Por Joseba Arregi, ex diputado y ex militante del PNV, y autor de numerosos ensayos sobre la realidad social y política del País Vasco, como Ser nacionalista y La nación vasca posible (EL MUNDO, 24/04/08):
Tengo que confesar que juntar ambos términos, ideas y sensibilidades, en el mismo título me produce serio malestar. Pero para poder argumentar sobre las razones del malestar no me queda más remedio que referirme a ambos términos. Y el malestar proviene de una tendencia, que considero estructural, de la cultura actual que implica la sustitución de las ideas por el término atmosférico e inasible de sensibilidades.
Las ideas sufren la embestida de un nominalismo facilón que cuenta con dos vertientes: los nombres no importan, no vamos a discutir por meras cuestiones semánticas, se afirma con toda tranquilidad por un lado, y por otro se juega con las palabras como si estuvieran a disposición de la subjetividad de cada uno, haciéndoles decir lo que a cada cual le conviene en un momento determinado.
Si las palabras ya no significan, las ideas se convierten en difusas, sin contornos claros, manipulables al gusto de los usuarios, especialmente si son políticos, acomodables a las necesidades de cada momento. Por eso cobran fuerza las sensibilidades: la batalla política ya no se libra en el campo de las ideas ni de las ideologías, sino en el campo mucho menos claro y definible de las sensibilidades. Contando con que, en la sociedad del espectáculo que somos, los ciudadanos se dejarán guiar más por la atmósfera del espectáculo que por los contenidos de los discursos.
No es nada específicamente español, sino algo que acompaña a todas las sociedades actuales. Pero es posible que, como en otras cosas, el haber llegado tarde a compartir estas características de la modernidad posterior a sí misma, lo hayamos hecho con más furia que cualquier otra sociedad. En la política española ya hace algún tiempo que la gestualidad ha sustituido a los contenidos. Ya no es la reducción de la brecha que separa a los que menos ganan de quienes más ganan -brecha que ha crecido en los últimos años- lo que define el contenido de la política social, sino el definir la unión de parejas del mismo sexo como matrimonio; ya no es el definir una política de suelo, de gestión del mercado de suelo urbanizado y una política de ayudas al alquiler lo que constituye una política social, sino el gesto de nombrar igual número de hombres y mujeres para los altos cargos, decisión en la que la gestualidad de la cantidad obtiene la prioridad sobre el contenido de la calidad -y reconozco que no tienen por qué estar en contraposición-.
En este ambiente en el que se halla ubicada la política española se ha abierto en el Partido Popular un debate en el que se entremezclan las ambiciones personales -no sólo comprensibles en la política, sino necesarias-, la demanda de debate sobre ideas, y la omnímoda fuerza de las sensibilidades.
Como simple ciudadano abogaría porque los debates previos al Congreso de junio del Partido Popular y el propio Congreso fueran una ocasión para una discusión abierta, educada pero firme de ideas. Si así fuera, el PP no sólo se haría un favor a sí mismo, sino que daría un servicio enorme a la democracia en España. Nos haría a todos el favor de rescatar la dignidad de los contenidos aplastados bajo la gestualidad comunicativa y espectacular en la que se está convirtiendo la política. Nos haría a todos el favor de superar el nominalismo vaciador de significación que permite que los políticos jueguen con las palabras para servir mejor a sus intereses de cada momento.
Pero mucho me temo que el recurso a la necesidad de debatir sobre ideas aparece cuando la ambición personal de poder puede resultar dañina a la percepción de determinadas sensibilidades. Mucho me temo que la llamada al debate sobre ideas se realiza sobre el imposible suelo del nominalismo. Y mucho me temo que el tan reclamado debate de ideas no vaya más allá de la contraposición de sensibilidades. Y todo ello al servicio de la ambición pura y simple de poder, sin reconocimiento alguno de autonomía a las ideas, sino poniendo el reclamo de la necesidad de ideas al servicio de la percepción de una determinada sensibilidad.
Ejemplos para corroborar estos miedos no faltan. Si alguien sabe lo que significa el reclamarse del liberalismo desde las filas populares haría bien en explicárnoslo a los ciudadanos. Porque uno no sabe si es el liberalismo revolucionario del siglo XVIII y buena parte del XIX el que se reclama, el liberalismo contra el que Bismarck ideó las bases de lo que luego sería la Seguridad Social, contando con conquistar así el favor de los socialistas y arrinconar a sus verdaderos enemigos, los liberales. Porque uno no sabe si es el liberalismo político de la defensa a ultranza de los derechos ciudadanos el que se reclama, el liberalismo del habeas corpus, el liberalismo del control del poder del Estado, del poder policial a favor de la libertad ciudadana. O si, por el contrario, bajo el término liberalismo lo que se reclama es simplemente la libertad más grande posible del mercado fuera de las regulaciones del Estado. Y no todo es el mismo liberalismo.
¿Que significa hoy ser conservador? Basta con contemplar el último debate en el parlamento alemán para ajustar la fecha de importación de líneas de blastocitos de los que poder extraer células madre, para ver votando juntos a católicos convencidos y verdes radicales, pero también a católicas convencidas como la ministra de Educación y Ciencia y socialdemócratas progresistas.
Porque no basta con afirmar la pelea para rescatar del nominalismo ramplón que nos inunda y de la lógica de la sociedad del espectáculo al que tan bien sirve la política española las palabras y las ideas, sino que requiere de un esfuerzo grande, un esfuerzo por diferenciar, por matizar, por asumir el hecho de que las sociedades han cambiado y las cosas no pueden seguir significando lo mismo; un esfuerzo por afrontar los cambios que el desarrollo tecnocientífico y la globalización acarrean consigo y que exigen un esfuerzo mental muy grande, un gran esfuerzo de pensamiento.
En algún lugar pude leer en cierta ocasión una frase atribuida a Séneca que rezaba así: propositum mutat sapiens, ac stultus inhaeret (el sabio cambia de metas, mientras que el estúpido se queda siempre con la misma cantinela). Reclamar que tras las elecciones se siga diciendo exactamente lo mismo que antes de las mismas, como si no hubiera habido resultado electoral, como si los ciudadanos no hubieran hablado, como si nada hubiera cambiado, como si el discurso del adversario político no hubiera cambiado en nada, no tiene mucho que ver con la batalla por las ideas, sino que está estrechamente relacionado con la sensibilidad de que oposición sólo implica oponerse a todo, siempre y de todas las maneras. Pero esto no es una idea: es un estado anímico, una sensibilidad.
Si el Partido Popular se encierra en la creencia de que lo que debe debatir es si la oposición a realizar debe ser dura, más dura o durísima, estará dando la espalda al debate de ideas. Si el Partido Popular cree que el debate de ideas se reduce a una carrera por ver quién proclama más veces y con más rotundidad ser liberal, estará enterrando el debate de ideas antes de haberlo comenzado. Si el Partido Popular opta por copiar las claves de la acción política de su adversario, la gestualidad, la capacidad de comunicación, la apuesta por vincularse con determinadas sensibilidades, estará errando su deber de aclarar las ideas.
Y todo esto no significa que no deba hacer oposición, y que no deba tener en cuenta la importancia de las sensibilidades. Pero sobre la base de ideas matizadas, analizadas y debatidas.
Tengo que confesar que juntar ambos términos, ideas y sensibilidades, en el mismo título me produce serio malestar. Pero para poder argumentar sobre las razones del malestar no me queda más remedio que referirme a ambos términos. Y el malestar proviene de una tendencia, que considero estructural, de la cultura actual que implica la sustitución de las ideas por el término atmosférico e inasible de sensibilidades.
Las ideas sufren la embestida de un nominalismo facilón que cuenta con dos vertientes: los nombres no importan, no vamos a discutir por meras cuestiones semánticas, se afirma con toda tranquilidad por un lado, y por otro se juega con las palabras como si estuvieran a disposición de la subjetividad de cada uno, haciéndoles decir lo que a cada cual le conviene en un momento determinado.
Si las palabras ya no significan, las ideas se convierten en difusas, sin contornos claros, manipulables al gusto de los usuarios, especialmente si son políticos, acomodables a las necesidades de cada momento. Por eso cobran fuerza las sensibilidades: la batalla política ya no se libra en el campo de las ideas ni de las ideologías, sino en el campo mucho menos claro y definible de las sensibilidades. Contando con que, en la sociedad del espectáculo que somos, los ciudadanos se dejarán guiar más por la atmósfera del espectáculo que por los contenidos de los discursos.
No es nada específicamente español, sino algo que acompaña a todas las sociedades actuales. Pero es posible que, como en otras cosas, el haber llegado tarde a compartir estas características de la modernidad posterior a sí misma, lo hayamos hecho con más furia que cualquier otra sociedad. En la política española ya hace algún tiempo que la gestualidad ha sustituido a los contenidos. Ya no es la reducción de la brecha que separa a los que menos ganan de quienes más ganan -brecha que ha crecido en los últimos años- lo que define el contenido de la política social, sino el definir la unión de parejas del mismo sexo como matrimonio; ya no es el definir una política de suelo, de gestión del mercado de suelo urbanizado y una política de ayudas al alquiler lo que constituye una política social, sino el gesto de nombrar igual número de hombres y mujeres para los altos cargos, decisión en la que la gestualidad de la cantidad obtiene la prioridad sobre el contenido de la calidad -y reconozco que no tienen por qué estar en contraposición-.
En este ambiente en el que se halla ubicada la política española se ha abierto en el Partido Popular un debate en el que se entremezclan las ambiciones personales -no sólo comprensibles en la política, sino necesarias-, la demanda de debate sobre ideas, y la omnímoda fuerza de las sensibilidades.
Como simple ciudadano abogaría porque los debates previos al Congreso de junio del Partido Popular y el propio Congreso fueran una ocasión para una discusión abierta, educada pero firme de ideas. Si así fuera, el PP no sólo se haría un favor a sí mismo, sino que daría un servicio enorme a la democracia en España. Nos haría a todos el favor de rescatar la dignidad de los contenidos aplastados bajo la gestualidad comunicativa y espectacular en la que se está convirtiendo la política. Nos haría a todos el favor de superar el nominalismo vaciador de significación que permite que los políticos jueguen con las palabras para servir mejor a sus intereses de cada momento.
Pero mucho me temo que el recurso a la necesidad de debatir sobre ideas aparece cuando la ambición personal de poder puede resultar dañina a la percepción de determinadas sensibilidades. Mucho me temo que la llamada al debate sobre ideas se realiza sobre el imposible suelo del nominalismo. Y mucho me temo que el tan reclamado debate de ideas no vaya más allá de la contraposición de sensibilidades. Y todo ello al servicio de la ambición pura y simple de poder, sin reconocimiento alguno de autonomía a las ideas, sino poniendo el reclamo de la necesidad de ideas al servicio de la percepción de una determinada sensibilidad.
Ejemplos para corroborar estos miedos no faltan. Si alguien sabe lo que significa el reclamarse del liberalismo desde las filas populares haría bien en explicárnoslo a los ciudadanos. Porque uno no sabe si es el liberalismo revolucionario del siglo XVIII y buena parte del XIX el que se reclama, el liberalismo contra el que Bismarck ideó las bases de lo que luego sería la Seguridad Social, contando con conquistar así el favor de los socialistas y arrinconar a sus verdaderos enemigos, los liberales. Porque uno no sabe si es el liberalismo político de la defensa a ultranza de los derechos ciudadanos el que se reclama, el liberalismo del habeas corpus, el liberalismo del control del poder del Estado, del poder policial a favor de la libertad ciudadana. O si, por el contrario, bajo el término liberalismo lo que se reclama es simplemente la libertad más grande posible del mercado fuera de las regulaciones del Estado. Y no todo es el mismo liberalismo.
¿Que significa hoy ser conservador? Basta con contemplar el último debate en el parlamento alemán para ajustar la fecha de importación de líneas de blastocitos de los que poder extraer células madre, para ver votando juntos a católicos convencidos y verdes radicales, pero también a católicas convencidas como la ministra de Educación y Ciencia y socialdemócratas progresistas.
Porque no basta con afirmar la pelea para rescatar del nominalismo ramplón que nos inunda y de la lógica de la sociedad del espectáculo al que tan bien sirve la política española las palabras y las ideas, sino que requiere de un esfuerzo grande, un esfuerzo por diferenciar, por matizar, por asumir el hecho de que las sociedades han cambiado y las cosas no pueden seguir significando lo mismo; un esfuerzo por afrontar los cambios que el desarrollo tecnocientífico y la globalización acarrean consigo y que exigen un esfuerzo mental muy grande, un gran esfuerzo de pensamiento.
En algún lugar pude leer en cierta ocasión una frase atribuida a Séneca que rezaba así: propositum mutat sapiens, ac stultus inhaeret (el sabio cambia de metas, mientras que el estúpido se queda siempre con la misma cantinela). Reclamar que tras las elecciones se siga diciendo exactamente lo mismo que antes de las mismas, como si no hubiera habido resultado electoral, como si los ciudadanos no hubieran hablado, como si nada hubiera cambiado, como si el discurso del adversario político no hubiera cambiado en nada, no tiene mucho que ver con la batalla por las ideas, sino que está estrechamente relacionado con la sensibilidad de que oposición sólo implica oponerse a todo, siempre y de todas las maneras. Pero esto no es una idea: es un estado anímico, una sensibilidad.
Si el Partido Popular se encierra en la creencia de que lo que debe debatir es si la oposición a realizar debe ser dura, más dura o durísima, estará dando la espalda al debate de ideas. Si el Partido Popular cree que el debate de ideas se reduce a una carrera por ver quién proclama más veces y con más rotundidad ser liberal, estará enterrando el debate de ideas antes de haberlo comenzado. Si el Partido Popular opta por copiar las claves de la acción política de su adversario, la gestualidad, la capacidad de comunicación, la apuesta por vincularse con determinadas sensibilidades, estará errando su deber de aclarar las ideas.
Y todo esto no significa que no deba hacer oposición, y que no deba tener en cuenta la importancia de las sensibilidades. Pero sobre la base de ideas matizadas, analizadas y debatidas.
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