Por María Bengoa (EL CORREO DIGITAL, 23/04/08):
No hace mucho declaraba el escritor César Aira: «No tengo tiempo para trabajar por lo mucho que me queda por leer». Y el director de la excelente librería madrileña Fuentetaja decía: «Hasta que no leo el periódico no se me serena el día». Se refería a esa lectura de prensa sobre papel, con matices e interpretación, a la que Umberto Eco llama ‘la oración de la mañana del hombre moderno’, al parecer abocado hacia un nuevo ateismo. A medias entre la boutade y el titular, reconocí en ambos a lectores de raza de un club secreto al que me gustaría pertenecer. He observado que, con el tiempo, atesoro los buenos libros con la misma avaricia que otros acumulan billetes de banco. Novelas que me ayuden a pasar una tarde que nada prometía, poemarios que mecen y estremecen. Palabras de los otros con capacidad para abrir ventanas en las habitaciones cerradas de mi mundo interior y tapizar aristas en momentos de melancolía.
Qué placer no haber descubierto aún a Saul Bellow, John Coetzee, Iris Murdoch, el ‘Juan de Mairena’ de Antonio Machado o la ‘Vida del doctor Johnson’ de Boswell, que nos quede aún todo por leer de esos genios que alimentan de modo tan proteico la parte de lo que somos que no comemos. Es curioso cómo esos seres magníficos, capaces de escribir libros que nunca terminan de decir lo que tenían que decir -clásicos, según Calvino- nos regalan el néctar de la vida al precio risible de un refresco, porque todos están en colecciones de bolsillo. Pero además otro -quizá un ser querido-, podrá volver a tomar intacto su contenido, tal vez décadas después. Qué contraste con quienes dicen que los libros son caros y prefieren tomarlos prestados (incluso los buenos) o airean el manido ‘no tengo tiempo para leer’ que presenta de inmediato a quienes leemos como seres ociosos y desocupados. Claro que quienes nos sumamos por elección a la cofradía del ‘desocupado lector’, al que habla Cervantes en su prólogo cuando nos escribe el mundo a través de su loco disparatado y lúcido -otro ‘que se pasaba las noches leyendo de claro en claro y los días de turbio en turbio’-, no respondemos que carecemos de tiempo para conversaciones melifluas o sesiones televisivas de encefalograma plano; aunque, a veces, nos quedemos con las ganas ¿O, tal vez, nuestro día es más largo que el suyo? Leer dos o tres títulos por semana nos parece un plan tan estupendo como ser expertos en Fernando Alonso, los de la moto, saber de personajes de telefilmes o conocer la compleja mística del fútbol.
La magia de la auténtica literatura es ser un camino seguro hacia el aprendizaje sin oponerse al entretenimiento y el placer. La sintaxis, por ejemplo -que en feliz expresión de Paul Valery es una facultad del alma-, se educa bastante leyendo. Y un buen título de divulgación científica despeja nuestra mente y contrarresta sus limitaciones hasta el punto de hacernos parecer más inteligentes de lo que somos. Quizá la mayor dificultad esté en encontrar los buenos libros, los mejores, en la cacofonía mediática que a veces se parece a una burbuja editorial. En cómo sortear los alrededores de la literatura y sus vistosas puestas en escena -que no informan del talento de un escritor- y, al elegir, evitar a los autores ruidosos y buscar a los discretos.
Al desbrozar el ruido editorial son útiles los títulos que deslizan como un valor añadido las afinidades del autor y nos ponen en contacto con nuevos libros. Un clásico es ‘Las palabras’, obra maestra de Sartre donde se respira cómo el padre del existencialismo se hizo escritor por la experiencia turbadora de acceder a aquella biblioteca de su abuelo que le llevó a creer que el mundo se sostenía sobre las palabras. Pero yo he encontrado dos magníficas novedades en este género (creo que podríamos llamarlo así), ‘Los príncipes valientes’ (Tusquets) novela con gran carga biográfica de Javier Pérez Andujar que cuenta cómo un adolescente de la Transición llega a la literatura por una enciclopedia comprada a plazos en un barrio obrero. Es una joya de honestidad y una hermosísima declaración de amor al libro. Y ‘Una lectora nada común’ (Anagrama) del inglés Alan Bennet: fábula sobre el poder subversivo de la lectura que cuenta cómo ésta transforma a la reina de Inglaterra y pasa de ser un pasmarote al servicio del protocolo a un ser pensante. El artificio, sostenido con ingenio y reflexión sutil, da lugar a situaciones divertidísimas.
El gran Philip Roth, apuesta literaria segura para el Nobel de los próximos años, dice que las pantallas nos han ganado la batalla. Es posible que el club secreto sea cada día más elitista. Pero frente a la afirmación ‘leo muchísimo’ que delata un inequívoco esfuerzo de algunos, siempre quedarán lectores compulsivos que nunca creen haber leído suficiente. Y mientras algunos se conforman con extraer argumentos de las novelas con el elemental ¿qué pasará después?-cuya argucia de eternidad se atribuye a Scherezade-, ávidos lectores de raza seguirán ansiosos por vaciar de ideas los textos. Y un núcleo duro de devotos irreductibles creerá en la literatura como en una medicina del alma. Quizá estén entre los escépticos que «no creen en Dios pero lo echan de menos», como decía hace poco Julian Barnes, y tratan así de evitar que la invasión de lo prosaico vacíe de sueños la existencia. Pensar en las vidas ajenas leer en voz alta para otros, que nos lean Un placer asequible, el vicio sin castigo como lo denominó Valery Larbaud, digno de fomentar con esa costumbre civilizada y elegante de regalar libros incluso sin comprarlos.
Asistí hace 20 años a unas jornadas literarias que organizó EL CORREO con la Sociedad El Sitio en Bilbao. Desde la distancia arrobada de una juventud intacta yo admiraba a aquellos escritores que nos visitaron: Javier Marías, Soledad Puértolas, Enrique Vila-Matas, Juan José Millás, Cristina Fernández Cubas, Bernardo Atxaga nombres extraordinariamente elegidos de la, entonces, nueva narrativa a los que los críticos del periódico pudimos conocer, cenar con ellos. Recuerdo que el autor de la estupenda ‘Obabakoak’ me habló con tanto entusiasmo de ‘El cuaderno Gris’ de Josep Pla que me lo compré al día siguiente. Siempre asociaré su nombre a ese título como un regalo. Después quise contagiar mi entusiasmo y se lo dejé a otro crítico y amigo, la mujer de éste se lo prestó a otro amigo tiempo después… el libro se esfumó. Muchas veces, al leer mi nuevo ejemplar de Plá, me he preguntado dónde estará aquel cuaderno gris que, sin duda, era para otros y nunca nadie me devolvió. Después he sabido -no sé dónde lo leí- que los libros, sobre todo los buenos, tienen su orgullo: si se prestan, no vuelven. Sí, mejor regalarlos.
No hace mucho declaraba el escritor César Aira: «No tengo tiempo para trabajar por lo mucho que me queda por leer». Y el director de la excelente librería madrileña Fuentetaja decía: «Hasta que no leo el periódico no se me serena el día». Se refería a esa lectura de prensa sobre papel, con matices e interpretación, a la que Umberto Eco llama ‘la oración de la mañana del hombre moderno’, al parecer abocado hacia un nuevo ateismo. A medias entre la boutade y el titular, reconocí en ambos a lectores de raza de un club secreto al que me gustaría pertenecer. He observado que, con el tiempo, atesoro los buenos libros con la misma avaricia que otros acumulan billetes de banco. Novelas que me ayuden a pasar una tarde que nada prometía, poemarios que mecen y estremecen. Palabras de los otros con capacidad para abrir ventanas en las habitaciones cerradas de mi mundo interior y tapizar aristas en momentos de melancolía.
Qué placer no haber descubierto aún a Saul Bellow, John Coetzee, Iris Murdoch, el ‘Juan de Mairena’ de Antonio Machado o la ‘Vida del doctor Johnson’ de Boswell, que nos quede aún todo por leer de esos genios que alimentan de modo tan proteico la parte de lo que somos que no comemos. Es curioso cómo esos seres magníficos, capaces de escribir libros que nunca terminan de decir lo que tenían que decir -clásicos, según Calvino- nos regalan el néctar de la vida al precio risible de un refresco, porque todos están en colecciones de bolsillo. Pero además otro -quizá un ser querido-, podrá volver a tomar intacto su contenido, tal vez décadas después. Qué contraste con quienes dicen que los libros son caros y prefieren tomarlos prestados (incluso los buenos) o airean el manido ‘no tengo tiempo para leer’ que presenta de inmediato a quienes leemos como seres ociosos y desocupados. Claro que quienes nos sumamos por elección a la cofradía del ‘desocupado lector’, al que habla Cervantes en su prólogo cuando nos escribe el mundo a través de su loco disparatado y lúcido -otro ‘que se pasaba las noches leyendo de claro en claro y los días de turbio en turbio’-, no respondemos que carecemos de tiempo para conversaciones melifluas o sesiones televisivas de encefalograma plano; aunque, a veces, nos quedemos con las ganas ¿O, tal vez, nuestro día es más largo que el suyo? Leer dos o tres títulos por semana nos parece un plan tan estupendo como ser expertos en Fernando Alonso, los de la moto, saber de personajes de telefilmes o conocer la compleja mística del fútbol.
La magia de la auténtica literatura es ser un camino seguro hacia el aprendizaje sin oponerse al entretenimiento y el placer. La sintaxis, por ejemplo -que en feliz expresión de Paul Valery es una facultad del alma-, se educa bastante leyendo. Y un buen título de divulgación científica despeja nuestra mente y contrarresta sus limitaciones hasta el punto de hacernos parecer más inteligentes de lo que somos. Quizá la mayor dificultad esté en encontrar los buenos libros, los mejores, en la cacofonía mediática que a veces se parece a una burbuja editorial. En cómo sortear los alrededores de la literatura y sus vistosas puestas en escena -que no informan del talento de un escritor- y, al elegir, evitar a los autores ruidosos y buscar a los discretos.
Al desbrozar el ruido editorial son útiles los títulos que deslizan como un valor añadido las afinidades del autor y nos ponen en contacto con nuevos libros. Un clásico es ‘Las palabras’, obra maestra de Sartre donde se respira cómo el padre del existencialismo se hizo escritor por la experiencia turbadora de acceder a aquella biblioteca de su abuelo que le llevó a creer que el mundo se sostenía sobre las palabras. Pero yo he encontrado dos magníficas novedades en este género (creo que podríamos llamarlo así), ‘Los príncipes valientes’ (Tusquets) novela con gran carga biográfica de Javier Pérez Andujar que cuenta cómo un adolescente de la Transición llega a la literatura por una enciclopedia comprada a plazos en un barrio obrero. Es una joya de honestidad y una hermosísima declaración de amor al libro. Y ‘Una lectora nada común’ (Anagrama) del inglés Alan Bennet: fábula sobre el poder subversivo de la lectura que cuenta cómo ésta transforma a la reina de Inglaterra y pasa de ser un pasmarote al servicio del protocolo a un ser pensante. El artificio, sostenido con ingenio y reflexión sutil, da lugar a situaciones divertidísimas.
El gran Philip Roth, apuesta literaria segura para el Nobel de los próximos años, dice que las pantallas nos han ganado la batalla. Es posible que el club secreto sea cada día más elitista. Pero frente a la afirmación ‘leo muchísimo’ que delata un inequívoco esfuerzo de algunos, siempre quedarán lectores compulsivos que nunca creen haber leído suficiente. Y mientras algunos se conforman con extraer argumentos de las novelas con el elemental ¿qué pasará después?-cuya argucia de eternidad se atribuye a Scherezade-, ávidos lectores de raza seguirán ansiosos por vaciar de ideas los textos. Y un núcleo duro de devotos irreductibles creerá en la literatura como en una medicina del alma. Quizá estén entre los escépticos que «no creen en Dios pero lo echan de menos», como decía hace poco Julian Barnes, y tratan así de evitar que la invasión de lo prosaico vacíe de sueños la existencia. Pensar en las vidas ajenas leer en voz alta para otros, que nos lean Un placer asequible, el vicio sin castigo como lo denominó Valery Larbaud, digno de fomentar con esa costumbre civilizada y elegante de regalar libros incluso sin comprarlos.
Asistí hace 20 años a unas jornadas literarias que organizó EL CORREO con la Sociedad El Sitio en Bilbao. Desde la distancia arrobada de una juventud intacta yo admiraba a aquellos escritores que nos visitaron: Javier Marías, Soledad Puértolas, Enrique Vila-Matas, Juan José Millás, Cristina Fernández Cubas, Bernardo Atxaga nombres extraordinariamente elegidos de la, entonces, nueva narrativa a los que los críticos del periódico pudimos conocer, cenar con ellos. Recuerdo que el autor de la estupenda ‘Obabakoak’ me habló con tanto entusiasmo de ‘El cuaderno Gris’ de Josep Pla que me lo compré al día siguiente. Siempre asociaré su nombre a ese título como un regalo. Después quise contagiar mi entusiasmo y se lo dejé a otro crítico y amigo, la mujer de éste se lo prestó a otro amigo tiempo después… el libro se esfumó. Muchas veces, al leer mi nuevo ejemplar de Plá, me he preguntado dónde estará aquel cuaderno gris que, sin duda, era para otros y nunca nadie me devolvió. Después he sabido -no sé dónde lo leí- que los libros, sobre todo los buenos, tienen su orgullo: si se prestan, no vuelven. Sí, mejor regalarlos.
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