Por Antonio Gómez Rufo, escritor. Su última novela publicada es La noche del tamarindo, Ed. Planeta, 2008 (EL MUNDO, 12/04/08):
Estar solo es un privilegio, siempre que tengas cerca alguien a quien contárselo. Porque sufrir la soledad, cualquier clase de soledad, es algo que a los seres humanos nos resulta demasiado doloroso. Dejando al margen concepciones antropológicas y sociológicas que afirman, naturalmente, que el ser humano es gregario y que, por lo tanto, necesita convivir con los demás, la realidad psicológica es que no sabemos estar solos. Y no será porque la naturaleza no haga múltiples esfuerzos para que lo aprendamos.
Nacemos solos y morimos solos, es verdad; pero, entre medias, la vida es un viaje tan difícil que para soportarla es preferible cruzarla entre dos. Algo así dejó escrito Erich Fromm. ¿Y no es digna de compartir la sentencia de Paul Valéry cuando afirmaba que «un hombre solo está siempre en mala compañía»? Sin embargo, la naturaleza nos intenta adiestrar desde el principio para que consideremos la soledad un regalo con el que enriquecernos y engrandecernos: empeño vano en que se esfuerza la vida.
Porque, en general, las personas viven el mundo actual desde una sensación de soledad que tiende a acrecentarse. Es paradójico observar cómo en un mundo globalizado, en el que se acortan las distancias y es posible comunicarse con los más modernos y sofisticados sistemas tecnológicos, lo cierto es que estamos en permanente contacto con los demás, pero desde la soledad de nuestra madriguera. Las pantallas (sean de televisión o de ordenador) se están volviendo nuestros amigos más cercanos. En ellas es posible verlo todo y leerlo todo, pero si volvemos la cabeza un instante comprobamos que a nuestro alrededor sólo hay paredes, ventanas y ornamentos (fotografías, póster, recuerdos…) que hemos instalado para creernos que no estamos solos. ¿En dónde está la gente? Hoy, todavía, si nos fijamos, está ahí afuera; dentro de poco, todo el mundo estará entre sus propias paredes creyendo estar comunicándose con un millón de amigos.
Y la soledad es peligrosa, decía Maupassant: cuando estamos solos mucho tiempo poblamos nuestro espíritu de fantasmas. ¿Qué espectros se nos harán visibles en un mundo encerrado en un ordenador al que podemos entrar pero no acariciar, abrazar y transmitir nuestro calor? ¿Estamos abocados a un porvenir que va a cambiar al ser humano, como lo hará el cambio climático, y al que nos adaptaremos por la inmensa capacidad de adaptación de los hombres, pero que no es el que nos gustaría? Vivimos como soñamos: solos. Bien está, puede que sea así; pero no parece ningún ideal a compartir.
Seguro que tampoco les parece bien a quienes, por una u otra razón, han alcanzado la cumbre. Porque lo verdaderamente espantoso es que la cima es el lugar más solitario del mundo, incluso más que una orgía (como ironizaba Bukowski). La gente tiende a creer que los triunfadores, la gente célebre, los que han llegado a lo más alto de la consideración social son personas tan solicitadas, ocupadas y rodeadas de amigos que no necesitan nada más, y por eso se abstienen en muchas ocasiones de encontrarse con ellos. La gente tiene tan buena voluntad que se olvida de acercarse a los famosos porque creen que les van a molestar y que, a fin de cuentas, no deben, en su pequeñez, interrumpir a quienes no dan abasto a atender citas, visitas, compromisos y afectos. Y así resulta que la cima no sólo termina por convertirse en un espacio solitario; también en un lugar en el que todo está demasiado frío.
Al poderoso se le acercan por interés; al rico, por su dinero; al célebre, para aprovecharse de su celebridad. Y, al final, ni siquiera por nada de ello: al final nadie está próximo. Deja de sonar el teléfono; dejan de recibirse cartas; dejan de llegar visitas o citas amables. Aseguraba Schopenhauer que la soledad es el patrimonio de todas las almas extraordinarias, pero se olvidaba de que la soledad tiene una esposa, la tristeza, y una amante: la debilidad.
No hay que hacer grandes ejercicios de imaginación para llegar a comprender, por ejemplo, lo solo que se debe de sentir Rajoy estos días; y lo inexplicablemente solos que debieron de sentirse en su momento, hasta que se acostumbraron a una nueva vida, líderes como Suárez, Calvo Sotelo, Felipe González y Aznar. Incluso cabe imaginar la soledad de las noches de todos ellos, también las de Zapatero, cuando habitaron o habitan la extrañeza de la casa palaciega gubernamental y esas estancias que tan ajenas deben de resultar.
Pero no se trata sólo de ellos, de los políticos: al fin y al cabo, todo lo que les suceda parece que entra en el sueldo de la nómina y en el salario de la legítima ambición política. Lo llamativo es que les pasa con mucha más frecuencia e intensidad a quienes, de manera efímera por razones de oportunidad o de modo permanente a causa de su éxito profesional, han alcanzado la cumbre en su trabajo y después se sienten abandonados. Un escritor famoso, que cada vez que publica una nueva novela vende muchos miles de ejemplares y le rodea la gente, se pasa el resto del año sin apenas llamadas ni calor humano, cobijado a la sombra de unos pocos amigos que acuden a su casa para acompañarlo. Y lo mismo les pasa a otros muchos nombres célebres que conocemos todos. O como en el caso de un director de cine que ha hecho historia en España y al que todos reconocen como el mejor entre los mejores, que lleva casi dos años en su casa sin que nadie parezca recordar su existencia para telefonear, escribir o acercarse a acompañarlo y devolverle parte de lo que su esmero, esfuerzo y entretenimiento nos proporcionó durante cuatro décadas.
Son ejemplos, dos ejemplos, pero los hay a miles, sobre todo entre creadores, intelectuales, artistas y profesionales de la cultura. A los que ayer fueron asediados, las fauces afiladas del olvido los ha devorado. Vivimos tan deprisa, tan ávidos de perseguir el tiempo que vuela al socaire de la novedad (sea buena o banal), que no hemos aprendido a valorar lo que merece ser valorado ni a agradecer lo que merece ser agradecido.
Ni por un momento nos detenemos a pensar que la vejez y la soledad forman un cóctel tan amargo como una noticia de muerte. Como tampoco admitimos que, se piense lo que se piense, nadie quiere estar solo, nadie. Nietzsche explicaba que nadie aprende, nadie aspira, nadie enseña a soportar la soledad. Y quienes una vez fueron reconocidos, tampoco. Quizá menos que nadie porque el recuerdo del afecto se vuelve ponzoña en la soledad de la noche, cuando ni siquiera quedan fuerzas para mirar un álbum o buscar en el sueño lo que la vida ya ha decidido negar.
A veces la televisión busca a quien fue célebre un año o una década para preguntar qué fue de él: convierte la soledad en espectáculo; el olvido en audiencia. Otras veces se ha estudiado qué ha sucedido con esos actores jóvenes de series multimillonarias en audiencia que se acostumbraron al éxito y poco después cayeron en el olvido; o con unos escritores jóvenes triunfadores con una sola novela que después no pudieron continuar una carrera porque el éxito fue fruto de la casualidad o del mercado. Entre esa gente prematuramente desaparecida encontramos dramas de droga, enfermedad y depresión. También de suicidio.
La sociedad necesita carne fresca a diario, carne nueva, y todo lo tritura. Por eso empuja al abismo de la soledad cuando alguien llega a la cima. El vértice de la pirámide es demasiado pequeño y hay que hacer sitio para el siguiente.
A lo largo de mi vida he tenido la fortuna de entregar mi cariño y de encontrar el afecto de muchos seres extraordinarios que forman parte de la pequeña o gran historia reciente de la inteligencia y de la cultura española. Ahora me vienen a la cabeza nombres como Enrique Tierno Galván, Antonio de Senillosa, Francisco Umbral, José Luis Coll, Pedro Laín Entralgo, Julio Caro Baroja, Fernando Fernán-Gómez, Carmiña Marín Gaite, Manuel Sánchez Ayuso…, ya desaparecidos, y naturalmente los de Luis García Berlanga, José Luis Sampedro, Elías Díaz, Alberto Schommer, Antonio Gala o Paca Sauquillo, con quienes me cabe aún el placer de seguir aprendiendo. Y lo sorprendente en casi todos los casos, con escasas excepciones, es que casi todos ellos alcanzaron la cumbre y en ella encontraron soledad en lugar del calor que en esos momentos necesitaban como el que más. Porque puede que la soledad sea un privilegio, como decía al principio, o que odiar la soledad sea la consecuencia de una manera de ser egoísta, pero al final suscribo con entusiasmo esa reflexión de Ibsen que decía que «para dos, no hay pendiente demasiado empinada».
Estamos a tiempo de rectificar. Volvamos a la calle, a la gente, a sentir el calor ajeno. Yo lo necesito cada vez más.
Estar solo es un privilegio, siempre que tengas cerca alguien a quien contárselo. Porque sufrir la soledad, cualquier clase de soledad, es algo que a los seres humanos nos resulta demasiado doloroso. Dejando al margen concepciones antropológicas y sociológicas que afirman, naturalmente, que el ser humano es gregario y que, por lo tanto, necesita convivir con los demás, la realidad psicológica es que no sabemos estar solos. Y no será porque la naturaleza no haga múltiples esfuerzos para que lo aprendamos.
Nacemos solos y morimos solos, es verdad; pero, entre medias, la vida es un viaje tan difícil que para soportarla es preferible cruzarla entre dos. Algo así dejó escrito Erich Fromm. ¿Y no es digna de compartir la sentencia de Paul Valéry cuando afirmaba que «un hombre solo está siempre en mala compañía»? Sin embargo, la naturaleza nos intenta adiestrar desde el principio para que consideremos la soledad un regalo con el que enriquecernos y engrandecernos: empeño vano en que se esfuerza la vida.
Porque, en general, las personas viven el mundo actual desde una sensación de soledad que tiende a acrecentarse. Es paradójico observar cómo en un mundo globalizado, en el que se acortan las distancias y es posible comunicarse con los más modernos y sofisticados sistemas tecnológicos, lo cierto es que estamos en permanente contacto con los demás, pero desde la soledad de nuestra madriguera. Las pantallas (sean de televisión o de ordenador) se están volviendo nuestros amigos más cercanos. En ellas es posible verlo todo y leerlo todo, pero si volvemos la cabeza un instante comprobamos que a nuestro alrededor sólo hay paredes, ventanas y ornamentos (fotografías, póster, recuerdos…) que hemos instalado para creernos que no estamos solos. ¿En dónde está la gente? Hoy, todavía, si nos fijamos, está ahí afuera; dentro de poco, todo el mundo estará entre sus propias paredes creyendo estar comunicándose con un millón de amigos.
Y la soledad es peligrosa, decía Maupassant: cuando estamos solos mucho tiempo poblamos nuestro espíritu de fantasmas. ¿Qué espectros se nos harán visibles en un mundo encerrado en un ordenador al que podemos entrar pero no acariciar, abrazar y transmitir nuestro calor? ¿Estamos abocados a un porvenir que va a cambiar al ser humano, como lo hará el cambio climático, y al que nos adaptaremos por la inmensa capacidad de adaptación de los hombres, pero que no es el que nos gustaría? Vivimos como soñamos: solos. Bien está, puede que sea así; pero no parece ningún ideal a compartir.
Seguro que tampoco les parece bien a quienes, por una u otra razón, han alcanzado la cumbre. Porque lo verdaderamente espantoso es que la cima es el lugar más solitario del mundo, incluso más que una orgía (como ironizaba Bukowski). La gente tiende a creer que los triunfadores, la gente célebre, los que han llegado a lo más alto de la consideración social son personas tan solicitadas, ocupadas y rodeadas de amigos que no necesitan nada más, y por eso se abstienen en muchas ocasiones de encontrarse con ellos. La gente tiene tan buena voluntad que se olvida de acercarse a los famosos porque creen que les van a molestar y que, a fin de cuentas, no deben, en su pequeñez, interrumpir a quienes no dan abasto a atender citas, visitas, compromisos y afectos. Y así resulta que la cima no sólo termina por convertirse en un espacio solitario; también en un lugar en el que todo está demasiado frío.
Al poderoso se le acercan por interés; al rico, por su dinero; al célebre, para aprovecharse de su celebridad. Y, al final, ni siquiera por nada de ello: al final nadie está próximo. Deja de sonar el teléfono; dejan de recibirse cartas; dejan de llegar visitas o citas amables. Aseguraba Schopenhauer que la soledad es el patrimonio de todas las almas extraordinarias, pero se olvidaba de que la soledad tiene una esposa, la tristeza, y una amante: la debilidad.
No hay que hacer grandes ejercicios de imaginación para llegar a comprender, por ejemplo, lo solo que se debe de sentir Rajoy estos días; y lo inexplicablemente solos que debieron de sentirse en su momento, hasta que se acostumbraron a una nueva vida, líderes como Suárez, Calvo Sotelo, Felipe González y Aznar. Incluso cabe imaginar la soledad de las noches de todos ellos, también las de Zapatero, cuando habitaron o habitan la extrañeza de la casa palaciega gubernamental y esas estancias que tan ajenas deben de resultar.
Pero no se trata sólo de ellos, de los políticos: al fin y al cabo, todo lo que les suceda parece que entra en el sueldo de la nómina y en el salario de la legítima ambición política. Lo llamativo es que les pasa con mucha más frecuencia e intensidad a quienes, de manera efímera por razones de oportunidad o de modo permanente a causa de su éxito profesional, han alcanzado la cumbre en su trabajo y después se sienten abandonados. Un escritor famoso, que cada vez que publica una nueva novela vende muchos miles de ejemplares y le rodea la gente, se pasa el resto del año sin apenas llamadas ni calor humano, cobijado a la sombra de unos pocos amigos que acuden a su casa para acompañarlo. Y lo mismo les pasa a otros muchos nombres célebres que conocemos todos. O como en el caso de un director de cine que ha hecho historia en España y al que todos reconocen como el mejor entre los mejores, que lleva casi dos años en su casa sin que nadie parezca recordar su existencia para telefonear, escribir o acercarse a acompañarlo y devolverle parte de lo que su esmero, esfuerzo y entretenimiento nos proporcionó durante cuatro décadas.
Son ejemplos, dos ejemplos, pero los hay a miles, sobre todo entre creadores, intelectuales, artistas y profesionales de la cultura. A los que ayer fueron asediados, las fauces afiladas del olvido los ha devorado. Vivimos tan deprisa, tan ávidos de perseguir el tiempo que vuela al socaire de la novedad (sea buena o banal), que no hemos aprendido a valorar lo que merece ser valorado ni a agradecer lo que merece ser agradecido.
Ni por un momento nos detenemos a pensar que la vejez y la soledad forman un cóctel tan amargo como una noticia de muerte. Como tampoco admitimos que, se piense lo que se piense, nadie quiere estar solo, nadie. Nietzsche explicaba que nadie aprende, nadie aspira, nadie enseña a soportar la soledad. Y quienes una vez fueron reconocidos, tampoco. Quizá menos que nadie porque el recuerdo del afecto se vuelve ponzoña en la soledad de la noche, cuando ni siquiera quedan fuerzas para mirar un álbum o buscar en el sueño lo que la vida ya ha decidido negar.
A veces la televisión busca a quien fue célebre un año o una década para preguntar qué fue de él: convierte la soledad en espectáculo; el olvido en audiencia. Otras veces se ha estudiado qué ha sucedido con esos actores jóvenes de series multimillonarias en audiencia que se acostumbraron al éxito y poco después cayeron en el olvido; o con unos escritores jóvenes triunfadores con una sola novela que después no pudieron continuar una carrera porque el éxito fue fruto de la casualidad o del mercado. Entre esa gente prematuramente desaparecida encontramos dramas de droga, enfermedad y depresión. También de suicidio.
La sociedad necesita carne fresca a diario, carne nueva, y todo lo tritura. Por eso empuja al abismo de la soledad cuando alguien llega a la cima. El vértice de la pirámide es demasiado pequeño y hay que hacer sitio para el siguiente.
A lo largo de mi vida he tenido la fortuna de entregar mi cariño y de encontrar el afecto de muchos seres extraordinarios que forman parte de la pequeña o gran historia reciente de la inteligencia y de la cultura española. Ahora me vienen a la cabeza nombres como Enrique Tierno Galván, Antonio de Senillosa, Francisco Umbral, José Luis Coll, Pedro Laín Entralgo, Julio Caro Baroja, Fernando Fernán-Gómez, Carmiña Marín Gaite, Manuel Sánchez Ayuso…, ya desaparecidos, y naturalmente los de Luis García Berlanga, José Luis Sampedro, Elías Díaz, Alberto Schommer, Antonio Gala o Paca Sauquillo, con quienes me cabe aún el placer de seguir aprendiendo. Y lo sorprendente en casi todos los casos, con escasas excepciones, es que casi todos ellos alcanzaron la cumbre y en ella encontraron soledad en lugar del calor que en esos momentos necesitaban como el que más. Porque puede que la soledad sea un privilegio, como decía al principio, o que odiar la soledad sea la consecuencia de una manera de ser egoísta, pero al final suscribo con entusiasmo esa reflexión de Ibsen que decía que «para dos, no hay pendiente demasiado empinada».
Estamos a tiempo de rectificar. Volvamos a la calle, a la gente, a sentir el calor ajeno. Yo lo necesito cada vez más.
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