias para un país que tiene que salir del estado de postración en el que parece haberse sumido. Reformas que sólo pueden realizarse en un clima de colaboración.
Son las reformas constitucionales, necesarias para modificar una Carta Magna envejecida, que no garantiza al primer ministro los poderes de sus colegas europeos y que alarga los tiempos parlamentarios, asignando a las dos cámaras las mismas funciones. Son las reformas sociales, desde la del sistema de pensiones a la del mercado laboral, que Berlusconi y Prodi realizaron en los últimos cinco años de forma insuficiente. Son las reformas de la Administración Pública, una enorme casta burocrática que sólo ha absorbido parcialmente los beneficios de la revolución informática y que cada año consume una cuota mayor de dinero público. Son las infraestructuras que el país necesita urgentemente para no aislarse del resto de Europa.
Hoy, gracias a la simplificación del panorama parlamentario, tal vez se den las condiciones para que la mayoría y la oposición se pongan de acuerdo sobre algunas grandes reformas, especialmente las institucionales, de interés común. Pero hay al menos dos obstáculos que podrían zancadillear, una vez más, a la democracia italiana. En primer lugar, Berlusconi venció con la ayuda determinante de un partido -La Liga Norte de Umberto Bossi- que representa ya al 20% de la parte más rica del país. Su triunfo refleja la indignación de las regiones que no quieren a Roma, al sur, a la burocracia y que perciben la política impositiva como doblemente injusta. Primero, porque les priva de recursos necesarios para su desarrollo y, segundo, porque sirve para alimentar la maquinaria del asistencialismo meridional.
La Liga será mucho menos xenófoba de lo que se dice (el norte necesita trabajadores inmigrantes), pero será ciertamente federalista y, sobre todo, querrá el federalismo fiscal, es decir un sistema de reparto de la renta nacional que permita a la región del norte administrar por sí misma la mayor parte de las rentas que produce. Se trata de una petición legítima. Pero, en un país donde el norte y el sur parecen pertenecer, a veces, a dos planetas diferentes, el federalismo fiscal está destinado a enriquecer a las regiones ricas y a empobrecer a las pobres.
Será necesario crear, pues, un fondo común de solidaridad nacional que permita mitigar las desventajas de las regiones menos favorecidas. Pero lo peligroso, como suele ser habitual, está en los detalles y Berlusconi deberá demostrar que es capaz de mediar entre las exigencias nordistas de la Liga y la representación de la zona meridional del país.
Tampoco Veltroni lo tendrá fácil. Tuvo el mérito de crear el Partido Democrático y de conducirlo a las urnas sin la embarazosa presencia de la izquierda radical y maximalista. Ha perdido, pero puede sostener legítimamente que le ha dado a Italia un partido reformista mucho más creíble que la heterogénea coalición que Romano Prodi había aglutinado para ganar las elecciones del 2006.
Pero Veltroni también tiene un aliado incómodo, que podría hacerle más difícil su trabajo. Se trata de Antonio Di Pietro, el fiscal milanés de la época de los procesos de Manos Limpias, y fundador de un partido justicialista, la Italia de los Valores, que nunca dejó de considerar a Silvio Berlusconi como una desgracia nacional.
Mientras Berlusconi tiene que mantener a raya a la Liga e impedirle que sea demasiado nordista, Veltroni tendrá que asumir la tarea no menos complicada de explicarle al ex magistrado Antonio Di Pietro que el código penal no es suficiente para gobernar un país.
Gracias a estas elecciones, Italia ha dado otro paso hacia su Tercera República. Pero el sistema político sigue siendo frágil, imperfecto, expuesto a los cambios de humor de la opinión pública. Y así seguirá siendo, hasta que mayoría y oposición no consigan ponerse de acuerdo en la reforma constitucional que el país tanto necesita.
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