Por Luis García Montero, escritor (EL PAÍS, 21/04/08):
El poeta que este miércoles, 23 de abril, recibirá el Premio Miguel de Cervantes, piensa y siente que la poesía es un lenguaje calcinado. Tiene razones para ello, muchas historias vividas, contadas y calladas. Más que por una certeza intelectual, opina así por una experiencia honda de las palabras y las realidades, por un diálogo tan elegante como descarnado con los extremos de la verdad. Los ojos de Juan Gelman son una síntesis, una asamblea de tensiones internas, un modo de reagrupar horas que pertenecen al pasado y relojes que dan noticias del presente. En cada reloj hay escondido un periódico y un libro de memorias. Nadie puede decir con exactitud si los segundos vuelan hacia el pasado o hacia el futuro. Eso sólo lo saben los ojos de un poeta como Juan Gelman, que es a la vez un hombre difícil y un caballero, un escritor cargado de palabras y de silencios.
Nació en 1930, en el barrio de Villa Crespo, en Buenos Aires. Años después declaró que nació allí porque en un momento tan delicado quiso acompañar a su madre, Paulina Burichson, la hija de un rabino con olor a santidad. Gelman siempre mantuvo que conviene acompañar a una mujer querida en los momentos más delicados. Por cortesía, aprendió a ver el mundo en el vértigo de los vacíos, las nostalgias, las ilusiones y las identidades. Desde muy niño supo que la realidad es un asunto de pasaportes falsos. Su padre, un obrero ucraniano, necesitó dos exilios para instalarse definitivamente en el Buenos Aires de 1928, una ciudad que se llenó de perseguidos por las policías políticas y por las pobrezas del mundo. Debido a sus ideas socialistas, José Gelman huyó de las cárceles zaristas después de haber participado en la revolución de 1905. También tendría que huir de la Rusia soviética, y de una mezcla siempre peligrosa de ilusiones puras y campos de concentración.
Así que Juan Gelman nació del matrimonio entre la hija de un rabino y un obrero revolucionario que nunca se sintió trotskista y sin embargo, cuando León Trotsky fue expulsado del Partido Comunista y desterrado a la frontera de Manchuria, pensó que era mejor buscar otro lugar en el mundo. La política está mezclada con los recuerdos más puros de Juan Gelman. El primer verso comprometido que leyó en su vida fue “Irún, no pasarán”, una pintada en una pared de su infancia. Buenos Aires, que vivió la guerra civil española como un asunto propio, no tardó en llenarse de exiliados republicanos, vivo ejemplo de las tensiones que suelen establecerse entre la poesía y la realidad. Por eso Gelman utilizó siempre la imaginación para ser realista y para evitar los amarillos de las consignas.
Publicó su primer libro, Violín y otras cuestiones, en 1956, con prólogo del poeta Raúl González Tuñón. El maestro argentino lo había descubierto un año antes, cuando participaba en una lectura de poemas en el teatro La Máscara, junto a otros compañeros del grupo El Pan Duro. Al oír el poema El caballo de la calesita, González Tuñón tardó poco en adivinar que en las palabras de aquel joven palpitaba “un lirismo rico y vivaz, y un contenido principalmente social bien entendido, que no elude el lujo de la fantasía”. La ciudad, la vida cotidiana, las palabras de la gente y César Vallejo sostuvieron sus libros iniciales, escritos además bajo la intuición de que en el dolor del tango hay algo más que la retórica de un hombre dolorido por el abandono de una mujer. La sospecha de otro vacío más profundo, el vacío de una identidad que nos deja a solas con nuestras responsabilidades, hizo que volviese el tango del revés y publicara un libro de título Gotán (1962).
Esa puesta en duda de las identidades individuales fáciles y de las características superficiales del nacionalismo literario, facilitó que Gelman continuara su camino con la invención de heterónimos. Los poemas de John Wendell, Yamanokuchi Ando y Sydney West le distanciaron de sí mismo en la tarea de conocerse mejor, de ser más dueño de su mirada y su palabra. Recibió por ello críticas de algunos portavoces culturales del Partido Comunista de Argentina que no veían bien unos versos donde se hablaba de Chicago y aparecían nombres anglosajones envueltos en una atmósfera cercana a veces al irracionalismo. Juan Gelman había entrado en las Juventudes Comunistas en los años 40, y poco después de abandonar el Partido Comunista, en 1964, recibió un aviso de expulsión. El motivo de esta medida disciplinaria era que había abandonado el partido. Ser expulsado por haberse ido no deja de ser un proceso de extranjería semejante al de la condición poética.
También parece una ironía sobre la condición poética el haber soportado dos condenas a muerte desde poderes contrarios. Después de su salida del PC, Gelman se acercó a las FAR y más tarde a los Montoneros. Su lucha contra la dictadura le valió la persecución de la policía, una condena a muerte decretada por la Triple A y el exilio. Su disidencia ante la deriva militarista y autoritaria de los Montoneros, supuso otra condena a muerte de sus antiguos camaradas. En los debates al uso sobre las relaciones entre la literatura y la política, hay muchas respuestas posibles, muchos naufragios de poetas metidos a políticos o de políticos metidos a poetas. La conciencia y la literatura de Juan Gelman fueron capaces de soportar el doble compromiso con la palabra y la política, quizá porque su meditación sobre el mundo fue siempre una indagación sobre las formas.
Así quedó demostrado en los libros que publicó después de exiliarse en el año 1975. La poesía es un lenguaje calcinado, porque separarse del país natal es asumir la derrota, el hueco que dejan los sueños rotos y las infancias perdidas, la obligación de vivir a distancia las muertes más cercanas. En agosto de 1976 su hijo Marcelo Ariel y su nuera María Claudia, embarazada, fueron detenidos y llevados al campo de concentración clandestino de Automotores Orletti. El posterior asesinato de la pareja y el secuestro de su nieta están en el fondo oscuro de una sintaxis que se quiebra, un orden que se rompe, una música que se llena de barras y de interrupciones, una palabra que se tortura a sí misma.
La sensación íntima de una desolada extranjería frente al mundo acercó sus libros a la experiencia mística, San Juan de la Cruz, Santa Teresa y la Cábala. En efecto, leer los poemas recogidos en De palabra (1994) significa un viaje a través de un idioma calcinado. Esa huella sigue marcando los versos de su último libro, Mundar (2008), que acaba de aparecer en la colección Palabra de Honor de la Editorial Visor. Una mayor serenidad se adueña de las inquietudes y las indagaciones de siempre. Verbalizar el mundo significa caminar sobre esa alegoría infinita que conforman el yo y la realidad. El poeta, asentado en México, vive en muchos lugares a la vez, en nombres de ciudades y de personas, en recuerdos de amor y de dolor que se abrazan a los pies del presente para dificultar las andaduras del olvido.
Los ojos de Gelman han visto muchas ausencias y han leído muchos libros. La calidad de su periodismo, un trabajo que ha dignificado su literatura y que forma parte de su manera de analizar la vida, alcanza grados de inteligencia exacta y fascinante cuando se mezcla con asuntos literarios. En el libro Miradas (2005), una colección muy recomendable de artículos publicados en el diario Página/12, el lector podrá ver a Virginia Woolf a punto de suicidarse en las aguas del río Ouse, a los hermanos Heinrich y Thomas Mann discutiendo sobre los peligros del nacionalismo alemán o Carlos Marx y a Federico Engels en un rincón parisino del año 1844. Verá también los ojos de Juan Gelman, observando la historia, como un caballero. La historia no es una mujer querida, pero tampoco se atrevió nunca a dejarla sola.
Cuando el 23 de abril reciba el Premio Cervantes, seguro que se sentarán junto a él su hijo Marcelo Ariel, su nuera María Claudia, su amigo Paco Urondo… y también un viejo obrero revolucionario ruso y la hija del rabino de Shtell.
El poeta que este miércoles, 23 de abril, recibirá el Premio Miguel de Cervantes, piensa y siente que la poesía es un lenguaje calcinado. Tiene razones para ello, muchas historias vividas, contadas y calladas. Más que por una certeza intelectual, opina así por una experiencia honda de las palabras y las realidades, por un diálogo tan elegante como descarnado con los extremos de la verdad. Los ojos de Juan Gelman son una síntesis, una asamblea de tensiones internas, un modo de reagrupar horas que pertenecen al pasado y relojes que dan noticias del presente. En cada reloj hay escondido un periódico y un libro de memorias. Nadie puede decir con exactitud si los segundos vuelan hacia el pasado o hacia el futuro. Eso sólo lo saben los ojos de un poeta como Juan Gelman, que es a la vez un hombre difícil y un caballero, un escritor cargado de palabras y de silencios.
Nació en 1930, en el barrio de Villa Crespo, en Buenos Aires. Años después declaró que nació allí porque en un momento tan delicado quiso acompañar a su madre, Paulina Burichson, la hija de un rabino con olor a santidad. Gelman siempre mantuvo que conviene acompañar a una mujer querida en los momentos más delicados. Por cortesía, aprendió a ver el mundo en el vértigo de los vacíos, las nostalgias, las ilusiones y las identidades. Desde muy niño supo que la realidad es un asunto de pasaportes falsos. Su padre, un obrero ucraniano, necesitó dos exilios para instalarse definitivamente en el Buenos Aires de 1928, una ciudad que se llenó de perseguidos por las policías políticas y por las pobrezas del mundo. Debido a sus ideas socialistas, José Gelman huyó de las cárceles zaristas después de haber participado en la revolución de 1905. También tendría que huir de la Rusia soviética, y de una mezcla siempre peligrosa de ilusiones puras y campos de concentración.
Así que Juan Gelman nació del matrimonio entre la hija de un rabino y un obrero revolucionario que nunca se sintió trotskista y sin embargo, cuando León Trotsky fue expulsado del Partido Comunista y desterrado a la frontera de Manchuria, pensó que era mejor buscar otro lugar en el mundo. La política está mezclada con los recuerdos más puros de Juan Gelman. El primer verso comprometido que leyó en su vida fue “Irún, no pasarán”, una pintada en una pared de su infancia. Buenos Aires, que vivió la guerra civil española como un asunto propio, no tardó en llenarse de exiliados republicanos, vivo ejemplo de las tensiones que suelen establecerse entre la poesía y la realidad. Por eso Gelman utilizó siempre la imaginación para ser realista y para evitar los amarillos de las consignas.
Publicó su primer libro, Violín y otras cuestiones, en 1956, con prólogo del poeta Raúl González Tuñón. El maestro argentino lo había descubierto un año antes, cuando participaba en una lectura de poemas en el teatro La Máscara, junto a otros compañeros del grupo El Pan Duro. Al oír el poema El caballo de la calesita, González Tuñón tardó poco en adivinar que en las palabras de aquel joven palpitaba “un lirismo rico y vivaz, y un contenido principalmente social bien entendido, que no elude el lujo de la fantasía”. La ciudad, la vida cotidiana, las palabras de la gente y César Vallejo sostuvieron sus libros iniciales, escritos además bajo la intuición de que en el dolor del tango hay algo más que la retórica de un hombre dolorido por el abandono de una mujer. La sospecha de otro vacío más profundo, el vacío de una identidad que nos deja a solas con nuestras responsabilidades, hizo que volviese el tango del revés y publicara un libro de título Gotán (1962).
Esa puesta en duda de las identidades individuales fáciles y de las características superficiales del nacionalismo literario, facilitó que Gelman continuara su camino con la invención de heterónimos. Los poemas de John Wendell, Yamanokuchi Ando y Sydney West le distanciaron de sí mismo en la tarea de conocerse mejor, de ser más dueño de su mirada y su palabra. Recibió por ello críticas de algunos portavoces culturales del Partido Comunista de Argentina que no veían bien unos versos donde se hablaba de Chicago y aparecían nombres anglosajones envueltos en una atmósfera cercana a veces al irracionalismo. Juan Gelman había entrado en las Juventudes Comunistas en los años 40, y poco después de abandonar el Partido Comunista, en 1964, recibió un aviso de expulsión. El motivo de esta medida disciplinaria era que había abandonado el partido. Ser expulsado por haberse ido no deja de ser un proceso de extranjería semejante al de la condición poética.
También parece una ironía sobre la condición poética el haber soportado dos condenas a muerte desde poderes contrarios. Después de su salida del PC, Gelman se acercó a las FAR y más tarde a los Montoneros. Su lucha contra la dictadura le valió la persecución de la policía, una condena a muerte decretada por la Triple A y el exilio. Su disidencia ante la deriva militarista y autoritaria de los Montoneros, supuso otra condena a muerte de sus antiguos camaradas. En los debates al uso sobre las relaciones entre la literatura y la política, hay muchas respuestas posibles, muchos naufragios de poetas metidos a políticos o de políticos metidos a poetas. La conciencia y la literatura de Juan Gelman fueron capaces de soportar el doble compromiso con la palabra y la política, quizá porque su meditación sobre el mundo fue siempre una indagación sobre las formas.
Así quedó demostrado en los libros que publicó después de exiliarse en el año 1975. La poesía es un lenguaje calcinado, porque separarse del país natal es asumir la derrota, el hueco que dejan los sueños rotos y las infancias perdidas, la obligación de vivir a distancia las muertes más cercanas. En agosto de 1976 su hijo Marcelo Ariel y su nuera María Claudia, embarazada, fueron detenidos y llevados al campo de concentración clandestino de Automotores Orletti. El posterior asesinato de la pareja y el secuestro de su nieta están en el fondo oscuro de una sintaxis que se quiebra, un orden que se rompe, una música que se llena de barras y de interrupciones, una palabra que se tortura a sí misma.
La sensación íntima de una desolada extranjería frente al mundo acercó sus libros a la experiencia mística, San Juan de la Cruz, Santa Teresa y la Cábala. En efecto, leer los poemas recogidos en De palabra (1994) significa un viaje a través de un idioma calcinado. Esa huella sigue marcando los versos de su último libro, Mundar (2008), que acaba de aparecer en la colección Palabra de Honor de la Editorial Visor. Una mayor serenidad se adueña de las inquietudes y las indagaciones de siempre. Verbalizar el mundo significa caminar sobre esa alegoría infinita que conforman el yo y la realidad. El poeta, asentado en México, vive en muchos lugares a la vez, en nombres de ciudades y de personas, en recuerdos de amor y de dolor que se abrazan a los pies del presente para dificultar las andaduras del olvido.
Los ojos de Gelman han visto muchas ausencias y han leído muchos libros. La calidad de su periodismo, un trabajo que ha dignificado su literatura y que forma parte de su manera de analizar la vida, alcanza grados de inteligencia exacta y fascinante cuando se mezcla con asuntos literarios. En el libro Miradas (2005), una colección muy recomendable de artículos publicados en el diario Página/12, el lector podrá ver a Virginia Woolf a punto de suicidarse en las aguas del río Ouse, a los hermanos Heinrich y Thomas Mann discutiendo sobre los peligros del nacionalismo alemán o Carlos Marx y a Federico Engels en un rincón parisino del año 1844. Verá también los ojos de Juan Gelman, observando la historia, como un caballero. La historia no es una mujer querida, pero tampoco se atrevió nunca a dejarla sola.
Cuando el 23 de abril reciba el Premio Cervantes, seguro que se sentarán junto a él su hijo Marcelo Ariel, su nuera María Claudia, su amigo Paco Urondo… y también un viejo obrero revolucionario ruso y la hija del rabino de Shtell.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario